Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Despierta, hemos llegado.

Estábamos en Quereño, en la plazoleta formada por la estación de ferrocarril, una hilera de chalets y el alargado edificio con el rótulo de «Economato de las Minas del Eje», eran las siete de la mañana.

– Jode, cómo llueve.

– Espérame aquí, voy a llamar.

– ¿Llevas la pistola?

– Cruza los dedos y deséame suerte.

La planta baja y los dos pisos del edificio estaban cerrados a cal y canto, golpeé con todas mis fuerzas y me asomé en vano a la espera de una luz en alguna de las ventanas, el agua se deslizaba por el cuello de la camisa empapándome hasta los calzoncillos.

– ¡Señor Monssen!

El canalón vomitaba sin cesar por la abierta boca de un estúpido fauno, en los jardines de enfrente las hortensias se doblaban al viento chorreando lágrimas de lluvia y una mimosa de precoces flores amarillas se agitaba a punto de perecer ahogada.

– ¡Eh! ¡Mister Schneuber!

Pasó un viejecillo con paraguas, cargando una lechera.

– Me parece que no abren.

– Oiga, ¿sabe usted dónde…?

Siguió su camino sin hacer caso a mi pregunta, puede que ni siquiera la hubiera oído. Me quedé mirándole y una insólita serenidad se apoderó de mi espíritu. Me volví hacia el Ford.

– Vamos al bar, nos sentará bien un café caliente.

– Necesito una aspirina, estoy que no me tengo.

Los bares de estación permanecen abiertos toda la noche, en ellos se descorren los tejados del pueblo y lo que no se sepa allí no se sabe ni en el confesionario. Me dio lástima la dificultad con que se desplazaba Jovino, parecía un zombi.

– ¿Te duele?

– En el bolsillo.

Febril, se derrumbó en un taburete, yo me acodé en la barra y se lo pregunté al tabernero.

– ¿Es que no abren los del economato?

– No creo.

– ¿Por qué lo dice?

– Hombre, todos los alemanes se vaporizaron unas horas antes de que en el parte anunciaran lo de Hitler kaput.

– ¿Y quién se ha hecho cargo de la tienda?

– Que yo sepa, nadie.

Punto final. A cero, ése era el saldo de un año de ahorro y esfuerzo en el wolfram, me volví hacia Jovino como si se tratara de una mañana de feria.

– ¿Qué hacemos?

– Yo, emborracharme.

Llovía en el bosque, llovía en la calle, la lluvia repiqueteaba con fuerza contra los cristales, pero sobre todo llovía desconsoladamente sobre nuestros corazones.

Capítulo 34

Mister William White entró en el chalet sacudiéndose la gabardina, llovía a cántaros, se quitó el sombrero y comprobó descorazonado el mustio aspecto de la pluma de faisán sujeta en la cinta, exacto paradigma de la jornada, el desplome absoluto de la organización, el último cablegrama se lo sabía de memoria, a partir de ya, y hasta llegar a destino, su responsabilidad era personal e intransferible, antes de cuarenta y ocho horas presentarse a Narciso da Silva en el hall del hotel Francfort, Rua de Santa Justa, en Lisboa, le proporcionaría el pasaje para Sao Paulo, Brasil, en donde debía sentarse en la terraza del restaurante As Pedras y esperar, si llegaba y esperaba sentado, tarde o temprano la nueva organización ultramarina le conectaría, si no… mejor no pensarlo, el idioma no le iba a presentar demasiadas dificultades, «o hotel mais frequentado de Lisboa situado en plena baixa», se había acostumbrado al medio gallego del Bierzo y el brasileiro difería poco del medio portugués, «salao de jantar no rez do chao, ponto do encontro».

– ¿Quiere tomar algo?

Aunque ya no tuviera remedio, la meticulosidad era congénita y repasó mentalmente los papeles comprometidos mientras ratificaba su ausencia cajón por cajón, el libro de claves, la agenda de direcciones, los documentos con nombres propios, cifras, volumen de negocio, compromisos firmados y sin firmar, todos cenizas en el brasero, quemados a conciencia en la camilla, uno a uno, quedaban las frivolidades de su individualidad esquizoide que bien podía relajar un tanto, ya no tenía remedio, la aguja del picú roturó una vez más Los preludios, poema sinfónico número 3 para gran orquesta, de Franz Liszt, cuatro situaciones distribuidas en cuatro movimientos internos, espressivo, tempestuoso, pastorale y marziale, la introducción a la segunda es la que quería oír para reconfortarse, su épica parafernalia sonó con insistencia durante los últimos años en todos los hogares de Alemania, sintonía precedente al anuncio por radio de una nueva victoria, Goebbels era excesivo pero eficaz, se le humedecieron los ojos, parecía imposible que las mismas notas volvieran a sonar alguna vez por la misma causa, se deslizó su personalidad desde el auténtico Alexander Easton, falso William White, muerto en combate si así podía decirse a la muerte de un civil espía, hasta el falso William White, auténtico Günter Weiss, un año difícil el del wolfram, contestó Carmen que le seguía solícita por toda la casa.

– Sí, prepáreme un té con leche, por favor.

Meticuloso hasta el último detalle, unas gotas de leche para precipitar los taninos.

– ¿Quiere unas pastas, don Guillermo? No ha comido nada.

La Pesquisa trataba de cubrir su nerviosismo con gentilezas.

– Gracias, Carmen, no tengo apetito.

Un tipo movido el ingeniero escocés Alexander Easton, alias White, desde joven en busca de aventuras, se le localiza por primera vez en el 17, excavando a mil millas de La Meca con la Anglo Arabian Oil, por poco le declaran prófugo, tenía la carta conminatoria de A. E. Training Centre Irvine, Scottísh Group, para su alistamiento inmediato, aparece tras el paréntesis de la Gran Guerra montando con la Hispanoinglesa de Construcción el tinglado metálico del puerto de Almería, le entró la fiebre minera y se asienta, es un decir, sus señas son de una intermitencia asombrosa, deambula por Galicia con afanes de topo, lo sabe todo del subsuelo que pisa, de ahí que reclamen sus servicios a través de la United Kingdom Comercial Corp (Spain) Limited para contrarrestar la influencia alemana en la zona, ni un átomo de wolframio a los boches es el lema, y claro, tuvo que morir, sin tumba reconocida, en la huerta, el cuerpo de buena persona resulta un abono más recomendable que la mezcla de cal y nitrato de chile, por algo dan los mejores melocotones del mundo, dos árboles hermosísimos de los que se tiene que despedir como de su propia vida, los naturales de Hamburgo no existen, borrados del mapa, resucitaría en Sao Paulo, si resucita, sin familia, sin hijos, sin mujer, perdóname, Helga, no soy yo, ¿cuándo conoció su doble a Maude?, ¿en qué lapso de sus correrías?, le preparó un hogar con el detalle del piano para su pasión melómana, un hogar que no llegó a serlo del matrimonio, después quemaría sus recuerdos, las partituras, la foto obsesiva, no escribiría a Chester, la villa se la prometió a Ausencio y si él callaba nadie podría desenmarañar el hilo que conducía de Chester a Carracedo, de las casitas Tudor a las de techo de pizarra, loca gente la berciana, loca por las minas empezando por la insaciable fiebre del oro, se acumulaban leyendas pero también informes, disponía del artículo del Financial Times que había espoleado a Easton, «The Neglected Gold Fields of Northern Spain», todas las muestras que había mandado analizar el escocés daban oro, ay, en cantidades irrisorias, wolfram aparte lo que allí había era carbón y hierro, de lo que deberían ocuparse los bercianos era de su suelo, pero la fiebre agrícola no les iba, como buenos españoles querían la fortuna a una carta, se la juegan a cara o cruz a las chapas y sus pies pateaban un terreno rico como ninguno, que respondía generoso al menor estímulo, le hubiera gustado asentarse aquí de forma definitiva, después desmontaría la radio y asunto concluido.

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