– Por poco la pringan.
– Calla.
Nos despedimos de Laurentino con un fuerte apretón de manos, quedé con Jovino notando en las oscuras aguas del Sil, la sensación de soledad se acentuó con el silencio, tan sólo el rumor de las hojas de la chopera, los pájaros y las ranas, después un gallo en un corral lejano y las primeras claridades del alba todavía muy al este, empujaba la pértiga y el suave deslizarse de la madera sobre el cauce fluvial me hizo añorar el sueño de un viaje imposible con Olvido cruzando otras aguas más anchas, saladas y azules, el mar me atraía como símbolo de la libertad absoluta, en su acogedora grandeza no cabía la nimiedad del problema de un apellido, los dos a solas en una balsa a la deriva en una eterna luna de miel, náufragos de por vida, pero juntos.
– Conduce tú, estoy agotado.
Mal tenía que andar Jovino para reconocer un desfallecimiento, me preocuparon su palidez y sus pocas ganas de hablar, trepé al volante y le abrí la portezuela, subió con cierto esfuerzo arrastrando la pierna izquierda, suspiré, la suerte estaba echada, abandonábamos el infierno, pero no hay que nombrar a la suerte en vano, la prueba es que en ese preciso instante, rompiendo el esquema previsto, en el interior de la herrería sonó un disparo de revólver.
– ¿Qué ha sido eso?
– ¡Vámonos!
Arranqué y el Ford sonó a la seda, por algo había elegido el LE-4082, salimos del sombrajo, atravesamos la cuneta y sus ruedas pisaron el asfalto. Amanecía.
A eso de las doce a Manuel Castiñeira le dio un pálpito, se incorporó y supo con plena certeza que aquélla era su noche, abandonó el pajar de los Perrachica, en donde le dejaban dormir sin cobrarle ni siquiera los cinco céntimos, y salió al monte sacudiéndose brizna a brizna el sueño que aún le atenazaba, licántropo sin luna llena caminó decidido en dirección a no sabía qué lugar, pero seguro de dar con él, aquélla era la noche de su venganza, las estrellas se habían retirado horrorizadas y la oscuridad se congelaba en un escalofrío tras otro, las vértebras de su columna, las desviadas a golpes, le dolían de forma estimulante, le orientaban con la eficacia del radar de los murciélagos, a Lolo, el Puto, según se le doblaba más y más la espalda a causa de la última paliza recibida en el cuartelillo de Oencia, se le enderezaba el instinto de conservación, iba loco a golpe de corazonada y ésta le decía a gritos que era la noche ideal para acabar con el apaleador, su hermano había sido un tipo grande, le regaló un Colt Marshall de seis tiros y un puñado de balas del 45, las había probado y todas servían, no olvidaría sus cariñosas palabras.
– Toma, gilipollas, si te pegan otra vez es porque te gusta el jarabe de palo.
– No me cogerán vivo.
– Haz lo que quieras, pero antes tírale a la cabeza, es lo que no falla.
Un gran tipo el Charlot.
– Le tiraré a la cabeza. Gracias por el revólver, me gusta.
Desde entonces lo llevaba encima como si fuera un escapulario, colgado del cuello con una cinta que le llegaba al ombligo, sabía muy bien en quién lo estrenaría, no era tan tonto, distinguía a la perfección entre quién le daba de comer y quién le daba palos, y ésta era la noche de hacer diferencias.
– ¿Has visto algo?
Se detuvo a escucharlos.
– Ha vuelto a pasar uno con una caballería.
– Vamos a peinar la zona hacia arriba, despacio, sin precipitarse.
Era Lisardo, el jefe de la Brigada del Gas, quien le daba las órdenes a otro, un desconocido, no se había equivocado, por donde rondaba el Gas no fallaba su ángel de la guarda. Lolo, jorobeta y famélico, se movía como nadie por aquellos andurriales, los espió como quiso, adelantándose a ellos y dejándose sobrepasar a voluntad, sólo muerto de varios días podrían localizarle y eso por el tufazo. Cuando se desató la batalla alrededor de la cueva de La Meona les dio un buen susto, disparó a bulto, al azar, no se fiaba de su puntería pero sí del efecto de un ataque por la retaguardia, se rió como un loco satisfecho, logró dispersarlos, por fin alguien le tenía miedo al Puto, pero la diversión no le duró, gastaba demasiada munición en balde, se hacía un lío cargando a oscuras y se quemó el índice derecho por meterlo por donde no debía, volvió a triscar por el monte, ahora siguiendo al Ausencio que tiraba de un pollino como si le fuera en ello el alma, qué tío, ni el Genadio Castiñeira, estranguló a uno que le apuntaba con una escopeta como quien lava, le siguió hacia lo de los fierros y allí se hizo la luz, le iluminaba como a un santo de retablo, así lo distinguió señalando su cabeza los rayos del odio, aureola que no se le iba a despistar, tricornio con insignia de cabo, se le aproximó con pasos y mirada de lince, tan cerca como para que un niño de pecho no fallara la puntería, aguardó su oportunidad, nadie podría distinguirle entre las cómplices sombras, no se sentía capaz de acabar con tres a la vez y al maldito le acompañaban dos números, no quería volver a ser apaleado, paciencia, cuando los que salieron a cargar el camión decidieron inesperadamente montar y darse a la fuga, el Mediocapa se puso frenético, se conoce que esperaba más sacos de wolfram.
– ¡Tú, síguelos con la moto, corre a por ella, hostia, que se largan!
– A la orden.
– ¿Y tú?, ¿qué haces ahí de mirándola? Corre a la centralita del pueblo y da la alarma, si movilizan a los de tráfico no pueden escapar.
– Los cazamos, cabo, tranquilo.
Mediocapa, al quedar solo, se insultó por no haber concentrado allí al resto de sus hombres, pero nadie es perfecto, se dijo, sospechaba de otras dos localizaciones y el retén era limitado, maldita sea, ya no podía decomisar la partida a favor del Gas, una vez dada la alarma el teniente Chaves entraba en juego y ése era un puro que sólo pensaba en la caza de fugitivos, por nada del mundo se hubiera arriesgado a sobornarle, de todas formas con algo se habrán quedado los Mayorga, se van a enterar de lo que vale un peine, voy a visitarlos.
– ¡Te espero ahí dentro!
Mediocapa salió a campo raso y Manuel Castiñeira no tuvo más que apretar el gatillo.
– ¡Muérete, cabrón!
El cabo siguió andando hacia la puerta de la herrería y Lolo se desplomó doblado sobre sí mismo, la espina dorsal se le ángulo un palmo más y gruesas lágrimas rodaron por las ásperas mejillas de una noche en blanco, no servía para nada, un niño de pecho no hubiera fallado, y eso que tiró al cuerpo en vez de a la cabeza como le aconsejó su hermano, le volverían a golpear y con razón, era un tonto inútil, lo suyo no tenía remedio, ni siquiera se molestó en huir.
– Virgen del Perpetuo Socorro…
Mediocapa imploró a la intercesora del Altísimo porque sabía a ciencia cierta que le habían cazado, sintió el golpe en la espalda y la vida escapándosele como el aire en un balón pinchado, su fuerte naturaleza se resistía por instinto a caer al suelo y le obligó a seguir caminando hacia la puerta, no razonaba, en su cerebro se repetía de nuevo el gruñir de un motor en marcha, el camión volvía a fugarse, ahora al otro lado del río, no puede ser, qué más da, algo penetraba por su espalda y se alojaba muy cerca del corazón desgarrándole las entrañas, ahogándole en su propia sangre, con un supremo esfuerzo aún pudo golpear con el llamador, mano de hierro empuñando una bola maciza.
– …abran, por favor.
Abrió Laurentino la puerta esperándose lo peor y su sorpresa fue mayúscula, otra noche tenebrosa con la ley pidiendo paso, recordó la de Cadafresnas con Leonora y la niña en la cama, aterrorizadas por las termitas humanas que devoraban piedra a piedra su hogar y recordó el aire petulante de Mediocapa, espectador impasible, consintiendo el saqueo, le vio en pie, agonizante, y no pudo contener una sonrisa de asco y satisfacción, le servían la venganza en bandeja de plata, retrocedió unos pasos dejando entrar a aquel cuerpo odioso, reculó hasta apoyarse en el martillo neumático.
Читать дальше