Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Con sangre fría y mala baba.

Trabajábamos a la luz del petromax, un invento, con una gruesa lona en la bocamina para apagar así su resplandor evitando pistas a los visitantes inoportunos. Sonó sobre la lona el repique de una copita de ojén.

– ¿Para?

Los viajes de subida y bajada los hacían los dos en peor forma física, el de Paradaseca por no haberse recuperado de la quemadura y Carín por faltarle una mano.

– Al que Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

Era el santo y seña, signo inequívoco de que cada uno de nosotros estaba dispuesto a asumir su propio destino.

– Hay novedades -entró con la cara tiznada de carbón-, me parece que me siguen.

– ¿Y has venido directamente aquí, so imbécil?

– Creo que le he despistado.

– Joder con el creo.

– Estoy seguro.

– Del sudario si te equivocas.

Se impuso el toque de queda, detuvimos la faena, apagamos la luz y Jovino se adelantó de escucha a la trinchera natural que defendía la boca de la cueva, los demás nos quedamos dentro conteniendo la respiración y mirando por una rendija de la lona, preocupados como una actriz en noche de estreno cuando espía a través del telón el número de espectadores, se hizo un silencio absoluto, hasta los ruidos del bosque se contuvieron, pasaron muy largos minutos, la figura de un hombre apareció ante nosotros, la noche era tan oscura que no le vimos hasta no estar prácticamente encima, mejor dicho, debajo, el pulso se me agitó como en el frente, en otras noches de guardia que no quería recordar, iba armado con un rifle y caminaba con pasos cautos pero continuos, enfiló por debajo de las rocas en que se escondía Jovino con su Bayard amartillada, apuntándole, la guerra podía comenzar de un momento a otro, voló una lechuza y la maldije, no podían verse, pero si se rascaban la nariz seguro que se oirían, estaba tan próximo a Jovino que éste hubiera podido tirarle de los pelos con tan sólo alargar el brazo, contuve las ganas de una tos nerviosa, el hombre siguió avanzando en busca de su objetivo, perdiéndolo, hasta desaparecer en las sombras, me tomé mi buen tiempo para carraspear bajo y profundo.

– Chist.

– ¿Le has reconocido?

– No. Pero si no era del Gas me la corto en rodajas.

– Silencio, coño.

Que formaba parte de un grupo no nos ofrecía la menor duda, el lobo estepario camina con otra zanca, cuántos eran y si había más de un grupo era harina de otro costal, seguimos allí, quietos y silenciosos, dándonos un margen de seguridad, a la espera de Carín, la noche era la más negra del mundo, favorecía nuestro interés en pasar inadvertidos como si la hubiéramos elegido a propósito, alguien había comentado lo de se ve menos que en una batalla de negros en un túnel a las doce de la noche, por una libreta de chocolate remató otro, y era verdad, me volvieron las ganas de toser y me contuve pellizcándome la garganta, era una estupidez, la tos se difunde por simpatía como ocurre en misa o en el cine y se forma un concierto de manda madre, mi madre, tampoco quería pensar en Vitorina, la inactividad manual me traicionaba, no quería pensar en nada, para ocupar las manos desenfundé la pistola y me entretuve acariciando su familiar relieve.

– …san Pedro se la bendiga.

También apareció Carín como nacido por generación espontánea, gesticulaba nervioso contándole algo a Jovino en voz tan baja que no le alcanzaba a oír.

– Vosotros esperad, quietos.

Me deslicé hasta la pareja.

– ¿Qué?

– Le han disparado.

– Hay la tira de gente pululando por el monte y no van de fiandón, te lo aseguro.

– ¿Cómo fue?, cuenta.

– Fue ahora, de regreso, a un kilómetro de la herrería esquivé a uno de la Benemérita y a mitad de camino a otro de paisano, poco después vi una sombra y zas, sonó como la Sarasqueta de Pepín, silbó entre las orejas del mulo y el Pancho se portó, ni se inmutó, nos agazapamos en una madriguera un buen rato y luego arre, hasta aquí.

– Pues no oímos nada.

Sonó un tiro lejano.

– Ahora sí, perdigón lobero y con lupara, seguro, esos cabrones están cercando no saben qué y provocan la respuesta.

– No hay que contestar hasta que no sea absolutamente necesario.

– Lo que hay que hacer es romper el cerco antes de que se solidifique -comenté con un impulso muy concreto-, voy a bajar con Pancho, cargádmelo a reventar.

Prefería el aire libre, morir a la intemperie me evitaría la claustrofobia y el recurrente vicio de pensar, el miedo no contaba porque mi cuota de felicidad era mínima, el enfrentarme a enemigos de carne y hueso sería un buen desahogo y encima saldría bien librado, la suerte sonríe a quien la desprecia.

– ¿Qué hora es?

– Las cuatro.

– No nos sobra el tiempo, esto hay que liquidarlo antes del amanecer, compadre.

– Se armará un zafarrancho del carajo, podéis aprovecharlo para pasar cargados a tope y…

– Y atenernos a lo dicho.

– Vale.

Mientras me tiznaba la cara con un corcho quemado, para evitar reflejos de luna ausente, quise despedirme de Carín, la revelación de don Ángel había trastocado demasiadas relaciones familiares, no era mi hermano de leche sino mi hermanastro, parentesco que por mí no sabría jamás.

– Si me pasa algo despídeme de Vitorina, la mitad de mi parte para ella, la otra mitad para Olvido. Cuídala. Perdona, ya sé que lo harás, es tu madre, pero cuídala también de mi parte.

Todos nos habíamos constituido en albaceas de la posible herencia de cada uno de nosotros.

– Cuídate tú, hermano. Suerte.

Me estremeció su abrazo porque jamás me había llamado así, hermano, si me hubiera llamado impostor me hubiera hecho el mismo efecto, y es que la ternura no se improvisa.

– Adiós, Ricardo.

Nos clausuró Jovino con su proverbial optimismo.

– No pasa nada, dentro de un par de horas todos salvos en lo de Mayorga.

Caminaba cuesta abajo, paso a paso, fiando el camino a una extraña intuición inteligente de la que ignoraba su procedencia, el instinto de Pancho me confirmaba la ruta, un animal extraordinario en más de un sentido, el único de su especie capaz de dejar preñada a una yegua, así le ganó el Mayorga padre una apuesta al dulzainero de Meleznas, todo en aquella noche era extraño y extraordinario empezando por la oscuridad cósmica en que nos desenvolvíamos, caminaba por un paisaje entenebrecido anterior a la creación divina, ni estrellas ni sombras, oscuridad absoluta, las piedras, los árboles, el relieve entero había que adivinarlo, la maleza se enredaba en los pies y las hojas de los castaños rozaban la cara con sensaciones telúricas, un arrebato mitológico y sin embargo el problema real con el que me enfrentaba era de lo más rupestre, llegar a la herrería, cuando despejaban los tramos de castaños, robles, nogales o lo que fueran, nada se distinguía en aquel luto infinito, cruzaba una pradera y me besaban el rostro con tétrico consuelo labios que suponía copos de niebla baja, una noche para un verdugo, lo malo es que no sabía si el verdugo era yo mismo o la figura humana que inevitablemente saldría a mi encuentro, las figuras las adiviné antes de que me vieran, mi instinto funcionaba como el de un iluminado.

– ¡Allí!

Cuando dieron la voz de alarma y dispararon a discreción ya había efectuado yo mi único disparo, la Super Star brincó dócil al impulso de mi índice, dale, dije, y le dio, estaba seguro por más que no me detuve a comprobar su caída, si no se ha disparado una pistola la súbita vida pulsátil del instrumento letal, la rapidez con que se mueve en la mano, como un lagarto sobre la roca, siempre te pilla de sorpresa, era la primera vez que tiraba a matar con un arma corta, en la guerra, por fortuna, no había llegado a ser alférez y en consecuencia la sorpresa me tocó en cuanto a su eficacia, corrí como un desesperado sin soltar el ronzal de Pancho que me secundó con ganas, nos precipitamos por un monte bajo, al tacto supuse urces, imposible localizar sus flores rosadas, y recé para no tropezar con ningún plantón de los quemados por los paisanos pues las varas que deja son firmes y afiladas como lanzas, a la velocidad con que tratábamos de huir a mí me hubieran atravesado de parte a parte por el ombligo y a Pancho abierto por la barriga, no ocurrió así y pudimos hundirnos en una vaguada, tumbé al mulo acariciándole el belfo para tranquilizarle, para recuperar mi sangre fría, y me parapeté entre su cuerpo sudoroso y una de las alforjas, sangrábamos por numerosos arañazos pero eso era todo, ni siquiera habíamos perdido un saquete de wolfram, calma, tenemos que dejar pasar un tiempo razonable hasta que abandonen la pista y vuelvan al cerco inicial, claro que podían volver todos menos uno, pero ése era el menor riesgo a correr, ¿y mis compañeros?, ¿les serviría de algo mi estampida?, la escaramuza se devaluaba en puro egoísmo, es lo que ocurre cuando se fanfarronean promesas que no se pueden cumplir, Olvido vino a consolarme, se asentó en el recuerdo mientras yo permanecía más inmóvil que una mancha de liquen.

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