Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– ¿Traen orden de registro?

– Si se opone lo haré constar en el acta como agravante, obstruccionismo a una simple inspección ocular.

– Lo decía por cubrir las formas, pasen.

Las malas decisiones se encadenan como las cerezas y los besos, y es la buena intención lo que las hace irreversibles, me habían correspondido cerca de cien kilos de wolfram, con los gastos, pérdidas y robos del trasiego me quedaban menos, alrededor de cincuenta, una pequeña fortuna, un regalo que nivelaría los compromisos económicos adquiridos por mi familia, de alguna forma tenía que llamarla, lo cargué en un saco de arpillera a modo de alforja sobre el mulo de los Mayorga, sobre el saco el aparejo de verdad y dos fardos de esparto para el disimulo, dudaba si venderlo yo mismo y hacer la entrega en metálico o si no sería más espectacular el hacer la entrega en especie, algo vistoso y puede que más efectivo para él pues tendría mejores contactos, en la duda me llegó el soplo de la redada, los de la Fiscalía estaban peinando la zona, me decidí por la entrega en especie, por la rapidez, de noche la cabalgadura aquella llamaba más la atención que un faro en la costa, una imagen obsesiva, no conocía el mar salvo en película, y en mis sueños de grandeza se incluía invariablemente un verano en La Coruña, descargué el saco bajo el letrero gigante de «BOTICA», al pulsar el timbre me vino a la mente, una vez más, la toquillita azul, una vez más seguía esperando a que se abriera la generosa puerta aunque en esta ocasión el dadivoso sería yo, me ilusionaba la idea. Abrió don Ángel y me hizo pasar con cierta alarma en su voz.

– Pero ¿qué es esto?

Entendí su pregunta, delicadeza y sorpresa le había desviado el para quién.

– Para usted. Bueno, la mitad para Vitorina y la otra mitad para usted.

– No digas tonterías, Ausencio, la mitad de Vitorina me parece correcta, pero la otra es tuya, tú la has encontrado y te pertenece.

– Me gustaría compensarle de alguna forma.

– No me debes nada.

– Estoy nervioso y no me expreso bien, no quiero pagarle ninguna deuda, quiero hacerle un regalo, nunca he podido regalarle nada.

– Es mucho dinero lo que hay ahí.

– Nunca es demasiado.

Lo estaba haciendo fatal, terminaría ofendiéndole, si lo tomaba por un préstamo vergonzante o un favor estaba perdido, los favores no se perdonan jamás, por suerte y desgracia nos interrumpió Gelón.

– Vienen hacia aquí.

No hizo falta que explicitara el carácter de la inminente visita.

– A ver, echa las piedras en ese bocoy, hijo.

– ¿Y yo? ¿Qué hago?

– Métete ahí, ya me desharé de ellos.

Me escondí en el refugio bajo la escalera, contra su puerta apoyaron el bocoy flanqueado por dos grandes envases de cartón, los del bicarbonato y el ácido salicílico, al salicílico, de chavales, le llamábamos el polvo pica-pica, lo espolvoreábamos en clase y todos a estornudar y rascar, me acordaba muy bien de su empleo, un gramo por cada kilo de tomate en conserva, lo tenía justo bajo la rendija y sólo me faltaba eso, el estornudar, procuré contener la respiración, cualquier movimiento en falso podía delatarme, reconocí al número de la Benemérita, Jacinto, buena persona a pesar del tricornio, el otro ni de vista, sería el inspector de tasas o como se llamara, traía cara de pocos amigos, fue una mala decisión la de no escapar por el patio trasero y peor la de hablarle a don Ángel de compensaciones, dinero de por medio, a él que lo había perdido todo por no mancharse con las finanzas, no quería entender de cuestiones económicas, que el capital le produjera intereses lo consideraba algo sórdido, él era un señor, y más sórdido aún si tenía que especular en bolsa, jamás hablaba de negocios y así le había ido, algunos le consideraban un inepto, pero a mí me caía bien precisamente por su generosa ineptitud, cuando llegaban los colonos a rendirle cuentas, en un cestillo el tímido soborno de la fruta y en la boca la verdad a medias del mal año, se repetía la misma conversación del mal año anterior.

– No puedo pagarle, don Ángel, no saqué ni para el pan de los niños.

– No te preocupes, lo importante es la salud de los tuyos, a ver si con la próxima cosecha tenemos más suerte.

Consideraba una grosería hablar de dinero, consideración que no se hacían los banqueros cuando le acosaban con la hipoteca de turno.

– Es que ha vencido el plazo, don Ángel.

– Mala suerte, a ver si con la próxima cosecha…

– Lo siento, pero el banco no puede esperar, si hiciera así con todos los plazos quebraría.

– Por mí que no quiebre, haga usted lo que sea su obligación.

Así le volatilizaron las fincas y le embargaron los negocios, si no llega a ser por la farmacia terminaría pidiendo limosna.

– Pasen, y si puedo ayudarlos en algo me lo dicen.

Los recibió solícito y atento según su costumbre, a Jacinto se le veía nervioso, le agradecía los favores, normalizó la regla de su mujer, a los hijos les había quitado la fiebre recurrente y a él le eliminó la solitaria cuando nadie, ni el médico, ni Enedina, ni la Virgen de Dragonte, se la había podido quitar de las tripas, pero el deber es el deber y allí estaba dando escolta al otro con cara de circunstancias.

– Si me permite…

El inspector o lo que fuera no aguardó el permiso, con ademán brusco y una varilla de alambre, atravesó la caja de bicarbonato y cuantas se le antojaron.

– ¿Satisfecho?

– ¿Y en este barril qué hay?

– Hombre, un buen vinillo blanco de mi última cosecha, si les hace un vaso…

– Destápelo.

– El caso es que aún le faltan días y podría picarse.

– Un vaso no le matará la madre.

El muy canalla destapó él mismo el bocoy y sonrió.

– ¿Qué me dice ahora?

Me estremecí, pero don Ángel no perdió la calma y me sorprendió con su respuesta, tanto que estuve a punto de aplaudirle.

– Que si quiere un vaso puede tomarlo, no está a punto, pero verá qué buen paladar tiene.

– Usted, eche un vistazo y opine.

Jacinto empalideció a la vista del mineral.

– Vino, lo que se dice vino, no lo hay, don Ángel, parece wolfram.

– Es cuestión de opiniones, a mí me parece un blanco de primera.

El inspector perdió su sonrisa.

– Muy gracioso, pero dése por decomisado, es tarde y no tengo tiempo para bromas. Se lo precinto. Mañana pasarán a recogerlo y ya hablaremos. Ah, y que no se le ocurra a nadie tocar el precinto.

– Caballero, le está usted dando demasiada importancia a unos cántaros de vino.

– Váyase al diablo, el juez es un buen catador, explíqueselo a él.

– Por supuesto, no faltaría más. A su disposición.

Salí del chiquero y respiré hondo, estornudé por culpa del pica-pica, don Ángel se había sentado en la camilla y me pareció verle cansado, abatido por su encontronazo con la ley, mi sentimiento de culpabilidad se acentuó al máximo.

– Por la multa no se preocupe, ya me encargaré yo.

– No me preocupa la multa, me preocupas tú.

– ¿Yo?

– Has vuelto a salir con Olvido, os vieron en el cine.

Me dejó de piedra, lo que menos esperaba, y también lo que menos deseaba en aquellas circunstancias, era hablar de Olvido con mi padrino, sabía que íbamos a chocar, era nuestro único punto de fricción.

– No salimos, charlamos, ¿qué hay de malo en ello?

– Te dije que no la vieras, no comprendes la situación, a su madre la abandonó el sinvergüenza de su marido y al ser dos mujeres solas su honorabilidad es demasiado frágil, el otro sinvergüenza de Vega, su primo, el médico, entra allí como Pedro por su casa y la gente hace comentarios…

– No hicimos nada malo.

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