«¿Te vienes al cine?», me propuso tía Corina. «En la Casa de la Cultura echan La burla del diablo . Creo que te convendría verla, porque puede hacerte comprender que la realidad es casi siempre una sucesión de malentendidos cómicos.» Pero por nada del mundo me separaría yo del teléfono. «No es tanto una cuestión de curiosidad como de dignidad», y añadí: «Ya no tengo edad para que me tomen el pelo». Y se encogió de hombros, que parecía ser su gesto del día. «Allá tú. Lo que tienes que procurar es que no se te caiga el pelo. Después del cine iré a tomar algo con las viudas», y le pedí por favor que no bebiera mucho, porque le notaba debilidad en la mirada, y los ojos nunca mienten -ni en la salud ni en el amor, ni en los negocios ni en la tragedia; en nada: los ojos, los delatores.
Los humanos constituimos una especie bastante pintoresca: podemos pasarnos horas y horas observando un teléfono y rogándole que suene, padeciendo incluso una especie de fenómeno de anticipación acústica, imaginando que suena cuando está más callado que un muerto. El ansia.
Como es innecesario que les diga, no paraba de llamar a Sam, aunque con resultado invariable: desconectado.
Tía Corina volvió más allá de la medianoche y el teléfono seguía sin sonar. «¿Qué? ¿Te has enterado ya del misterio básico del universo?» Pero mi gesto se lo dijo todo. «Desengáñate. Hay cosas que no tienen explicación, salvo que se trate de una explicación falsa. No comprendo cómo puedes tener tanto empeño en que te den una explicación falsa, que es el consuelo metafísico del tonto», y me hirió aquella rudeza, que le disculpé al instante porque venía con dos copas, y en esas ocasiones el pensamiento de cualquiera es una especie de cristal astillado. «No digo que seas tonto, por supuesto, sino que estás haciendo el tonto. No es un reproche a tu inmanencia, sino a tu circunstancia. Dame un beso.» Y se fue a dormir.
Cuando me había hecho a la idea de que Sam no llamaría, llamó. «Escucha, loco, ¿estuviste tú en Albania?» Y, tras unas impresiones más o menos turísticas, me contó lo que enseguida les cuento.
Según Sam, detrás de la operación de Colonia había muchos intereses contrapuestos. Por una parte, estaba Richard Lorre, alias El Hermano Llagado , que, para incredulidad de la ciencia médica y tal vez de él mismo, sigue vivo a sus ochenta y seis años, consumido de cuerpo pero inflamado de alma, predicando aún por pueblos y aldeas y vendiendo a los fieles unos relicarios de plástico pintados de purpurina que enmarcan trozos de venda empapados de su sangre. Aunque proscrito oficiosamente por la jerarquía episcopaliana, en cuyas directrices generales de modernidad no encaja aquel exhibicionismo purulento, el clérigo Lorre continúa reclutando seguidores y, a fuerza de bolo y bolo, de colecta y colecta, de relicario de purpurina y de relicario de purpurina, se ha hecho con grande fortuna, que él de corazón desprecia, por ser hombre desatado de las usuras terrenales. Pero, como la cabeza humana es una maquinaria de funcionamiento peculiar, a Lorre se le ha colado en la suya una obsesión: recuperar las reliquias que en su día devolvió el reverendo Spoonful al arzobispado de Colonia, por considerar que allí son víctimas de un agravio, ya que los católicos se niegan a aceptar la condición divina de aquellos huesos y se limitan a atribuirlos a los Reyes Magos, que al clérigo no le merecen otra consideración que la de tres muñecos morunos dedicados a repartir juguetes, por mucha exégesis patrística que hayan procurado echarle encima.
Como a Lorre le sobra el dinero, que para él representa -qué suerte- una materia grosera, puso en marcha un mecanismo de indagación de los canales del hampa que, tras varias espirales, le condujo a Sam Benítez.
Sam se entrevistó con Lorre en el refugio que tiene el clérigo en Middle Paxton. Según me aseguró Sam, en toda su vida había visto un cadáver parlante tan cadáver y tan parlante como Lorre. «Estaba bien pinche jodido el viejo, güey.» Aprovechándose tanto de la obsesión mística de Lorre como de su desprecio místico por el dinero, Sam le sacó cuanto pudo, que fue bastante, y le aseguró al clérigo que en menos de dos meses tendría en su casa las reliquias colonienses. Al no poder saber cuáles de las reliquias del lote correspondían a Jesús y cuáles a los ladrones que le flanquearon en el Gólgota, Lorre insistió en que quería el lote completo, como era lógico y como lógico le pareció a Sam, que se comprometió a entregarle la mercancía completa e intacta.
Pero entonces…
Pero entró en danza entonces el llamado Tarmo Dakauskas, que resultó estar a sueldo del Vaticano, pues habían requerido allí sus servicios en vista de la ola de expolios que estaba extendiéndose por toda Europa, fenómeno que el cónclave de cardenales dio en atribuir a un rebrote de las sectas satánicas, que siempre han exhibido como trofeos de guerra los objetos sagrados obtenidos por el pillaje, a la vez que presumen de divertirse profanándolos. (Se cuenta por ejemplo que, en una ceremonia llevada a cabo hace un par de años en la isla de Formentera, unos satanistas marselleses, tras realizar actos impuros en una playa a la luz del plenilunio, se lavaron los genitales con la esponja con que santa Práxedes limpiaba la sangre de los mártires en el siglo II y que habían robado esa misma mañana en la catedral de la Seu d'Urgell.) Lo que ignoraban los altos jerarcas vaticanos era el detalle de que el propio Tarmo Dakauskas estaba detrás de aquellos robos, con arreglo a la estrategia de crear un problema para poder buscarle solución.
Antes de que le diese tiempo siquiera a ponerse a estudiar el plan de actuación para satisfacer el encargo del clérigo Lorre, Sam Benítez recibió, en fin, una llamada de Tarmo Dakauskas. El estonio le propuso que, a cambio de una cantidad de dinero considerable, trabajase a su mando para evitar un golpe en la catedral de Colonia, ya que tenía constancia de que un botarate siciliano llamado Montorfano le había encargado a Leo Montale la organización de un robo masivo de reliquias, entre las que se contaban las de los magos de Oriente. Con arreglo a sus desarreglos ocasionales de entendimiento, Sam aceptó. «Era mucha lana, güey», y no pude dejar de sonreír. «Pero me arrepentí enseguida.» Le pregunté si Abdel Bari trabaja para Montorfano. «Eh, loco, ¿quién te ha dicho esa pendejada?», y le respondí que Tarmo Dakauskas en persona. Hubo unos segundos de silencio. «Mira, compadre, déjame que te diga, ¿va? Tu Tarmo Dakauskas no es Tarmo Dakauskas.» Y me quedé más mudo que el hielo.
«Lo que intento decirte es que el Tarmo Dakauskas que conociste en Colonia no es el verdadero, güey, sino un operario suyo. Un impostor autorizado, ¿comprendes?» Y, por raro que parezca, creí comprender. «Tarmo no se mueve de Luxemburgo, pero reparte la chinga de tarmitos por el mundo entero, ¿va? Una especie de sistema de franquicias.» La esencia de aquella revelación resultaba bastante artificiosa, pero cosas más raras se han visto, de modo que asumí su complicación y su rareza. Para añadir rareza y complicación al asunto, Sam me informó de que, a la par que ellos, se sumó a la velada el falso ruso Aleksei Bibayoff, pseudónimo de Albert Savage, hijo del químico Louis Savage, que había heredado de su padre la presidencia de la Fraternidad de Heliópolis y, en consecuencia, la vigilancia del relicario de Colonia, morada de esa especie de monstruo de Frankenstein esotérico que montaron con los restos de Champagne, de Dujols y de Faugeron.
Si Sam no me mintió, parece ser que Albert Savage vive desde hace años en Rusia, dedicado a rentabilizar la marea de capitalismo que ha inundado aquel país, aunque cumple a rajatabla la promesa que le hizo a su padre en el lecho de muerte: mantener cohesionada la Fraternidad y velar por la custodia de los restos de sus tres correligionarios. Se supone que este Savage se desplazó a Colonia en cuanto Sam Benítez, conocedor de lo que de verdad alberga el relicario coloniense, le avisó -previo ajuste de los honorarios, porque Sam no da puntada sin hilo- de la operación que Montorfano le había encomendado a Leo Montale.
Читать дальше