– Yo tengo un poder especial en mi vista.
– ¿El de la Bruxa?
– Sí.
– No digas estupideces, Ausencio. No me defraudes más y recuerda tu promesa.
– ¿Qué promesa?
– Te diré el secreto, que no es secreto, si dejas en paz a Olvidín.
Debería haberme dormido.
– ¿Por qué no se lo dice a Gelón? Es su hijo, a él le pertenecen sus secretos.
– Según el despotismo ilustrado hay que decírselo a quien valga. Por desgracia él no vale y lo echaría a perder.
Me dejé llevar para no seguir por un camino tan vidrioso y no recuerdo lo que soñé, lo que sí me pareció un sueño fue la explicación que me dio Nice bien entrada la mañana, cuando me despertó con el lujo de un desayuno de chocolate con churros, «hay que celebrarlo», me dijo. Todo un número de circo la cara que pusieron los inspectores cuando desprecintaron el bocoy para confiscar el wolfram, ¿quieren un vaso?, lo que contenía era vino blanco, no muy bueno, tampoco del año, pero vino blanco de las Chas, ¿cómo lo hizo?, no dio ninguna explicación de viejo alquimista o de habilidoso falsificador, tan sólo un breve comentario a sus atónitos hijos antes de salir a su paseo mañanero.
– No podía permitir que el apellido Sernández quedara en evidencia, si yo digo que es vino, es vino.
Las minas de los alemanes estaban por encima del pueblo de Casayo. En el único edificio de piedra y con luz eléctrica, oficina, depósito de mineral y taller de reparaciones, en la mesa de su breve despacho, Helmut Monssen meditaba geopolíticamente, las minas están en casa de Dios, dicen los nativos, y es en lo único que aciertan, su cerebro exacto y logarítmico solía indignarse con la sistemática imprecisión que le rodeaba, si quedan contigo un martes a las once puedes apostar a que acudirán, pero nunca a las once y vete a saber de qué martes, corrigió el mapa catastral, si nuestra cota es exacta y lo es porque la hemos medido nosotros, la de peña Trevinca, allí encima, no es 2.090 metros sino 2.087, les encanta simplificar las cifras, siempre a su favor, pero más les entusiasma enturbiar conceptos, lo impreciso es una de sus bellas artes, la zona en que estaban no era ni Castilla ni Galicia, sino el Bierzo, y aún discutían en el filo de una muga invisible si pisaban la provincia de Orense o la de León, sufría su inteligencia con el cúmulo de errores empezando por el del nombre de la empresa que se encontró ya bautizada, Minas del Eje, no se debería ser tan explícito, pero no se pudo contener el entusiasmo español que la registró, ¿a quién se le ocurre?, se había extendido tanto la denominación que a aquellas montañas las llamaban la sierra del Eje, no les convenía la publicidad, pero ya era inevitable. Sufría su espíritu de servicio pensando que, en las difíciles circunstancias por las que atravesaba su patria, quizá su presencia fuera más práctica en otras latitudes, pero el wolfram debía seguir fluyendo a la fábrica subterránea de Nordhausen, él era el responsable del este ibérico y el nuevo yacimiento en la peña del Seo le anclaba definitivamente a la región, su control era algo a tratar con exquisita mano izquierda, un alarde de prestidigitación ante los aliados que campaban a sus anchas a pesar de la diferencia ideológica con el régimen. Sufrían sus cálculos domésticos con las pérdidas liminales, en el frente de ataque se distraía algo de mineral, en las vagonetas se desmoronaba, en el molino se aventaba, en el lavadero lo arrastraba la corriente y en las mesas de recuperación estaba el quid, en el almacén con los sacos precintados no había riesgo, el riesgo sería para el merodeador, la orden era tirar a matar, a dar para que no sonara truculento. Combinar nuevas adquisiciones y evitar pérdidas era la jugada, le preguntó a Schneuber:
– ¿Le has localizado?
– Creo que sí, ya tenemos al hombre.
Friedrich Schneuber era el ingeniero director de la explotación, miraba a través de la ventana su obra maestra, doscientas personas trabajando en algo que él había construido a partir de menos uno, subir el agua desde Sobradelo y construir un grupo electrógeno con una locomotora vieja de Renfe había sido todo un alarde de técnica, estamos en la Cabrera, tenía que recordar con cierta frecuencia a sus superiores de Madrid.
– ¿Puedo saber quién es?
– Aquiles.
– ¿Le has insinuado algo?
– Le he presionado, no estamos para perder el tiempo.
Desde su ventana, en lo alto del montículo, Friedrich podía controlar de un vistazo todas las instalaciones de las que tan orgulloso se sentía, abajo, al final de la rampa, estaban las mesas de los sacageneristas, trabajaban a destajo y por allí se filtraban las pérdidas, un puñado de arena cabe en cualquier sitio, en la bota, en la boina, en la petaca. Aquiles hablaba con uno de los recuperadores más inquietos, le llamaban Milhombres porque no levantaba un palmo del suelo.
– Me gusta tu tierra, Milhombres, ¿y a ti?
– A mí también, ¿a quién no le gusta lo suyo?
– A los malnacidos.
Aquiles reflexionó contemplando el paisaje, sobre las lomas lucían las flores rosadas de las urces, las blancas de las siestas y las amarillas del tojo, una tierra difícil, el viento transparentaba el aire, se veía muy lejos el vuelo de los galfarros, demasiado lejos para distinguir al azor del milano, o al halcón del águila perdiguera, una tierra muy suya, en sus torrentes se daba la excepcional trucha cardenalicia y la perdiz pardilla sólo habitaba por aquellos andurriales, el río Cabrera nacía allí mismo, descendía en picado hacia León, pero el río berciano giraba inesperadamente sobre sí mismo para volver a sus orígenes, una tierra para ganarse el pan, lo que estaba haciendo.
– ¿Como a cuánto sales al día?
– Ponle unos veinte pesos, no más.
– Es mucho.
– ¿Pasando lo que pasa por mis manos?
– Veinte pesos y lo que se te queda en ellas.
– Te juro que ni un gramo.
– ¿Me tomas por tonto?
– ¿A ti? Tú eres ratón colorado, de los que comen la harina sin roer el saco, ya me dirás lo que quieres.
– Te lo diré cuando lo sepa, pero mucho me temo que se acabó la sisa y el que no esté de acuerdo que cambie de aires.
Una tierra hospitalaria incluso en su cumbre más inhóspita, la hostilidad la compensaba siempre con un beneficio, el escambrón te podía atravesar un brazo con sus espinas pero en sus ramas se injertaban hasta cerezos sustituyendo así la falta de suelo agrícola, las urces eran estériles pero los tuérganos de sus raíces alimentaban la lumbre de las cocinas y hasta la de la motoroloca del grupo electrógeno, nada se podía sembrar pero el wolfram era una bendición. Aquiles Vicioso Paternottre, natural de Salamanca capital, había llegado a esta tierra mediante un ventajoso contrato con los alemanes, su especialidad eran las mesas lavadoras tipo cartagenera, de cruceta y palanquín, y no estaba dispuesto a perder el empleo, Milhombres era un amigo, pero Schneuber era el jefe.
– Le llaman a la oficina del mister.
– ¿Por lo de la sisa?
– Supongo.
Schneuber era un tipo duro, circunstancia a la que Vicioso Paternottre estaba acostumbrado y no le importaba, lo que le inquietó al entrar en la oficina fue la presencia de Helmut limpiando sus gafas redondas de abuelita, Monssen era un tipo inclasificable, ni siquiera se sabía su función en la mina, pero todo el mundo daba por sentado su autoridad sobre cualquier alemán que desfilara por ella, sus ojos no eran inexpresivos sino crueles, y eso descomponía los nervios.
– Ya sabe lo que pretendemos, ¿no?, neutralizar las pérdidas.
– Con los sacageneristas es muy difícil el control, hago lo que puedo, pero supongo que algo sí se cargan, yo haría lo mismo.
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