Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Faltaría más. Te prohíbo que salgas con ella.

– ¿Por qué?

No quería entenderle, si se estaba refiriendo como me temía a mi doble Expósito era el fin de nuestra amistad, mejor no entrar en el tema, abusaba de su abatimiento, deberíamos preocuparnos del problema inmediato, el bocoy sellado por un papel con el escudo de la Fiscalía y la firma del sonrisas.

– Es demasiado niña, no tiene edad para andar tonteando por ahí, no le conviene.

Me ceñí al problema.

– ¿Qué va a pasar con el wolfram?

– Prométeme que no la verás más.

Abusaba, por eso le mentí por primera vez en la vida.

– Está bien, se lo prometo.

– No te creo.

– Le doy mi palabra, se lo juro.

Me sentí terriblemente incómodo, los dos lo estábamos.

– A tu edad el amor es un espejismo, un invento.

¿Cómo explicarle que no necesitaba inventarme ningún amor, que tampoco era un invento la necesidad de amarla porque nos amábamos sin necesidad de inventar excusa alguna? Lo nuestro era tan natural como el aire, estás en él y lo respiras, si te lo quitan te mueres. Debería comprenderlo.

– Tiene mi palabra.

– Confío en ella, José. Ahora, si quieres, puedes echarte en la cama plegable, no conviene que salgas, estarán vigilando, yo me voy a quedar de guardia para que nadie toque el precinto.

– No tengo sueño, ¿va a pasar la noche en vela?

– Sí, supongo que sí.

– Le acompaño.

Sacó un Ideales, empaquetado provisional, y lió a mano un pitillo, uno de sus ejercicios de meditación favoritos, y me lo pasó, lió otra picadura para sí y con la primera vaharada inició uno de sus discursos didácticos como si nada de particular hubiera ocurrido.

– El precio de este mineral es una fábula de Samaniego, y es que quieren cargarse a los alemanes que son los únicos que saben sacarle el jugo, claro, los aliados tienen el dinero pero no la técnica, apenas si lo aprovechan para los filamentos de lámparas de incandescencia, sí, esa espiralita que se ve cuando se rompe una bombilla, los alemanes no lo utilizan sólo para el acero de sus cañones, los suyos sí son cañones, perfectos, lo utilizan también en herramientas especiales para tornear, fresar, roscar, máquinas que sustituyen al hombre, que le ahorran un trabajo bestial, y sin embargo los enanos también arremeten contra el maquinismo, los comunistas son unos enanos, no aceptan la lección de la historia, la de que el progreso siempre lo ha realizado un individuo privilegiado o una minoría selecta, confunden la velocidad con el tocino, los obreros tendrán problemas económicos y por supuesto hay que ayudarlos, a los pobres, pero de eso a que sean el motor de la historia, el factor de progreso, hay una diferencia, la masa siempre es despreciable, incluso si existiera una masa de reyes o de sabios, por ser masa, sería despreciable, lo dice muy bien Ortega en La rebelión de las masas, un libro que debes leer, te lo voy a dejar.

– No tengo estudios para leer un libro de filosofía, padrino.

– Disculpas, la cultura se hace leyendo libros uno solo, ¿o te crees que aprendí algo en la Universidad? Además, Ortega no es un filósofo, es un vulgarizador de las teorías alemanas.

– Por mucho que vulgarice no lo entenderé.

– Eres un buen español, antes morir que perder la vida, que leer un libro, nuestra ley de bronce.

– Tampoco es eso, padrino.

– Lo es, pero hay excepciones, mira por dónde fue un español quien descubrió el wolframio, sí, no pongas esa cara, el gran Fausto Elhuyar, en el Real Seminario Patriótico de Vergara, una institución modelo creada por la Real Sociedad Vascongada de los Amigos del País, en el siglo dieciocho, el bueno, el del despotismo ilustrado o el poder para los que saben, la única vía de progreso, justo lo contrario a lo de estimular el instinto de la masas con frentes populares y demás chapuzas, el único siglo en que intentamos hacer un trabajo riguroso, mira que le habían dado vueltas otros sabios extranjeros al wolfram, el sueco Scheele por ejemplo, pero fue nuestro gran Elhuyar el que logró aislarlo, y los ingleses que tanto nos quieren, para arrebatarnos esa gloria científica, en vez de wolframio se empeñan en llamarlo tungsteno, que se lo roban ahora a Portugal como si fuera una colonia, así tratan a sus amigos, y el Inglés ahora también quiere influir por aquí como si esto fuera Portugal, que en todo caso será Galicia, pero bueno, ése es otro problema, los aliados nos quieren tanto que ahora hay gente cambiándose la chaqueta hasta en el gobierno, estamos ciegos, pero que se jodan, se llama wolframio y la gloria de descubrir un nuevo cuerpo simple en el sistema periódico es nuestra. Y por más pasta que tengan, quienes lo saben utilizar son los alemanes.

– No me caen bien los alemanes.

– Claro, no lees libros. Pero ten cuidado, todas las generalizaciones son falsas, incluso las mías, don Guillermo, el Inglés, a pesar de ser inglés, es una buena persona, ¿te ha hablado?

– Sí, por eso les ofrecí el wolfram a usted y Vitorina, yo ya tengo empleo y no lo necesito.

– De eso ya hablaremos.

– Siento mucho haberle metido en este follón.

– Es el wolfram el que nos está enfollonando a todos, pero no te preocupes, de algo servirá mi paso por el Ayuntamiento.

Di una cabezada, me dormía con el mismo sueño intempestivo de los viajes en tercera, cuando no sabes muy bien dónde estás ni con quién hablas en el desvelo de una estación fantasmagórica, una barba blanca, liaba en su vigilia un pitillo tras otro y seguía la conversación sin descomponer la mueca, ahora amable, de su anciano rostro, capaz del gesto magnífico era la miseria cotidiana lo que le derrotaba. Hablamos de las minas.

– Aquí la fiebre minera oculta el secreto a voces del metal básico que mueve al mundo, el oro.

– Ya, pero desde los romanos ni olerlo.

– Aún hay gentes que se ganan la vida lavando las arenas del Sil.

– Que pierden el tiempo querrá decir, padrino.

– Lo que quiero decir ya te lo diré.

– Cuando guste…

Me dormía irremisiblemente, me sobrepuse para no caer sobre la camilla y dejarle con la palabra en la boca.

– ¿Conoces las Médulas de Carucedo?

– Sí, claro.

– Qué vas a conocerlas, de vista, de alguna excursión, cuando vuelvas por allí fíjate en lo que te digo, los picachos de tierra roja, desérticos, son ruinas de la naturaleza provocadas por el hombre, por los romanos, o mejor dicho por sus esclavos, ¿por qué crees que son rojas?, por la sangre de los esclavos que allí murieron, se habla de sesenta mil esclavos, ¿te imaginas lo que es eso?, una ciudad entera trabajando en busca de oro, según Plinio el Viejo, en su Naturales Hispaniae que no te voy a dejar porque no lo tengo, no te asustes, se lavaron trescientos millones de toneladas de tierra berciana, salían unos cinco gramos de oro por tonelada, lo cual hace unas veinte mil libras al año, el mayor tesoro del imperio, perforaban la montaña hasta dejarla como un gruyère y después inyectaban agua a presión, la traían desde kilómetros de distancia, toda una doble labor de ingeniería, la minera y la hidráulica, eran los alemanes de su tiempo, inyectaban el agua y el monte se venía abajo, el «ruina montium» que describió Plinio, ¿te imaginas el estruendo?, ¿los que morirían enterrados?, y después a lavar las arenas, no las del río, las del monte, algo inimaginable, y lo que tampoco se puede uno imaginar con un mínimo sentido común es que lavaran todos los montes del Bierzo, algo dejarían, digo yo, hay otras médulas ocultas, el oro es el nervio secreto del Bierzo.

– Si existieran ya las habría descubierto alguien.

– Si estuvieran ocultas sí, pero nadie ve lo que tiene delante de los ojos.

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