– Vámonos.
– Entonces soy una fugitiva.
– Todavía no.
– Cuando se den cuenta en el cole.
– Hasta que no le dé por escribir a doña Dositea ni idea, tienes tiempo de sobra para pensártelo.
– A lo mejor Ausencio me llama para otra cosa.
– Sí, a lo mejor es para otra cosa, pero camina con más aire, chica, pareces ya una culpable.
Llegaron hasta la próxima plaza Mayor en busca de un taxi, justo frente al Ayuntamiento las detuvo una gitanilla con un niño en brazos, creyeron que les pedía limosna.
– Las manos, que no son para la buenaventura, que quiero vérselas porque son nobles, de señorita y trabajadora, y se ve en ellas que no me van a engañar, que me den lo que quieran por estas estampitas tan monas que me he encontrado, yo de papeles no entiendo…
Olvido, de buena fe, le aclaró el equívoco:
– Pero mujer, si son billetes de cincuenta pesetas.
Intervino un señor, lo de señor se lo atribuyó Carmen por llevar corbata y sombrero.
– A ver, tú, ¿a quién estás timando? No te vayas. ¿Les ha quitado algo?
La gitana corrió despavorida.
– A ver las manos, ¿les falta un anillo, una pulsera, algo?
Las agitaron al aire como inocentes palomas.
– No, no, nada.
– Discúlpenme, voy a pillarla.
– Quién lo iba a decir, una ladrona, menos mal que todavía hay gente honrada por el mundo.
– Ay, Carmiña, ¿tienes tú la bolsa?
– ¿La bolsa? ¿Qué bolsa? ¿La del equipaje?
– Me la han robado con tanto palique.
Distraídas con la palabrería, alguien, por detrás, se había llevado impunemente el capazo de hule depositado en el suelo a fin de facilitar el muestreo de manos.
– La madre que los parió. Voy a denunciarlos.
– ¿Pero qué dices? Se pueden dar cuenta de que me he fugado del cole.
Quedaron las dos impotentes y desoladas contemplando con ira el ir y venir de los municipales a la puerta del Ayuntamiento, hermosa fachada con un balcón corrido en la planta principal, con el escudo de la villa y encima el reloj de la mala fama de los maragatos, sin saber qué hacer más que insultarlos in mente, roñosos, negociantes, ladrones, de esta ciudad ni el polvo, se sacudieron las sandalias y alquilaron el taxi apalabrándolo de antemano, un atraco, tan disgustadas que a la salida ni siquiera se fijaron en las torres de cuento de hadas del palacio Episcopal, obra de Gaudí.
– Esto me pasa por cateta.
– No te culpes, Carmiña, me la quitaron a mí y no valía tanto, lo que me preocupa es lo que voy a hacer.
Olvido no se atrevió a pensar en nada salvo un fluir de la conciencia sobre el que no ejercía el menor dominio, se mimetizaba con los ideales de su pareja, si le proponía huir lo harían en barco, una travesía eterna entre olas de coral, solos, sin compromisos familiares, disfrutando paisajes de película, los rascacielos de Nueva York, las pirámides de México, las playas de Río, las palmeras del Caribe, el trópico y la guayaba, samba y maracas, en tecnicolor y cogidos de la mano en la cubierta de un paquebote. Si tenía valor para decidirse. El coche aparcó en Ponferrada en el lugar convenido, en la trasera del recién inaugurado cine Moran, con una decoración exacta a la del cine Capitol de Madrid, ponían Una mujer endiablada, con Lupe Vélez, la exquisita actriz azteca, y la cola para sacar entradas doblaba la esquina del edificio.
– Disimula, niña.
Olvido bajó del taxi y se encontró con Ausencio, tuvieron que hacer un esfuerzo para no abrazarse en público.
– ¿Qué quieres de mí?
– Te quiero, Olvido, ya te lo explicaré luego -y dirigiéndose a Carmen-: tenéis que llegar a casa al anochecer y sin que os vean.
– ¿Y tú?, ¿no vienes con nosotras?
– Ha surgido un contratiempo, tengo que localizar a don Ángel.
– No tardes, me muero de impaciencia.
No había vuelto a ver a mi padrino desde el día de la matanza, ni a él ni a nadie de su familia, por eso me sorprendió la llamada de Gelón, algún disgusto, seguro, se dejaría capar antes de darme una buena noticia.
– Pero eso no es grave.
– Tienes que localizarle, José, se ha largado de casa y no está en el pueblo, sí es grave, hace una semana que le dio una angina de pecho y no quiere guardar reposo, ha vuelto a jugar como un energúmeno.
– ¿Y por qué no le buscas tú, no eres su hijo?
– No me gustan las cartas, tú conoces mejor que yo esos tugurios.
– ¿Y si me niego?
– Algún favor le deberás, ¿no?
El muy cocho sabía que no me iba a negar, me dijo que le habían visto tomar el autobús de Ponferrada y colgó. Supuse que había ido al Dólar y hacia allí dirigí mis pasos como si no tuviera otra cosa de qué ocuparme. Entré en la fiesta perenne y caí en la cuenta de que era la primera vez que entraba solo. La Faraona cantaba de su repertorio favorito lo de amor es un algo sin nombre que obsesiona a un hombre por una mujer, podía dedicármelo. Le pregunté al del bar, un fichero viviente:
– ¿Has visto a don Ángel por aquí?
– En lo de Arias.
La timba, como de costumbre, estaba repleta de ilustres jugando al giley, no era el Gran Kursaal pero el farmacéutico barajaba con la misma dignidad de sus años mozos de casino aristócrata, con menos energía, los ojos empañados y la bilis amarga de la boca denunciaban a una persona girando la última vuelta de tuerca, me impresionó de veras, había envejecido demasiado, tanto que no se percató de mi presencia, sí lo hizo don José Carlos, que pasó mano y salió a mi encuentro preocupado por sus camiones.
– ¿Algún disidente?
– Todo en orden. Vengo a buscar a don Ángel, está jodido.
– Y no huele una. No te disientas tú, chaval, y ándate con los ojos abiertos, ¿un veguero?
Me ofreció un puro habano.
– Gracias, no fumo esos tronchos.
– ¿Cuándo es el viaje?
– No puedo decírselo.
– Buena razón la prudencia. Espera y te saco al boti.
El corro vio levantarse a don Ángel con el consuelo de quitarse a un torpe del medio y el disgusto de perder unos beneficios, pocos podían ser ya, le tomé del brazo para ayudarle a caminar pero se zafó de lo que consideraba un vejamen.
– Quieto, Ausencio, me tengo solo.
Nos sentamos en uno de los pocos veladores libres. Estudié su rostro, nunca me pareció tan decrépito, el tono gris descolorido de sus pupilas indicaba un agotamiento irreversible, las canas de su barba se desplomaban lánguidas, sin fuerza, un aspecto tan desvalido que avivó al rescoldo de mi afecto, traté de mostrarme lo más cariñoso posible.
– ¿Pero qué hace aquí, padrino? Tiene mala cara…
– Alto, parao, no acepto consejos, los buenos consejos se dan a mi edad, cuando ya no se pueden dar malos ejemplos.
– Es muy tarde y debería retirarse, si quiere le acompaño.
– Muchacho, yo sé lo que debo hacer, pero haga lo que haga la solución óptima siempre es la otra, por eso no merece la pena cambiar de conducta, si te preocupas por el dinero que pierdo te diré que conozco el precio de las cosas pero no le doy valor a ninguna, ¿me comprendes?
– No es por el dinero…
La salud, se está matando, lo leyó en mi vista y me soltó un discurso para contradecirme.
– Lo que cuenta es la pasión, mi vida es el juego y voy a morir con las botas puestas, si fuera un mercachifle me hubiera hecho rico de nuevo, todo el mundo puede hacerse rico, para ello no tiene más que seguir la ley de bronce de los negocios, vender caro, ¿me comprendes?, si no es caro a los ricos no les interesa y si es barato a los pobres tampoco les llega. El diez por ciento, comprar a diez y vender a cien. A mí los negocios no me interesan, ¿y a ti?
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