Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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El relicario medieval quedó maltrecho a causa de la explosión, pero no acabaron ahí sus desventuras. Unos campesinos que corrieron hacia el lugar de la desgracia no tardaron en percatarse de dos extremos, a saber: que los ocupantes de la furgoneta estaban muertos y que su carga era muy valiosa. Los campesinos, tras una breve deliberación, llegaron al acuerdo de que los difuntos eran unos saqueadores y de que aquella enorme maravilla que transportaban, sin parangón para sus ojos aldeanos, era fruto del pillaje, frecuente en aquellas fechas de anarquía. Quizá con arreglo a esa máxima de moral dudosa según la cual el que roba a un ladrón tiene un siglo de perdón, los campesinos decidieron trocear el relicario para repartírselo, y así lo hicieron, con herramientas toscas y con tosca codicia, pues tal vez no haya cosa que ciegue más a los humanos que la refulgencia del oro, y por oro dieron aquella plata dorada.

Cada campesino se fue a su casa con su fragmento de relicario y con una vaga sensación de haber cometido un sacrilegio, porque a la conciencia sólo se la puede engañar hasta cierto punto.

El propietario del granero en que se llevó a cabo el despiece del relicario se encontró con un botín extra: tres rulos de brocado, con ataduras de cordón de seda, que, una vez desenvueltos, dejaron ver un rebujo de huesos y tres cráneos, lo que agradó poco a la sensibilidad del campesino en cuestión, tendente por cultura y naturaleza a los pánicos supersticiosos relacionados con los difuntos. De modo que el campesino, a falta de mejor arbitrio, decidió inhumar aquellos restos en un prado apartado de su granja, con lo que se le quedó más serenado el pensamiento.

Pero quiso la fatalidad, tan caprichosa, que justo en el lugar de aquel enterramiento se atrincherasen unos soldados alemanes, y quiso poco después que estallase allí mismo un obús de mortero lanzado por el enemigo. La explosión dejó semidescubiertas las reliquias, aunque milagrosamente íntegras, pues no pudo la artillería con ellas, privilegio que la suerte negó a los soldados que allí intentaban resguardarse de la mano larga de la muerte.

Cuando la infantería aliada pasó por aquel prado en misión de rastreo, un soldado norteamericano, de nombre James Laughton, entrevió los rulos de ricas telas, ajadas por el paso de los siglos, y, advertido instintivamente de su valía y antigüedad, decidió cargar con ellas como recuerdo, por ese síndrome de souvenirismo que afecta a la soldadesca, quizá para ilustrar con fetiches los cuentos que habrán de componer en la vejez. A la hora del descanso y de las confidencias, James Laughton mostró el hallazgo a dos amigos suyos, de nombre John Berry y Peter Connolly.

Se dio el caso de que el soldado James Laughton resultó ser de temperamento fantaseador, proclive a los enredos mistagógicos, e improvisó para sus amigos una leyenda según la cual el contenido de aquellas mortajas correspondía a tres héroes nibelungos muertos en batalla, y sus custodios estarían a salvo de peligros, ya que las reliquias tenían rango de talismán, al actuar aquellos desventurados de ayer como protectores de los guerreros de hoy, para así librarlos de la suerte que corrieron ellos entre las brumas ensangrentadas de la Edad Media, pues se ve que no tenía miedo el soldado Laughton a las distancias históricas.

Una vez contada la jácara, regaló a cada uno de sus camaradas un rulo de aquellos, y con el restante se quedó él. Comoquiera que todo soldado está predispuesto a aferrarse a cualquier superstición benéfica, por esa cosa malaje de rozarse a diario con la muerte, Berry y Connolly cargaron con aquello en su mochila hasta el fin de la contienda, y con aquel fardo volvieron los tres infantes a sus hogares, que se hallaban respectivamente en Memphis, en Nashville y en Louisville.

Pero si bien aquellas reliquias les habían protegido en sus escaramuzas bélicas, se tornaron objetos de desgracia en su vida como civiles. Tanto Laughton como Berry y Connolly, que habían perdido el contacto entre sí después de obtener la licencia, comenzaron a padecer ulceraciones y estigmas purulentos en pies y manos, y su salud mermaba por minutos, pues envejecían en tres meses lo que se tarda tres años en envejecer. Al principio, cada uno de los ex combatientes atribuyó aquel infortunio a una enfermedad de las tantas que inventa el cuerpo para labrarse su propia ruina y, ante la falta de diagnóstico, que los médicos se veían incapaces de darles, alimentaron la esperanza de una curación espontánea, que es ilusión común a los enfermos incurables. Pero, en vista de la desmejoría vertiginosa que se cebaba en los antiguos soldados, sus médicos respectivos (impotentes para aliviar siquiera aquella rara afección, pues las ulceraciones no cicatrizaban, a pesar de que el médico de Berry hizo incluso que le enviaran extracto de chuchuhuasi desde el Perú) recomendaron a sus pacientes que elevasen un recurso a las altas instancias militares, por si pudiera tratarse de una dolencia derivada de su participación en la guerra, adquirida tal vez por contacto con materiales químicos experimentales. Así que los enfermos se buscaron sendos abogados y se puso en marcha el carrusel.

Por ser muy similares sus expedientes, los tres veteranos fueron citados a comparecer el mismo día ante un tribunal médico en un hospital militar de Washington D.C., y allí se reencontraron por sorpresa los antiguos compinches de trincheras, envejecidos los tres como por maleficio. Les pareció en verdad cosa de magia aquella coincidencia aterradora, a la vez que les afianzó en la hipótesis de que la patología que les devoraba tenía origen en su empleo como soldados, pues toda la campaña la hicieron codo con codo. Pero el tribunal médico que examinó a los tres jóvenes estigmatizados no atisbo siquiera la fuente de la enfermedad. Los resultados de los análisis eran los propios de personas sanas, e incluso uno de los médicos, metido a metafísico, llegó a decir con la boca chica que parecía tratarse de «una enfermedad ajena al organismo, una morbosidad autosuficiente que ni siquiera necesitaría el cuerpo de los pacientes para desarrollarse», a pesar de que los tres soldados se consumían por horas.

Los abogados, con todo, exigían indemnizaciones cuantiosas para sus clientes en calidad de mutilados de guerra, y se hicieron más fuertes como triunvirato una vez que descubrieron una secuencia lógica y común para el mal que aquejaba a los tres jóvenes, que ya en nada lo parecían. Y en eso anduvieron durante varios meses: los enfermos agostándose, los abogados procurando rentabilizar la Ley y los médicos militares lavándose las manos, según suele decirse.

Como ni los abogados ni los médicos lograban avanzar gran cosa, los tres ex combatientes moribundos, que seguían en observación en el hospital militar de Washington, recurrieron a la vía espiritual y, por sugerencia de Laughton, requirieron la asistencia del reverendo Spoonful, prenda y prez de la iglesia episcopaliana, autor de dos libros de éxito: uno sobre los milagros en el siglo XIX y otro sobre los milagros en la primera mitad del siglo XX.

Durante el encuentro, aquel trío de desfallecientes narró al reverendo, entre otras muchas hazañas, el episodio de los restos mortales encontrados en las cercanías de Colonia, y Spoonful, que en el fondo tenía más fe en lo sobrenatural que en los fundamentos de la naturaleza, intuyó que de ahí podía arrancar la trama de sus desdichas.

Los enfermos, por indicación de Spoonful, pidieron a sus familiares que les hicieran llegar al hospital aquel estrafalario botín de guerra, y así fue. Tras olerse su origen sacro, el reverendo inició pesquisas en la diócesis de Colonia, desde donde no tardaron en revelarle la trascendencia del asunto -aunque sin entrar en detalles- y en urgirle su devolución, pues en la catedral seguía exhibiéndose el relicario, una vez recuperado de las garras de los campesinos y restaurado primorosamente, aunque en su interior sólo se hallaban las reliquias de santa Úrsula -asesinada por negarse a contraer matrimonio con Atila, rey de los hunos-, que fueron depositadas allí por considerar el arzobispo coloniense que era una tomadura de pelo el que los fieles oraran frente a un chirimbolo vacío, y durante todos esos años, en la Noche de Reyes, colocaba en el frontal del relicario tres calaveras de pasta, compradas en una librería científica, que retiraba al día siguiente con el remordimiento de haber montado un guiñol grotesco en suelo sagrado.

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