Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Níquel.

– Una pieza de museo.

– ¿Y por qué no te compras tú otra, Jovi?

– No, mi Bayard es recuerdo de familia.

En realidad era un trofeo de guerra, se la ganó al mus a un legionario valón.

– Has hecho una buena compra -remató Mayorga-, tiene el tamaño justo.

– ¿Justo para qué?

– Para sujetarla en la pantorrilla con un esparadrapo.

Justo para que no abulte mucho y sin embargo a media distancia tenga la precisión y potencia necesaria para tumbar a un tío, quiere decir. Me sentía fuerte, seguro, decidido, miré mi reflejo en el vaso, y hasta guapo, ¿por qué no? La metí en el bolsillo trasero abotonándolo con mimo, más adelante me haría uno lateral de lona para que no se rompiera, una especie de funda oculta, dos, una para el pantalón y otra para la chaqueta. El contubernio lo remató Jovino.

– Recuérdalo siempre, no la saques sin motivo ni la enfundes sin honor, la pistola es como la picha.

La primera entrevista liquidada, las otras dos eran personales e intransferibles, así es que me despedí de todos y traté de perderme entre los puestos de la feria para adquirir poco a poco un caminar normal, suponía que todos los ojos se clavaban en mi abultada nalga izquierda, «vienen los mineros», me advirtió la pulpera, «¿y a mí qué?», para mostrar mi aplomo tomé un rabo de pulpo indiferente a su bulla, la vi al otro lado de la plaza, un revuelo de melenas y faldas, Olvido estaba allí, le hice un gesto de aguarda, déjalos pasar, algunos venían ya colocados con una botella de coñac en la mano de la que bebían a morro, en primera fila miembros de la Brigada del Gas, petulantes, disfrutando de la admiración y temor que despertaban a su paso, listos para la gamberrada con la que se imprimían carácter, media docena de maricas a las que habían clavado un cartucho de dinamita en el culo.

– Una hermosa bestialidad, ¿no?

Me lo dijo don Guillermo, a mi espalda, me sorprendió su presencia y el verle tan elegante, contrastaba con aquellos energúmenos, se había puesto un impecable traje blanco y fumaba displicente un cigarrillo rubio, en un club inglés no hubiera desentonado, pero en la feria era todo un acontecimiento.

– ¿Va de viaje?

– No, ¿por qué?

– Como lleva corbata.

Los brigadistas soltaron a las maricas, las miserables urracas volaron despavoridas con la mecha ardiendo junto a la cola, la gente corrió a refugiarse bajo los soportales, fuegos de artificio vivitos y coleando, las aves apenas se elevaron unas decenas de metros y explotaron en una traca brutal que se resolvió en una lluvia de plumas y un par de heridos sin importancia, rasguños superficiales.

– Las averías a nuestra cuenta.

– ¡Viva el Gas!

Mister White se sacudió una mota de polvo invisible.

– Bien, parece que ya podemos hablar con cierto sosiego.

No estaba tranquilo, a las chicas no les había ocurrido nada, otro gesto de espera, ya te buscaré, pero la siniestra banda se dirigía hacia el casino y allí estaba don Ángel, soportaba mal las impertinencias y los gasógenos no estaban acostumbrados a que no se las soportasen, en la duda decidí liquidar cuanto antes el asunto del Inglés. Paseamos como dos gentlemen, ajenos al olor de la fruta podrida y los aullidos de la tómbola.

– ¿Has tomado una decisión?

– Sí, claro.

– ¿Y puedo saber cuál es?

– ¿Han cambiado en algo las condiciones que me ofreció en Perrachica?

– Sólo en la escritura.

– ¿La casa será mía?

– Lo será y por escrito.

– Entonces, de acuerdo.

Extendí la mano para firmar el trato, chocamos los cinco y le agradecí que no intentara convertirlo en un pulso como hizo Jovino, tenía una piel suave, sin callos, pero varonil, me gustó, llegaríamos a entendernos, quería creer que todo se desarrollaría según mis intereses, podría engañarme con suma facilidad, pero si lo hacía le perseguiría hasta el fin del mundo para darle muerte.

– Puedes recoger tus cosas y trasladarte a la villa cuando quieras, cuanto antes mejor.

– Viajo con lo puesto -me palpé la Star-, no tengo equipaje.

– ¿Por qué te has comprado una pistola?

Volvió a sorprenderme, si quería deslumbrarme con la exhibición de que nada escapaba a su control lo consiguió, nos miramos a los ojos y no sé si leería en los míos lo de a pesar de todo si me engañas te perseguiré hasta el fin del mundo, yo en los suyos ni pum, no estaba acostumbrado a ojos tan azules y gélidos, me decían menos que si fueran de cristal, un inconveniente a superar.

– Farda mucho.

– En nuestras gestiones la utilizarás cuando te diga, a ser posible nunca.

– A veces, con enseñarla sobra.

– Carmen, la Pesquisa, se encarga de la casa, en cuanto llegues te instalará en tu cuarto, pero, por favor, no la llames jamás Pesquisa, es de muy mal gusto.

– No creo que a ella le importe.

– A mí sí.

Con una pistola al cinto y un hogar en el futuro no me iban a detener ni las trampas de Fumanchú, me quedaba la tercera cita, la más importante, pero antes tenía que pasar por el Macurro, no fuera el padrino a enredarse en trotes para los que no estaba. Me estremecí al ver la fuerza de la puja, había billetes de mil sobre el tapete verde amontonados con la impudicia que en un casino soslaya la presencia de fichas, un silencio expectante alrededor de la mesa, «chist, los mirones de piedra y dan tabaco», Chaves se había esfumado y su lugar lo ocupaba un tipo más joven que yo, repartía cartas con ademán zafio e intenciones asesinas, Jovino me cuchicheó el por qué le habían consentido sentarse con los grandes, «Pepín, el del Gas, de dinero lo que quieras», don Ángel perdía con el rostro imperturbable de la costumbre, en la mesa y en el juego se conoce al caballero, era su marca de fábrica, si al menos la hiciera en su elemento, en la salita privada del Gran Kursaal, el casino donostiarra embarrancado entre las olas del Cantábrico y la desembocadura del Urumea, pisando una alfombra de terciopelo y reflejándose su frac en el vidrio tallado de una copa de brut, tendría alguna oportunidad, me dio lástima, imposible ganar aquí, jugaba con los conocimientos de un profesional, pero le faltaba el carisma de los elegidos, algo tenía que quebrarse en su delicado espíritu al verse trasladado de la belle époque a la presente chusma, una mano envenenada, se iba en la puja el regalo del otro día y bastante más, descartes y abandonos, quedó solo frente al Pepín, que jamás sería un don José por más duros que apaleara, obligado a la humillación de poner su resto para forzar el envite, si el otro aceptaba el acabóse, no aparecería el discreto gerente del casino a susurrarle al oído, no se preocupe, señor, tiene crédito ilimitado, era su puntilla, una audacia estéril que nos cortó la respiración a los que le conocíamos, decidí ensayarlo por más que no confiaba en su eficacia, miré fijamente al jovenzuelo, casi un contacto físico porque le obligué a levantar la vista, momento que aproveché para engañarle, tiene una escalera de color al rey, verán en tus ojos lo que quieras mostrarles, me prometió la Bruxa, tiene una escalera de color y es mano, no puedes ganarle, dudó, se restregó la frente empapada de sudor tratando de desembarazarse de tan mal presagio, insistí fanático, escalera de color, parpadeó perplejo, escalera de color, le temblaron las cartas, «¡mierda!», y las arrojó sobre el tapete, ni yo mismo me lo creía, abandoné rápido el corro para ignorar la reacción de don Ángel, me sentía agotado por el esfuerzo de creer en lo que no se tiene fe, pedí un Bergidum Guerra, necesitaba algo fuerte.

– Tú no me conoces, ¿verdad?

Frente a mí, Pepín, el Gallego, brigadista del Gas, tratando de fulminarme con la mirada.

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