– ¡Olvido!
Tampoco me respondió el eco, nadie, por lo menos otro mensaje, supliqué mentalmente mientras subía a zancadas, llegué al camarote y me sentí desfallecer, Olvido estaba allí, sentada en la cama, pero el maleficio había cristalizado sobre su piel como una coraza invisible, drogada, ida o en un pasmo, en cualquier caso ausente de lo que la rodeaba y de mi presencia y, lo más absurdo de todo, desnuda de cintura para arriba, era la primera vez que veía sus pechos y me emocioné con un sentimiento próximo a la piedad, me pareció tan frágil y vulnerable, unos pechos, no tan grandes como suponía, firmes, con pezones de fresa en los que me gustaría saciarme, pero no en esta circunstancia.
– Olvido.
Se volvió hacia mí, mirándome sin verme, sin decir palabra, quise hacerla reaccionar y la abracé con todas mis fuerzas, sentí su piel entre mis brazos, su piel, blanca, lisa, perfecta, su piel tan añorada, y me ahogué en ternura.
– Olvido.
– ¿Eres tú?
Volvía de un país muy lejano.
– ¿Y quién si no?
– Tú.
– Sí, yo, vuelve a mí.
Mi vida, tu cuerpo es mi patria, el barro con que me hicieron, la tierra de mi sepulcro.
– He tenido un sueño, paseábamos por el humeral, la tierra se abría, caíamos, caíamos y nunca terminábamos de caer, paseábamos por entre los álamos, el cielo nos lanzaba su pedrisco, la piedra nos cubría, cubría y nunca terminaba de cubrirnos, cuando el pedrisco nos cubrió en el pozo sin fondo, se nos apareció él y nos dijo, ¡os lo advertí! Paseábamos por la chopera, la tierra se abría, caíamos, caíamos en un pozo sin fondo…
– Despierta, Olvido, ya pasó el sueño.
– Se nos apareció con el rostro desfigurado por la ira y el fuego, una alma en pena.
– Despierta, estoy contigo.
– Ay, Ausencio…
La agité por los hombros, se estaba acercando, un esfuerzo más y volvería a la realidad.
– Me han dado una pastilla para dormir.
Al tenerla así, algo separada, observé bajo su pezón izquierdo un lunar rojo pintado con carmín, se lo borré frotando con un dedo mojado en saliva, la caricia me hizo sentir una dulce delicuescencia, la de mis cansados huesos. Y recorro la piel como un erizo, cálido de enemigas púas atenuadas.
– ¿Qué es eso?
– Donde lo noto palpitar.
– ¿El corazón?
– Nos lo advirtió y el sueño me ha hecho ver claro el único remedio que me queda, la señal me ayudará a no fallar el golpe.
Levantó su puño derecho, me mostró un puntiagudo y afilado cuchillo de cocina, no lo había visto antes dada su inmovilidad con los brazos caídos, traté de quitárselo, pero se resistió con una fuerza insospechada, cataléptica, desistí, no fuera a ser peor el remedio que la enfermedad, limitándome a sujetarle la muñeca.
– Eso no arregla nada.
– Quiero morirme.
– Pero yo no quiero que mueras, no podría vivir sin ti.
– Podríamos hacerlo los dos juntos, al mismo tiempo, así no tendríamos por qué separarnos.
No quería separarme de ella y estaba más que desesperado, si me hubieran pegado un tiro anteayer, en la peña, asunto concluido, pero hoy ya no, el viejo de la lechera es el ejemplo a seguir, el suicidio no entraba en mis cálculos si es que calculaba algo, actuaba por impulsos, sobre la marcha, tenía que dar con un argumento disuasorio y cuanto antes mejor, el religioso.
– No puedes suicidarte, también es pecado mortal. Mortal de veras.
– ¡No me lo recuerdes!
– Relájate, por favor.
– Es tan horrible… ¿por qué habría de ocurrimos a nosotros?
Recordé la confesión que me había descrito con el padre Desiderio, el de Dios es amor, un lúcido. Ningún amor humano le ofende si es auténtico.
– Cuando hay amor el pecado no existe, la moral es una costumbre, cambia más que la moda.
– No seas hereje, por favor.
– Son costumbres, Olvido, los jabusis del Amazonas se casan entre hermanos, allí lo que está mal visto es casarse con un desconocido que no sea pariente.
– Por desgracia no somos jabusis.
Tenía que seguir argumentando, aún seguía con el cuchillo en la mano, maldito lo que conocía yo de las costumbres de la tribu jabusi, me acababa de inventar el nombre, lo que no quería era emplear mi bien de ojo suponiendo que su virtud existiera, cosa de la que estaba tan seguro como de la existencia de los indios jabusis, podría hacerle ver un paraíso selvático con nosotros dos en taparrabos y el hechicero bendiciendo nuestra unión, pero lo nuestro era demasiado importante, no podría basarse en el engaño de un espejismo, teníamos que asumir juntos, voluntaria y lúcidamente, el riesgo del desafío a las leyes divinas y humanas.
– Somos lo que queremos ser.
– Mamá dice que soy muy joven para casarme.
– Tonterías, tu abuela se casó a los quince, tu abuelo se ponía hecho una furia cuando la veía embarazada y jugando con sus amigas a la comba.
– Si sólo fuera eso…
No se me ocurría ninguna otra ingeniosidad y no podía arriesgarme a un silencio depresivo, marchábamos por la senda buena, pero la fatiga de tres noches en blanco embotaba mi fantasía, recurrí al remedio universal.
– Te quiero.
– Y yo a ti.
– Te quiero más que a…
Apoyó su cabeza en mi hombro y lloró, noté con alegría cómo se relajaba la coraza de su estado hipnótico, me atreví a soltar su muñeca para darle unas palmaditas de consuelo en la espalda, para acariciar su dulce piel, su piel, había vuelto del largo viaje, quien llora se aferra a la vida.
– No puedo amarte, no puedo suicidarme, ¿qué puedo hacer?
Me reconfortó la presencia de un viejo amigo, el león de melenas áureas y alas fugaces, hermoso y cordial como de costumbre, con toda su enorme corpulencia ronroneaba a nuestro alrededor como un gatito mimoso, congeniaba con Boom, se frotaban los hocicos, quédate amigo y ayúdame, tu fuerza es nuestra única esperanza, ayúdame a que suelte el cuchillo.
– Si el dilema es pecar con la vida o pecar con la muerte, la cosa está clara, vivamos, vivamos juntos.
– ¿Como hermanos?
– Como matrimonio.
– No puede ser.
– Si no lo sabe nadie…
– ¡Lo sabe toda la familia!
– Tu madre sabe lo tuyo y Vitorina sabe lo mío, si no se lo decimos nosotros cada una seguirá ignorando lo de la otra.
– Se lo sospecharán.
– Puede, pero bastantes dramas tienen encima las pobres, no se atreverán ni a sospecharlo.
– Gelón puede irse de la lengua.
– No, en cuanto bebe le habla a Dios de tú, pero no puede contar lo que no sabe.
– ¿Y Carín?
– Ése menos todavía.
– ¡Lo sabrán, lo sabrán, matémonos!
– ¡No te pongas histérica!
No estaba histérica, sino angustiada, volvió a llorar.
– A propósito, don Guillermo te ha dejado un papel con la propiedad de la finca, pero a lo mejor no vale.
– Da igual. Si nos la quitan nos vamos a Méjico, le escribimos a Camino y algo nos encontrará. O a la Argentina, a cualquier parte.
No podía engañarla con el truco de mi fascinación óptica, pero sí convencerla, la Bruxa me dio un bebedizo para hacerme un hombre de bien, ahora era cuando surtía efecto, distinguirás entre el bien y el mal, lo tenía muy claro, nuestro bien era el vivir juntos, no había ninguna maldad en ello, no perjudicábamos a nadie.
– Me gustaría vivir aquí, ésta es mi tierra.
– Pues aquí.
– Si no fuera tan horrible, si pudiéramos hacerlo…
Estaba en el filo de la decisión, necesitaba una ayuda, lo dije con calor y aplomo porque en tales circunstancias sólo es persuasivo el apasionado.
– Podemos.
No me respondió, pero leí en sus ojos el mensaje que me había dejado escrito desde antes de pintarse el lunar, torpe de mí, la decisión estaba en mis manos, la abracé con fuerza, acaricié la seda de su piel, su piel, y con sumo cuidado desabroché el corchete de su falda. Y el amor me aconseja la piel como una esencia untada, como un tacto que ignora su materia. Se estremeció, sonó a gloria el acero del cuchillo al rebotar en el piso, nuestro amigo el león sonrió de gozo y desperezó sus alas, ya no tenía necesidad de huir a su refugio del campo de las Danzas, con ella entre los brazos, desnuda, me sentí invulnerable, lo haríamos y todo marcharía bien, habíamos tocado fondo y a partir de nuestra unión carnal la suerte se volvería una aliada, por muy poderoso que fuera, Adolfo Hitler no se iba a morir dos veces.
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