– ¿Lo hace?
Las gafas de Monssen brillaron siniestras.
– No puedo, duermo aquí.
– Por eso mismo se va a encargar de controlar los robos.
– Eso es imposible, y ya le digo, no es mucho.
– Más de lo que se cree, pero no importa. Dado que no se pueden evitar lo que vamos a hacer es supervisar esas fugas.
– No le entiendo muy bien.
– Nos robaremos a nosotros mismos, usted se encargará de comprar todo el mineral robado.
– Usted me disculpe, pero así lo entiendo menos.
– Me figuro que no se niega a colaborar.
– Si me lo explica…
– ¿Le gusta el queso?
Aquiles no contestó, la pregunta no era absurda sino tramposa, no venía a cuento, más valía aguardar, Monssen sacó de un fanal un queso blando, con una navaja de bolsillo multiuso, sierra, tijeras, lima, la biblia en verso, cortó una rebanada, un corte impecable, de cirujano, se quedó contemplándolo como si se tratara de la piedra filosofal.
– Me lo regaló una paisana, ¿sabe cómo se llama?
– Queixo da teta, le llaman así por la forma.
– No es un handk ä se, pero se deja comer. Hasta en una cosa tan sencilla como en un queso de teta se ve la complejidad de la vida.
Depositó la rebanada en el suelo, Micifú había parido seis gatitos y uno de ellos se aproximó a olisquearla, Helmut Monssen continuó su reflexión.
– El queso es un alimento de ratones, por eso sus enemigos naturales, los gatos, quieren inspeccionarlo a pesar de que no les gusta, o les gusta menos, los muy estúpidos se juegan la vida por algo que no les interesa de veras.
Con un movimiento rápido y preciso cogió el fanal y aprisionó dentro de él al gatito curioso, el animalillo se debatió desesperado contra la pared de cristal, empezaba a faltarle el aire, boqueaba con síntomas de asfixia.
– ¿Lo ve?
Aquiles contuvo las ganas de darle una patada al artilugio y se mordió la lengua, no demostraría lo nervioso que estaba, ¿por qué no intervenía Schneuber en la conversación?
– Se va a morir por imprudente, ahora bien, si un amigo colabora, está a salvo.
Monssen levantó la campana de vidrio y tomó en sus manos al gatito con un gesto tan delicado y exacto como todos los suyos, le acarició el cuello provocando un ronroneo sumiso.
– Pero el enemigo acecha por todas partes, la vida es muy compleja y se evapora con suma facilidad.
Arrojó el cadáver del gato a la papelera, le había roto las vértebras cervicales con un habilidoso pinzamiento, el bicho no soltó ni un maullido de dolor.
– Volvamos al tema, ¿quiere ser nuestro comprador?
– Usted manda.
Más raros que las sopas de ajo, era una pretensión estúpida el tratar de comprender a los alemanes, tenían un almacén legal en Quereño y sin embargo sabía que también lo pasaban de contrabando a Portugal, se lo había dicho un guardiña con el que se emborrachó un fin de semana en El Bollo, eran gente lista y formal, pero incomprensible, se liaban con una cagada de mosca fuera de cacho, allá ellos, si podía sacar tajada del negocio mejor, negar no podía negarse, Aquiles tuvo el pálpito de que quien negaba algo al sibilino Helmut era hombre muerto.
– Por supuesto es una compra clandestina, nadie debe saber que estamos de acuerdo, lo compra por su cuenta, ¿conoce a Trinitario González?
– ¿Quién no?
– Pues lo compra usted por cuenta de don Trinitario, todo debe ir a parar a su mina José.
– Es una mina de estaño.
– Entienda sólo lo que le explico, no se haga preguntas.
– Como mande.
– ¿Podrá controlar este mercado negro?
– Supongo que sí, con tiempo.
– Lo más tarde mañana, me informa de precios y cantidades.
– ¿Mañana? No sé si podré…
– Podrá. Tome, le regalo el queso, me había dicho que le gustaba, ¿no?
La gélida mirada de Monssen firmó algo más que un compromiso. Aquiles abandonó el despacho sintiéndose prisionero, ni en letrinas iba a estar a salvo de esos ojos, la vida es paradójica pero como en esta tierra en ninguna, como responsable de las cartageneras con las que trabajaban los recuperadores, Milhombres y acólitos, jamás se había permitido un desliz y ahora estaba encargado de sistematizar el saqueo de los kilos y kilos que se deslizaban fuera de la mina en tarteras, bolsos, falsos vendajes y demás artilugios, el colmo. Una tierra mágica, frente a él, más allá del vuelo de los galfarros, Laquiana, la montaña sagrada, con su campo de las Danzas en donde se celebraban los ritos paganos de la fertilidad y con el Morredero, altiplano de los sacrificios donde el perderse en invierno era un perderse definitivo, leyendas duales de vida y muerte, de amor y odio, algunos juraban haber visto volar a un felino aleonado por el campo de las Danzas y otros juraban haber huido de una serpiente de cien metros de larga por el Morredero, en Salamanca no los habría creído nadie por más que lo jurasen sobre la Biblia, aquí lo comentaban con la mayor naturalidad del mundo, no le iban a descalabrar ni los bercianos ni los alemanes, él estaba allí para ganarse la vida y por aguante lo que le echasen, el queso blando le repugnaba, pues bien, se lo liquidaría en la merienda, de una sentada y sin decir ni pío.
– Cumplirá, tiene miedo y cumplirá sin irse de la lengua.
Friedrich Schneuber no era partidario de aquel sistema, pero lo ratificó devolviéndole la sonrisa a Helmut Monssen, sí, cumplirá, y recordó la pancarta leída en su última visita a Berlín. «Los hombres están en el frente y las mujeres trabajan en la industria bélica, ¿qué haces tú?» Alguien había escrito a lápiz una tímida respuesta, «tiemblo». No merecía la pena discutir sus órdenes.
Le dejé el hueco de delante, el del piloto, porque se trataba de un avión, si llega a ser un barco ni hablar, me puse en el de atrás, de copiloto, y obedecimos órdenes.
– Quietos. Digan pis, pis. Miren al pajarito… ¡ya está!
Nos hicimos la foto en el decorado aeronáutico, el otro era para burgueses padres de familia con ánimo reivindicativo, la mesa de un banquete pantagruélico con un orificio para la cabeza del orondo que presidía y otro para la mano que empuñaba un pollo. El avión era un caza con el lema de suerte, vista y al toro junto a la hélice y con una redonda bandera española en el fuselaje, volaba entre nubes de tela engomada sujetas con unas tablas y visto de frente quedaba chulo, el retratista era un tipo simpático que sabía ganarse al personal, le hacían cola, «en una hora su inmortalidad en el bolsillo».
– ¿Cómo quieren las copias, en papel o cartoné?
– En cartoné.
Seguí paseando con Jovino, era nueve, día de feria en Cacabelos, y había bajado para encarar tres entrevistas decisivas, según se entrecruzasen mi porvenir variaría en uno u otro sentido, el bullicio me recordó los años infantiles, en especial cuando descubrí el invariable puesto de navajas gallegas de cachas de madera con espigas pirograbadas, las había diminutas, cómo me apasionaban de niño, casi tanto como los rabos de pulpo que se ofrecían en el tingladillo siguiente, la pulpera revolvía en su caldera de cobre, pinchaba al monstruo y con unas tijeras le cortaba un brazo plagado de ventosas que rociaba con aceite y pimentón, un manjar de dioses, no hay dios a quien no le guste, el mismo espectáculo de siempre pero potenciado por la corriente financiera, subterránea, oculta y proclamada a voces, del wolfram, infinitos tenderetes de toldo y mostrador, no se quede en la puerta y pase a la trastienda, zapatos a estrenar, remendados y como nuevos, tabaco portugués de contrabando con permiso de la Tabacalera, hogazas de pan blanco con harina de Zamora no se conquistó en una hora, bisutería fina a precios de saldo, vendemos barato porque nos da la gana, si tiene calor nuestros precios le dejarán helado y otra de regalo, entre aquellas voces adivina lo que diría el gitano para convencer al payo de que su jamelgo estaba en la línea de meta del hipódromo tras haberle puesto un supositorio de guindilla putaparió, un griterío ensordecedor, si tiene usted hijos tráigalos a la tómbola del Torrijos, camisas, camisetas, camisones y lo para debajo de faldas y pantalones, un mercado animadísimo y eso que aún no habían bajado los mineros.
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