– Escucha, Olvido, júrame que lo que te voy a decir no se lo repetirás ni a tu madre. A tu madre menos que a nadie.
– Te lo juro.
– Don Ángel también era mi padre.
Una revelación terrible y estúpida, quien no se lo tenía que haber dicho a nadie era yo y a ella menos que a nadie, podía haberla engañado, con callarme la boca y si no me lo dijiste porque no me preguntaste, asunto resuelto, pero no se puede asentar el amor sobre una mentira, sobre el pecado sí, debería sobreponerse a la superstición religiosa del infierno y a la biológica de los hijos te nacen tontos, la primera con raciocinio, la segunda con no tenerlos se acabó, me volvería loco si seguía pensando en ella.
– Podríamos vivir juntos, como hermanos.
Después de catar el sabor de su piel imposible, quería poseerla, era el broche de todo amor y mi deseo nada tenía que ver con la cínica expresión del bueno de Jovino, las pasiones eternas duran una noche y a veces ni eso, un polvo y basta, mi amor sí era eterno, pero debería ceñirme a lo que estaba, ni siquiera yo había roto el cerco, lo intuí, me asomé por entre las orejas de Pancho y lo confirmé sin necesidad de verlo, al otro lado de la vaguada un bulto me cerraba el paso, paciencia, a ver quién engaña a quién.
– ¿Qué va a ser de nosotros?
No se lo decimos a nadie, nos casamos y en paz, y si te preocupa el sacrilegio nos amontonamos y en mayor paz, eso debería haberle dicho y no el hipotético aguárdame, si regreso con vida decidiremos, me quería pero jamás tomaría una decisión tan radical y en contra de sus principios, me lo confirmó en la despedida, se negó a darme un beso, nos quedamos juntos, tan próximos y lejanos, debería concentrarme en el rumor de la fronda, el aire restallaba con los latidos de mi corazón, no podía localizarle pero estaba seguro, una persona estaba al acecho, aguardándome, mi instinto privilegiado en razón del absurdo de la noche no me podía fallar, sin embargo no delató la presencia de quien me susurró por la espalda:
– A quien Dios se la dé…
– Si no llegas a decirlo te vuelo la cabeza.
Lo dije sin caer en la cuenta de que hubiera sido él quien me la hubiera volado, era Villa, por eso no funcionó mi privilegio, por innecesario con los amigos, su aspecto era lastimoso, una máscara horrible la del tizne corrido por sangre, sudor y quizá lágrimas, puede que la mía fuera igual de truculenta, Villalibre de la Jurisdicción era un nombre absurdo, pues no indicaba de qué leyes estaba exento, decían que de los diezmos del abad de Carracedo, tan absurdo como que reflexionara sobre el nombre de un pueblo en tan anómalas circunstancias mientras él trataba de contarme lo sucedido, le fallaba el aliento.
– Nos rodearon los del Gas… localizaron la cueva y se organizó un tiroteo de puta madre… ríete de lo de Belchite… menos mal que los atacaron por la retaguardia, eso es lo raro, otro grupo, un error, vete a saber… calculo que no más de un pareja y no de civiles precisamente, que esos cabrones están de su parte… lo aprovechamos para salir de najas.
– ¿Ha caído alguien?
– Que yo sepa no, se quedó Jovino…
La tierra se agitó bajo nuestros pies, acto seguido la explosión sonó como una bomba de treinta kilos y nos ahorró la conjetura de por qué se había quedado Jovino en la cueva, La Meona con el secreto de sus cofres volaba por los aires, quien venga detrás que arree, habría murmurado al encender la mecha, los negros nubarrones reflejaron por un instante el fogonazo, luego la oscuridad se atenebró aún más si es que eso era posible, pero algo vibró en la húmeda atmósfera anunciando el peligro del amanecer con el asustado aleteo de los gorriones, no podíamos regalar más tiempo al equipo contrario.
– Ahí enfrente hay alguien, voy a por él.
– Te cubro.
– No, aprovéchate y baja hasta el río.
Salí con paso tranquilo tirando del ronzal de Pancho, junto con su agrio sudor lancé una mirada al bulto obsesivo y vibrátil que resultó, en efecto, pertenecer a un cuerpo humano, sus brazos levantaron el arma haciendo puntería, pero ya mis ojos, espejos sin azogue, habían absorbido su luz haciéndole ver lo primero que pasó por mi imaginación, cualquier cosa como ocurre cuando se contemplan las formas caprichosas de las nubes, un rostro de mujer o un animal dantesco, la siniestra boa se deslizó entre mis piernas encarnando el absurdo nocturnal en que vivíamos, había perdido sus colores brillantes y era un tubo infinito, negro, fétido y elástico, manguera recauchutada perdiendo petróleo, tinta de calamar, roturando el paisaje con sus infinitas patas se dirigió al bulto ya inequívoco, contuve la carcajada, era Pepín, el Gallego, el de la navaja cabritera, una vez más sometido a mi encantamiento, maleficio en el que ni yo mismo creía, no pudo reaccionar, le apreté la garganta y sus pupilas reflejaron más que miedo el asombro de enfrentarse tantas veces a lo inverosímil, hubiera podido estrangularle pero le dejé sumido en los anillos de la constrictor, no soy un asesino, seguí mi cuesta abajo tirando del fiel Pancho.
– Ánimo, ya falta menos.
Descubrí la silueta de la herrería, el barracón adjunto, el carro auxiliar de la barcaza y comprendí que, por desgracia, al riguroso luto de la noche le llegaba el alivio del amanecer, también descubrí la silueta inconfundible de tres o cuatro tricornios, no sé si los mulos corrientes pueden ir a galope tendido, Pancho sí, le azucé y volamos hasta el porche trasero en donde se almacenaba el mineral bajo el camuflaje de chatarra, una acción tan rápida que ni siquiera sonó un tiro.
– ¿Cómo estás?
Me lo preguntó Laurentino con el rostro desencajado, «bien», y dirigiéndome a Villa, detrás, sentado, recuperándose:
– ¿Y los otros?
– No lo sé, no han llegado todavía.
– ¿Habéis visto a los civiles?
– Son el Mediocapa y su mariachi -al Mayorga hijo le temblaba la voz, cualquiera sabe si de ira o espanto-, esperan que carguemos para echarse encima.
Por eso no me han disparado, deduje.
– ¿Han descubierto los Ford?
– Al de aquí, seguro, al del otro lado supongo que no.
– Bien. ¿Está René?
– Acojonado.
– No creo, es un veterano.
Entramos a la breve forja, René estaba comiendo un bocadillo con la parsimonia y buen apetito de costumbre, eso me tranquilizó. Expuse el plan de emergencia:
– René y Villa, vais a servir de cebo, hacéis una falsa carga en el Ford de este lado y salís zingando a todo lo que dé, tratarán de deteneros pero que lo hagan lo más lejos posible, eso nos despejará el campo, como no lleváis un kilo de wolfram tranquilos, de todas formas procurad que os sigan sin cazaros, como si fuerais a La Coruña y hasta que se acabe la gasolina.
Como previsión de fondos les di un fajo de cien sin capar, pero me sentí roñoso, ¿no íbamos a ser millonarios si la cosa salía bien?, añadí otro de mil, si la cosa salía mal de poco nos iban a servir los billetes sobrantes, el estímulo fue inmediato, se lo noté en la cara.
– ¿Y cuando se acabe la gasolina?
– Encerráis el camión en un garaje y os evaporáis unos cuantos días, si todo va bien la semana que viene se lo devuelve René al Arias, ¿de acuerdo?
– De acuerdo, sí, otra cosa es que salga la carambola.
– Venga, por pelotas que no quede.
Abandonamos todos la forja, ellos por la puerta principal, Laurentino y yo por la trasera que daba al Sil, nos dimos de bruces con Jovino, pálido, goteando sudor por las cejas, la suerte para quien la trabaja, nos fundimos en un abrazo y sin decir esta boca es mía nos pusimos a cargar la balsa. Oímos el motor de cuatro cilindros intentando ponerse en marcha, el corazón se me paralizó, estará frío y es cuestión de segundos el que les echen el guante, un nuevo intento fallido, nos miramos como tres estatuas incapaces de bajar del pedestal, gritos, altos, carreras, el motor aceleró poderoso, un tiro al aire, el motor no se detuvo y el camión arrancó, su reconfortante sonido se fue perdiendo hacia la nacional seis y nosotros reanudamos la carga.
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