Felipe Reyes - Mercado de espejismos

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Premio Nadal 2007
Una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas.
Corina y Jacob han vivido siempre de la organización de robos de obras de arte. Cuando se dan por retirados de la profesión a causa de su edad avanzada y de la falta de ofertas, reciben un encargo imprevisto por parte de un mexicano libertino y de tendencias místicas que sueña con construir un prisma para ver el rostro de Dios. El encargo consiste en llevar a cabo el robo de las presuntas reliquias de los Reyes Magos que se conservan en la catedral alemana de Colonia.
A partir de ahí, Benítez Reyes traza una parodia sutil, aunque hilarante y demoledora, de las novelas de intrigas esotéricas, de su truculencia y de sus peculiaridades descabelladas. Pero Mercado de espejismos trasciende la mera parodia para ofrecernos un diagnóstico de la fragilidad de nuestro pensamiento, de las trampas de la imaginación, de la necesidad de inventarnos la vida para que la vida adquiera realidad. Y es en ese ámbito psicológico donde adquiere un sentido inquietante esta historia repleta de giros sorprendentes y de final insospechado.
A través de una prosa envolvente y de una deslumbrante inventiva, Benítez Reyes nos conduce a un territorio de fascinaciones y apariencias, plagado de personajes insólitos y de situaciones inesperadas.

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Marta y yo aún estamos en una especie de periodo neutral, en esa fase de toda relación amorosa en que nadie es exactamente quien es, sino un amable impostor, una versión dulcificada y atenuada de sí mismo, con el carácter a ralentí, exhibiendo el plumaje. Luego, como es lógico, llegará el momento inaplazable de ser quien sin remedio somos, con todo nuestro fardo de contradicciones disfrazadas de convicciones, con nuestro desordenado equipaje de tiempo, y ese es siempre el periodo delicado. A partir de ahí, el modo en que la otra persona se lleve a la boca una simple aceituna puede ser decisivo para disipar el hechizo.

«Huye saberlo que será mañana», recomendaba un clásico. De momento al menos -porque lo que vaya a ocurrir dentro de un rato quién lo sabe-, no he caído en el error de casi todos los amantes inexpertos: pretender vislumbrar el futuro, malabarismo psicológico que sólo aporta desazón a quien lo practica, sobre todo si se tiene en cuenta que el único futuro cierto es la muerte del cuerpo -eso por descontado- y también la muerte metafórica y progresiva de todas las ilusiones que vamos almacenando en el cuerpo hasta un segundo antes de morirnos. (Y es que incluso el hecho de desear la muerte puede considerarse una ilusión.) Pero esa muerte metafórica anda aún olvidada de nosotros, y que en su palacio gélido se quede.

Hablamos de esto y de aquello, sin mucho rumbo, de aquello y de esto, de cualquier cosa que no seamos estrictamente nosotros, de cualquier cosa que no nos obligue a tirar del hilo de nuestra vida. En las parejas de jóvenes, ambos procuran saber todo lo posible del otro en el menor tiempo posible, porque necesitan conocerse, aunque apenas custodian secretos todavía y haya poco que conocer; en cambio, se ve que los adultos, cuando se emparejan, procuran saber lo indispensable del otro y saberlo lo más tarde posible, tal vez porque nos asalta la sospecha de que cuanto más sepamos, peor. De modo que ahí estamos: en el país encantado de las palabras que van y vienen sin dejar huella alguna, de las frases que se olvidan antes de terminar de ser formuladas. (El espectro del pobre Coe, por ejemplo, no aparece jamás en nuestra conversación, aunque Marta sigue llevando siempre alguna prenda negra.) Estamos en la fase musical, por decirlo de algún modo. En una fase en que las palabras suenan, pero no significan gran cosa. Ambos sin pasado aparente y sin futuro que nos urja. En el presente puro, hijo pródigo de la nada. Precavidos. Y es posible que un poco aterrados. Pero bien.

Le prometí a tía Corina que no volvería a hablar del asunto de Colonia, pero resulta difícil mantener una promesa, ya que el hecho de mantenerla exige a veces una negación artificiosa del fluir de los acontecimientos. Y se han producido acontecimientos.

Según me contó Gerald Hall cuando me llamó para acusarme recibo del lote de curiosidades de Marcos Travieso, el Penumbra sigue vivo. «Ayer mismo estuvo aquí para intentar venderme unos manuscritos falsos de Thackeray.» No hace falta que les diga que, nada más colgar el teléfono, llamé a Sam Benítez, aunque en vano, y al día de hoy no he podido hacerme con él, aunque mi interés por localizarlo no consiste en obtener ningún tipo de explicación, privilegio al que no aspiro, sino en insultarlo un poco, porque estoy hecho a la idea de que los entresijos de esta historia van a quedarse sin desvelar, lo que sin duda le resta prestigio como tal historia. Si los cadáveres comienzan a resucitar antes del día del Juicio, me confieso impotente para encajar ese fenómeno en mis parámetros de realidad, y más aún si nadie está dispuesto a rebajar un poco ese tipo de prodigios con explicaciones razonables, que para casi todo las hay, por más que digan los defensores del caos y de la inconsecuencia.

Telefoneé luego al Penumbra, pero me salió una voz femenina que me aseguró que ese número de teléfono se lo habían dado hacía menos de un mes.

¿El Penumbra vivo? Y empezó a dolerme la cabeza.

Se me olvidaba referirles que, mucho antes de todo eso, llamé también al profesor Macario cuando regresó de sus vacaciones marroquíes. «La historia del Hermano Llagado es tal y como te la conté, Jacob, aunque seguro que tu padre, para llevarme la contraria, defendería otra versión indefendible. Precisamente, el otro día oí por una cadena internacional de radio que Lorre había muerto, pero no de vejez ni a consecuencia de sus llagas, sino de un reventón orgánico. Se metió un surtido de estupefacientes, así que puedes imaginarte cómo se le pondría por dentro la cabeza, que de por sí ya era de catálogo. El cuerpo del cura era el supermercado de la droga, según el forense.»

(«La vida sólo se parece a la vida», me susurra una voz interna. Pero sigo con lo mío, sin levantar siquiera la cabeza del papel. «Cuéntale a Lolo Letaud tus aventuras y que ya luego él las adorne con extraterrestres, con aleaciones de metales desconocidos y con cardenales homicidas», me dice otra voz burlona. «Sal a pasear. No pisas por buen mundo», me recomienda una voz severa. Hasta que el propio sonido de mi pensamiento acalla ese coro de voces intrusas, y prosigo.)

Una noche en que tía Corina salió con las viudas, llamó Leonardo Fioravanti, que de manera educada me exigió el pago de la deuda. Yo daba por hecho que Sam Benítez la había saldado hacía meses, porque meses hacía que me había enviado la cantidad equivalente que me prometió en concepto de indemnización por los trastornos y gastos que nos ocasionó la aventura alemana.

Si tienen ustedes tiempo, les rogaría que consultasen en el diccionario de Collin de Plancy la entrada DOBLÓN VOLANTE. (Por si acaso no tienen tiempo, la transcribo: «Aunque los brujos de profesión hayan vivido siempre en la miseria, pretendíase sin embargo que tenían mil medios para enriquecerse, o al menos para evitar la indigencia y la necesidad. Entre tales medios se cuenta el llamado "doblón volante": una moneda que, tras ser encantada con determinadas palabras y hechizos, volvía siempre al bolsillo de quien la ponía en circulación, con gran provecho de los mágicos que compraban y con perjuicio grande de los mercaderes».) (Algo parecido, como ven, al dinero mutante que gastaba el ya mencionado Cornelio Agrippa.)

«La semana que viene le envío el dinero», le aseguré a Fioravanti tras pedirle disculpas por el retraso, que no tuve reparo en achacar a la informalidad de Sam Benítez, pues me aliviaba desprestigiarlo en la medida de mis posibilidades, por esa virtud que tiene la mezquindad de camuflarse de sentido de la justicia. «¿Has hecho negocios con el mexicano últimamente?» Y le conté una versión resumida del episodio de Colonia. «Pero, bueno, ¿tú no sabes que Sam Benítez trabaja desde hace años para los veromesiánicos de Catania?»

Según Fioravanti, los veromesiánicos de Catania, cuya cabeza y corazón es Giuseppe Montorfano, se hacen pasar por unos católicos que alimentan el empeño de regresar a la fe primitiva, aunque en realidad son unos millonarios aburridos que se distraen organizando fechorías alrededor del mundo. «Chantajean a científicos para que publiquen informes falsos, roban reliquias para profanarlas, contratan a dementes para que destruyan cuadros en los museos, recluían a islamistas patosos para que cometan atentados, envían mercenarios a países en guerra para que añadan atrocidades absurdas a las que se producen de por sí en cualquier guerra, ofrecen recompensas a pirómanos, crean empresas en internet para vender falsificaciones de fármacos que acaban envenenando a los clientes, encargan asesinatos absurdos y dejan pistas falsas para reírse de la policía… Así son los veromesiánicos de Catania, y hay decenas de ellos repartidos por el mundo. Dicen que la propagación del mal y de la desgracia es una forma de redención, pero en el fondo lo que hacen es divertirse, porque han elegido al resto de la humanidad como bufones.» Me permití sugerir que se trataba de una especie de nihilistas. «Más bien una especie de hijos de la grandísima puta», me corrigió. Aquello, como no hace falta precisar, me sonaba un poco a paranoia de vejez de Fioravanti, que tanto lleva corrido, aunque nada más lejos de mi ánimo que el ponerle en duda su relato, por haber sido educado yo en el respeto a los mayores. Aun así, no pude dejar de comentarle que me extrañaba que Sam perteneciera a esa secta, ya que no casa con el mexicano la predilección por universalizar la desdicha -que al fin y al cabo se universaliza sola-, al ser él de natural atolondrado y poco amigo de la reflexión, blablablero y tramposo, sí, quién lo duda, aunque partidario de la alegría y de corazón de fondo amable, a pesar de que haya que estar perdonándole demasiadas cosas en demasiadas ocasiones. «Benítez organiza diversiones para ellos, pero está fuera de la secta. No tiene dinero suficiente para estar dentro.»

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