Raúl Guerra Garrido
El Año Del Wolfram
© 1984
Arthur J. Goldberg.-¿Cómo explica el cambio?
Carlton J. H. Hayes.-Alemania necesitaba más del wolframio que de la División Azul, consintió en renunciar a ésta a cambio de que fuese pagada su cuenta por los voluntarios de dicha división y que el saldo a su favor se hiciese efectivo mediante los envíos de wolfram.
Arthur J. Goldberg.-Pero usted siguió comprando, ¿no es así?
Günter Weiss.-Ésa era mi misión.
Arthur J. Goldberg.-¿Hasta el final de la guerra?
Günter Weiss.-Sí, señor.
Arthur J. Goldberg.-¿No se había llegado mucho antes a un acuerdo?
Carlton J. H. Hayes.-Hasta el cuarenta y cuatro, la batalla del wolfram entre los alemanes y nosotros fue reñida y furiosa, lo cual no quiere decir que no se prolongara hasta el final, en realidad no fue un acuerdo.
Arthur J. Goldberg.-Puede saberlo mejor que nadie, ¿cuál era su empleo en aquellas fechas?
Carlton J. H. Hayes.-Embajador de Estados Unidos en Madrid.
Arthur J. Goldberg.-¿Y el suyo, señor Weiss?
Günter Weiss.-Adherido a las Minas del Eje.
Arthur J. Goldberg.-¿Puede concretarnos la situación geográfica de sus actividades?
Günter Weiss.-En el Bierzo, una región al noroeste de la península Ibérica.
(Departamento de Estado. Comisión de Refugiados Políticos. Especial Goldberg, pp. J518672 y 3. Washington, D. C, 1951.)
«Es wolfram», dijo el teniente, Eloy repitió la palabra, «¿wolfram?», recordaba eso y poco más, la escena fue demasiado rápida, si acaso otros dos momentos, cuando el semiembozado se abrió la gabardina como un exhibicionista, «bueno, si queréis saco el trabuco», en realidad una escopeta de cañones recortados, y cuando él empuñó la piedra ciego de ira. Así empezó lo del Seo.
Subían por el camino de Corullón para hacer el domingo en casa tras una agotadora semana en la recogida de la cereza, no eran tantos como para alquilar la camioneta, veinticinco dentro y tres en el baquet, carga mínima, así es que Turo, Arturo, el taxista, se la alquiló a los de Magaz, en la carretera general, un viaje más largo, fácil y rentable que el de subir a la montaña. Eloy no insistió, prefería darse la peonada de trepar a pie hasta Cadafresnas, se ahorraba un dinero y al atardecer, con las primeras sombras, calculaba se le presentaría la oportunidad de achucharla ya se vería hasta dónde, la chica tenía fama de favorable aunque ninguno presumía de habérsela zumbado, los comentarios no pasaban de un «la tuve a tiro», «a punto de caramelo», «casi». La moza se le mostró bastante favorable en el juego de «a que no alcanzas esa rama», subió tanto la pierna que la falda se le abrió mostrándole una buena ración de muslo y la muy aguantó la mirada sin cambiar de postura.
– Te la alcanzo yo.
– Estás casado, ¿verdad?
– A veces.
Por no decir un sí rotundo que la frenara, que estuviera casado no quería decir que el mealegrovertebueno no se le pusiera a todo nabo de vez en cuando, el nabo de Lugo, todas las veces se le ponía así.
– Los casados sois los más peligrosos.
– ¿Cómo lo sabes?
– No lo sé, para mí un casado está más frío que un muerto.
Pero al ayudarla a bajar del árbol con una cereza entre los dientes, provocativa, bien que se dejó rozar, fue todo un abrazo, notó palpitar su pecho contra el suyo y los dos fueron conscientes de ello, los que recogían alrededor vete a saber, Eloy decidió que subiría andando si ella tenía fuerzas y humor para hacer lo mismo, la muchacha era de Veariz y les coincidía parte del camino.
Subían los dos rezagándose poco a poco del grupo, doblaron la curva de Gorullón, el sol estaba ya muy bajo, media hora calculó Eloy para la puesta y decidió perder un poco más de tiempo en el mirador, un anfiteatro natural sobre el valle, ambos fingieron extasiarse ante la belleza de un panorama que se sabían de memoria, desde niños.
– Mira, es nuestra tierra.
– Lástima que no lo sea, es de sus dueños.
– La más bella del mundo, colinas de manso declive, huertos de esmerado cultivo, praderías de verdor eterno, sotos de frutales, las higueras de Canaán, los olivos de Atenas y las vides de Chíos.
– Qué cosas más bonitas dices.
Eloy recitaba el párrafo con el que le iniciaron en la lectura, en la escuela de San Palermo bendito, la letra con sangre entra, don Pancracio le enseñó a leer en el Bosquejo de un viaje a una provincia interior, de Gil y Carrasco, el primero y único libro que había leído en su vida y no completo, así de gordo, imposible.
– Muy bello, pero lo que no he visto jamás por aquí es un olivo.
Caminaban despacio, muy retrasados, la sombra de los árboles se alargaba cebreando el sendero, la ocasión se hacía propicia por momentos y, sin embargo, no llegó a cuajar por culpa de lo inverosímil, desde tan atrás pudieron contemplar la escena sin saber si participaban o no en ella, inmóviles por si acaso. Cuando de entre las zarzas aparecieron los asaltantes, Celia se abrazó a Eloy con fuerza y el hombre sintió el primer ramalazo de ira, no por el despojo de que podía ser objeto sino por la ocasión que irremisiblemente iba a perder.
– ¡Alto! ¿Quién va?
Se agolparon las respuestas.
– Gente de paz.
– De Cadafresnas.
– ¿Y quiénes sois vosotros?, ¿por qué nos dais el alto?
– Silencio, estúpidos -la voz era lo amenazante, no llevaba armas a la vista-, aflojar la bolsa, todo el dinero y sin hacerse el guapo.
– No puede ser, acabamos de cobrar y…
– Pues por eso, guapo.
– …lo necesitamos.
– Nosotros más.
Eloy trató de adivinar quiénes eran los asaltantes. El que los había interceptado era un desconocido de gabardina, el cuello alzado y la visera calada, abierto de piernas en mitad del camino en señal inequívoca de prohibido el paso, no ofrecía pista alguna, pero el segundo de ellos sí, a la orilla del veirón, entre dos luces, tenía un aire familiar, le sonaba su cara a pesar de la bufanda, los tres restantes, sombras sospechosas al otro lado de los matorrales, reforzando la amenaza sin intervenir, podrían ser sus hermanos que no había forma de saberlo entre la oscuridad y el embozo. Eloy siguió observando sin pestañear, no sabía si estaba localizado, si iba a perder la única paga desde hacía meses y los pechos de Celia.
– No te muevas, cariño.
Habló el de entre dos luces.
– Venga, tú, pasa la gorra que no estamos de fiandón.
Salió fuera del zarzal con un gesto característico, inconfundible, de película muda, era Charlot, Genaro Castiñeira, el huido de Fabero, contaban atrocidades de los huidos, peligrosísimo el llevarles la contraria, pensó Eloy, asustado cuando Tibur, el más joven de la cuadrilla cerecera, se opuso al despojo.
– ¿Y por qué os voy a dar mi dinero? Ni hablar, no me sale de los cojones.
– Bueno, si queréis saco el trabuco.
El desconocido se abrió la gabardina y sacó una escopeta de caza con los cañones serrados, eso explicaba lo de la gabardina, no había caído ni una gota en todo mayo ni soplaban ganas de lluvia.
La señora María, la mayor, no se sabían los años, pero muchos y aguantaba como un mozo, se erigió en portavoz del grupo.
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