Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Bueno, por dos motivos, el primero porque me gusta, el segundo, ¡qué cojones!, y el tercero te lo estoy explicando pero no lo entiendes.

Jacinto se dio por vencido, de uniforme no podía alternar con borrachos, «adiós y suerte», él jamás heredaría nada, ni siquiera deudas, de buena gana colgaría la ropa si tuviera otro oficio del que colgarse.

A Olvido los efluvios magnéticos se le coagularon en el estómago, un caso de conciencia imposible de digerir, había llegado a la finca del camino de Carracedo jugando al escondite, acarició al pointer, disfrutó curioseando libros, cuadros, el piano de cola, la foto de Maude, la puerta que no se atrevió a abrir del recinto prohibido de la radio, y cuando llegó el señor White, siguiendo el juego, se refugió en el desván, en la pequeña habitación que le habían reservado a espaldas del propietario, el Inglés no debía sospechar de su presencia en la casa, al menos de momento, y al desván no subía nunca, era el territorio de Carmen, la Pesquisa, frutas, embutidos, ropa tendida, si no circulaba de forma imprudente por un entarimado que delataba el menor traspiés no habría problema.

Pasó horas muertas en el pequeño cubículo esperando a Ausencio, mirando por el ojo de buey el desfile de las nubes sobre la hermosa tierra cultivada, los dos melocotoneros más bellos del mundo, enamorada e indecisa, si pudiera ser tan contundente como Carmen, si te lo propone, niña, lárgate con él, en la vida el amor es lo único que cuenta, si no tuviera tantos escrúpulos, si por fin llegara y de improviso, al oír su voz, perdió la cabeza.

– ¿Estás ahí?

Abrió Ausencio la puerta del camarote y Olvido no se pudo contener, el instinto arrasó, como un huracán arrasa las débiles cabañas de paja, los reflejos condicionados de una educación pudorosa, débiles construcciones por cuanto no se está de acuerdo con sus cimientos, se lanzó a sus brazos, con el impulso chocaron sus rostros haciéndose daño ambos, perdiendo el equilibrio, cayeron sobre la cama turca que amenazó con ceder.

– ¡Mi amor, mi vida!

– ¡Mi aire!

Cuando se le acabó respiración y beso y tras el inevitable reflejo de estirarse la falda, quedó a la espera de saber por qué había sido tan dulcemente secuestrada.

– Contrólate, Olvido, tengo que hablarte.

– ¿Controlarme? El amor es planta espontánea, no de jardín.

– A veces es mala hierba…

– Que siempre crece al borde de un precipicio.

La muchacha divagaba alegre, el joven preocupado. Y soy hijo perdido, sin salir de madre, como un río que sigue creyéndose su fuente. Y el amor me aconseja la piel como una esencia untada, como un tacto que ignora su materia.

– Menudo precipicio. ¿Tenemos derecho a cometer errores, a correr riesgos, a querer vivir nuestra propia vida?

Seguían con las manos entrelazadas y Olvido se alarmó de la frialdad que notaba en las de su compañero, las de alguien a punto de desmayarse.

– ¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?

– No mucho, es terrible.

– No me asustes.

– Tu padre ha muerto.

– ¡No!

Olvido hundió su cabeza en el pecho del hombre en un gesto melodramático de novela rosa, como suelen ser los impulsos sinceros que no han tenido mejor aprendizaje.

– Lo siento, es terrible.

La muchacha no fue consciente de su egoísmo hasta mucho más tarde, de momento el dolor por el padre se confundía con el cúmulo de dificultades que provocaba con motivo de los funerales, de descubrirse la huida del colegio, de imposibilitar cualquier otro plan, estaban cogidos en su propia trampa.

– ¿Qué podemos hacer?

– Tengo que subir a la peña, voy a dar un golpe definitivo.

– Me da miedo, no subas, no nos hace falta.

Le miró a los ojos y supo que no podría disuadirle, reflejaban una decisión tan inexpresiva y sólida como una plancha de acero.

– Si quieres hacerte rico, sube a la peña, dicen, pero mucho me temo que la riqueza, sin ti, no me sirve de nada, Olvido.

– ¿Por qué dices eso? Estoy dispuesta a todo.

– Tendrías que dar un paso más allá de todo.

– Contigo…

– Escucha, Olvido, júrame que lo que te voy a decir no se lo repetirás ni a tu madre. A tu madre menos que a nadie.

– Te lo juro.

– Don Ángel también era mi padre.

– No, imposible, imposible…

La habitación se volteó como un dado en el cubilete por más que la alfombra no se desprendiera del techo y el cable de la lámpara no perdiera su verticalidad en el suelo, la habitación giró loca mareándola hasta la náusea, tenía ganas de vomitar, pero ni siquiera le salían las palabras.

– Por favor, despierta, ¡despierta!

Reaccionó con el tortazo.

– No puede ser verdad, no quiero que sea verdad, dime que no lo es.

– Ojalá no lo fuera.

– No puede ser verdad porque si lo fuera nosotros seríamos hermanos y los hermanos no se quieren como nos queremos nosotros.

– Somos hermanastros.

– Tampoco somos hermanastros, somos novios y nos casaremos si tú lo quieres así.

– Qué más quisiera yo, a los primos los casan con una dispensa del Papa, a los hermanastros…

Olvido volvió en sí, a la realidad, tras un silencio de hielo y azufre, el obstáculo era insuperable.

– ¿Te das cuenta? Es terrible. No podemos casarnos, sería el pecado más siniestro del mundo.

– Si no se lo decimos a nadie…

– Sería el mismo pecado, peor todavía.

– Pero yo te quiero, Olvido, te quiero aunque seas mi hermana y te querría aunque fueras mi madre.

– No lo digas, es una blasfemia, me da miedo.

– Es la verdad.

– Me da miedo y sin embargo yo también te quiero y quiero vivir contigo, eres mi vida.

– Para la ley el que alguien quiera vivir su propia vida es una circunstancia agravante, como la alevosía, maldita sea.

– Podríamos vivir juntos, como hermanos.

– Eso es una estupidez.

– ¿Qué va a ser de nosotros?

La pregunta se le quedó flotando en el alma como la falsa nieve que encierran en una bola de cristal, de pisapapeles, el mismo peso muerto, ya nada volvería a ser como quisieron que fuera, horas enteras mirando por la ventana circular el paso lánguido de las nubes, sin poder consultarle a la pragmática Carmen, se sabía el consejo de memoria, mira, niña, más vale un gusto que cien panderos, lárgate con él, condenada irremisiblemente a uno u otro infierno porque infierno era el vivir sin la esperanza de más abrazos, de más caricias, de poderse hundir en su pecho como había sucedido antes de la feroz noticia, y sabiendo que jamás podría desarraigarle de su corazón, las dificultades no hacían más que avivar el fuego que la consumía, fuego perenne por verdadero e insatisfecho, su león emplumado se asomó por un instante a la ventana, les sonrió al verlos juntos, entrelazados como las ramas de los melocotoneros del huerto, pero al oír la palabra tabú, hermanos, voló lejos, las alas abiertas al viento los bañaron con su trasluz áureo, pero fue un instante, se acabó, no podía asumir tamaño pecado, no se lo perdonaría ni la manga ancha de don Desiderio, su existencia carecía de sentido, mejor morir, sí, morir es la solución.

Capítulo 31

Trabajábamos con prisa y sin pausa en el útero grávido de La Meona, la acción era el motor que me sostenía, la acción por la acción tenía un significado propio que obviaba las demás explicaciones, me hubiera vuelto loco de seguir recapacitando sobre las consecuencias del repentino hallazgo e inmediata pérdida de mi padre, de la sorprendente relación de parentesco en que me había colocado con respecto a Olvido, todos mis planes se habían truncado menos el del wolfram y en él estaba dándole al picachón con todas mis fuerzas centuplicadas por la rabia, lo que de allí saliera serían mis únicas señas de identidad, un dinero o un cadáver, dos opciones tan inútiles como las huellas dactilares, pero a ellas me atendría, mejor no pensarlo, las reducidas dimensiones de la cueva y el continuo esfuerzo me hacían sudar copiosamente, más que fatiga sentía una difusa claustrofobia similar a la que sufrí bajo la escalera de la botica, el mismo enemigo rondando por el exterior supongo me influiría, estaba acostumbrado a trabajar al aire libre y me gustaría hacerlo a mar abierto, pero lo de enterrado vivo me crispaba, estábamos en una auténtica mina, golpeaba yo en las tres vetas y el mineral se desplomaba rodeado de cuarzo, no se molestaba demasiado Villa en desmigarlo, era un destajo feroz el que nos habíamos impuesto, Jovino picaba en el nódulo y lo que caía era todo negro, todo flor, wolfram puro, con un compresor y martillos neumáticos hubiera sido el acabóse, sentía los riñones tirantes y el resuello flojo pero, a pesar del enclaustramiento, podía continuar así por toda la eternidad mientras el tumor que operábamos no desapareciese, el esfuerzo del trabajo me evitaba cualquier otra consideración, incluso la del gemir de las entrañas horadadas, amenazantes gruñidos, de vez en cuando un espolvorearnos las espaldas presagio de un derrumbe inevitable que no podíamos calcular en el tiempo ni perderlo entibando, no hay fortuna sin riesgo y el que me fuera la vida en el envite casi me alegraba, se acabarían los problemas, nos consolábamos con generosos tragos de la bota, vino y gaseosa para que su estímulo no se nos subiera a la cabeza, lo teníamos todo previsto, hasta lo que hacer en caso de desastre.

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