– Di arriba España, leche.
– Viva el Bierzo libre.
– Di arriba España, déjate dé berzas y liebres.
– Sin faltar, inculto, el Bierzo ya fue libre, una provincia independiente, ¿a que no lo sabías?
– Sí, hombre, cuando las ranas criaban pelo.
– Cuando Cánovas.
– Cuando las Cortes de Cádiz, ¿qué te apuestas?
– La ronda.
– Que lo diga Schneuber que lo sabe todo. A ver. Tú, cabeza cuadrada, ¿cuándo fue el Bierzo provincia, cuando lo de Cádiz o lo de Cánovas?
Me dejó de piedra el que se lo preguntara al alemán, no sé por qué les seguía tan atentamente la estropajosa conversación, con dos anises yo también estaba cocido, el tal Schneuber era el arquetipo germánico que solía aparecer en las portadas del Signal, no podía admitir el gratuito axioma de su superioridad, los casco a los dos, sin duda estaba algo trompa, mi natural es más pacífico, si se atreve a opinar le casco.
– Cuando las Cortes de Cádiz.
Me levanté furioso.
– Me cago en tu sombra, desgracias, ¿qué sabes tú de eso?
Pesaría el doble que yo pero le iba a sacudir en un muy noble combate aéreo, sin sus Heinkel, Messerschmitt, Stukas o lo que fueran, se quedan en nada, una mano poderosa me hizo aterrizar de golpe sobre la silla.
– Vamos, Ausencio, atiende como es debido a la señorita.
Desapareció el alemán, la Faraona se había sentado con nosotros, su belleza me deslumbró, me hizo entornar los párpados, pero estaba lanzado, así es que vencí mi timidez y pisé a fondo el acelerador, ahora o nunca, de forma autónoma mi mano se apoyó en su muslo y ascendió por la hendida falda hasta el límite rosa del liguero, me sonrió displicente y acogedora a la vez.
– Hasta ahí llegó la mano del duque en la primavera de mil novecientos.
– No sé qué comes para estar tan buena, Faraona, me tienes que desvirgar esta noche.
Revelé la confidencia sin darme cuenta, sin pensar en Olvido, y enmascarando el rubor con la euforia alcohólica.
– Ya no existen virgos, cariño, lo tuyo es un mal de amores, celos si no me equivoco.
– Te equivocas, pero no importa. Tengo dinero.
Saqué una muestra de wolfram, un trozo de azabache pulido sin mácula de cuarzo alguno y golpeé con él sobre el velador de mármol, tintinearon las copas y los ojos aritméticos de la Faraona.
– ¿Cuánto más tienes?
– Toneladas.
Jovino se enfureció.
– Trae acá, imbécil. Esta noche Carmiña es para mí.
– Déjalo en la mesa, encanto, vale por todas las consumiciones a que me invitéis.
– Champán, lo que quieras. ¿Vendrás conmigo?
– ¿Y qué hacemos con el chico?
Me volvió a sonreír con el gesto melódico que obsesiona a un hombre por una mujer, se inclinó sobre mí, un beso en la mejilla, hipnotizado sentí su mano acariciándome los testículos, explotaron como globos acariciados por un erizo y me corrí con una eyaculación torrencial que me dejó clavado en el sitio, otra vez no, por favor, traté de disimular la catástrofe con una servilleta, la mataría por descubrirme, lo dijo como quien comenta una gracia de un sobrinito en la fiesta de cumpleaños.
– Esto es corrida y no las de Arruza, para ser virgo no está nada mal.
Jovino se puso impertinente.
– Faraona, déjate de leches, dime el precio y vámonos a la cama.
– Grosero.
Entonces se armó la marimorena, medio borracho y obsesionado por no quedar otra vez en evidencia, limpiándome con torpe disimulo, no advertí la llegada de Schneuber en plan quijote.
– Es usted un grosero, discúlpese con la señorita.
– Te voy a partir la cara, listo.
Sobre mi cabeza discutían los dos energúmenos, me figuré a la bailarina del bíceps de Jovino forcejeando por reventar la manga de la chaqueta, entre su pelambrera negra adiviné el reflejo alumínico de un mechón de canas y me pareció el rayo de la violencia a punto de descargar sobre la rubia cabellera del otro, no menos corpulento, un revuelo de curiosos, el otro rubito trataba de calmar a su compatriota, era muy diferente, menudo, de cara pálida con gafas redondas y sobrio, a nuestro alrededor las mozas de alterne alzaron sus faldas y sirvieron bebidas para evitar lo inevitable, no me enteraba del argumento, la Faraona contándome historias imposibles de descifrar, «los dos borrados de mi carnet de baile, podías haber sido tú, pero no estás en las mejores condiciones, resérvate para tu chavala y no te guardes la piedra, que te he visto», pupilas de mirada nocturna devoradora de hombres, te equivocas, empuñaba el wolfram por ser el arma que tenía más a mano, el alemán no iba a salir íntegro de la refriega, empezaron los golpes y entonces la Faraona cambió de táctica, sabia en estrategias de urgencia, se puso a cantar.
No me llames gallega, que soy berciana,
cuatro leguas parriba de Ponferrada.
La ovación sonó seca y corta como un tiro, puede que el halago a la patria chica hubiera tenido éxito en su objetivo de calmar los ánimos, pero lo que sonó entre los aplausos como un tiro fue un disparo auténtico, según los expertos de pistola maricona, un Derringer o similar, creció el tumulto, de la timba de don José Carlos Arias salían los jugadores chorreando un sudor de asombro muy próximo al del miedo.
– ¿Qué ha sido eso?
– ¡Allí!
De la calle entraba don Custodio, propietario de Mantecadas Custodio, S. A., de Astorga, sujetándose en vano la rosa roja del pecho y con un susurro en la boca.
– Por poco me mata…
Cayó cuan largo era.
– Hay que avisar a la ambulancia.
Lo depositaron sobre el mostrador, la rosa crecía inexorable, se hacían cruces sus compañeros de juego, «si no lo veo, no lo creo, será cabrón», se había jugado el sueldo del mes, el saldo de su cuenta corriente, el reloj, la alianza, las dos tabladas de huerta, la viña, la casa y la mujer no porque no se la aceptaron, lo había perdido todo y vieron claro que no sabía perder, este tío se suicida, salió tras él Custodio, el que estaba en racha, en su noche de suerte, para convencerle de que mañana será otro día y para ayudar en un apuro están los amigos, pero don Justo, interventor del Santander, qué van a decir mañana en el banco, se convenció de otra cosa, le disparó a bocajarro al industrial mantequero y se perdió en la noche, «será cabrón, y total para nada, no tiene edad para unirse al Charlot», aquella barahunda no me despejó la cogorza pero sí me aclaró las ideas, mi suerte la tenía que decidir por mí mismo y me aferré a la imagen de Olvido sin ninguna inhibición freudiana o como se llame, me admiró la sangre fría de la Faraona para controlar el caos, subida en una mesa, sin enseñar las ligas y con la voz que pudo haber sido, nos espabiló a todos.
– Caballeros, la policía me da diez minutos para desalojar el local, déjenme sola con mis chicas y aquí no ha pasado nada.
Así acabó la partida de giley más larga de la historia, nos marchamos tan tranquilos, los jugadores dispuestos a batir el récord con la que sin duda iniciarían mañana al mediodía, después de comer.
El equivalente a no pensar en nada era el hacerlo de continuo en cosas secundarias, un buen método para asegurar el equilibrio de su doble personalidad, dándole a la manivela del coche mister White pensó en los sapos, los oía croar en la charca próxima, los lugareños odiaban a los sapos por su leyenda del esputo venenoso sin saber el beneficio que reportaban a la huerta, patatas y hortalizas se salvaban de caracoles e insectos por ser el menú de los batracios, aquélla era una buena tierra mal aprovechada, aplicando un mínimo de ciencia agrícola se podían doblar las cosechas, la granja era una buena coartada, puso en marcha el motor del Humber, colocó en la malla la tartera que le había preparado Carmen, filete empanado y huevos duros, se calzó los guantes de conducir y se tanteó el abultado bolsillo de la chaqueta sobre el corazón, su única arma de combate, como mínimo cien mil pesetas en metálico, automática y de repetición, con ella se obviaban todos los obstáculos, antes de arrancar se despidió del pointer.
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