– Sitio hay.
– Pues yo que tú no me lo pensaría dos veces.
Dositea utilizaba su propio apellido Valcarce y jamás se nombraba señora de, hasta en pensamientos censuraba al innombrable, puesto que la había dejado en su precaria situación de ni viuda ni divorciada, que esto último hubiera sido imposible, pues su condición de católica no se lo hubiera permitido y así, para borrar la memoria del esposo y no favorecer los cotilleos, no salía a la calle, los recados se los hacía Olvido, niña Olvido por hija única, va a cumplir los diecisiete y aunque es mujer su madre la ve tan niña como a los seis, no me lo llames delante de nadie, protesta Olvido, la abuela te tuvo a ti a mi edad, niña, la reprende, no digas procacidades, eran otros tiempos; la jovencita salió a la calle con el encargo de medio de puntilla y cuarto de raso para el eterno esfuerzo de conservar la ropa interior como nueva, prolongó el paseo hasta la mercería El Hilo de Seda deambulando por calles transversales, demorándose en la fuente por el puro placer de sentirse libre, viva y en movimiento, sentía un hormigueo especial que le impedía estarse quieta, y más inquieto aún se mostraba su corazón provocando continuas aventuras imaginarias, todas con el mismo propósito, el de volverlo a ver, no es que fuera guapo, es que le gustaba a ella como nunca le había gustado otro chico y no sabría decir por qué, encuentros en los que se mostraba tan audaz como para mirarle directamente a los ojos y para, no quería sobrepasarse en la audacia, para tomarle de la mano y decir ven conmigo, no se atrevía a decirlo, las contradicciones le provocaban un raro placer agridulce, le costaba trabajo el dormir del esfuerzo que hacía para soñar con él, si no lo conseguía se despertaba para volverlo a intentar, todo su cuerpo latía en la misma dirección, lo notaba y le daba tanta vergüenza que no se lo había dicho ni a su mejor amiga de clase, iba a suspender más de una asignatura, con los exámenes encima y sin poder concentrarse en ningún texto, lo notaba en el sostén, le crecían los pechos de hora en hora, a ella, preocupada antes por quedarse plana, era absurdo relacionar ambas cosas, pero cuanto más le crecían más se acordaba del recién llegado y cuanto más lo recordaba más problemas tenía con el sujetador y más ansias tenía de volverle a ver.
– Me de…
No recordaba el encargo, trató de memorizarlo frunciendo el entrecejo.
– ¿Te pasa algo, Olvidín?
Odió a la mercera por llamarla así, «no es nada, puntilla y raso, medio y cuarto», salió de la mercería y con nuevos meandros en el itinerario llegó a la calle del Agua por la que pasó con la indiferencia de quien ha nacido en ella y la ha repasado millones de veces, los detalles que le afectan, cuando se fija en ellos, no pueden ser los mismos que afectan al forastero curioso, escudos y blasones tapizan los edificios evocando una historia suntuosa, pero a Olvido le sugiere algo más importante la esquina anónima de su menarquia, en donde tuvo de improviso la cuchillada de su primera regla sobre la que nadie la había informado, los torreones y la heráldica eran tan cotidianos como los nidos de golondrinas bajo el alero de cualquier edificio, casa solariega de don Gabriel de Robles, primer tallador de moneda en el Potosí, convento de las Agustinas Recoletas de San José, capilla de los condes de Campomanes, casa en que nació el novelista Gil y Carrasco, palacio de los marqueses de la villa, frontero al del obispo Torquemada, marquesado en lo civil tan poderoso, en su día, como en lo eclesiástico sus vecinos de la Colegiata, más de sesenta parroquias a sus pies y dependencia exclusiva del Pontífice romano, si Villafranca fue el eje histórico del Bierzo, la calle del Agua fue la columna vertebral de su propia sociología, para los villafranquinos su ciudad es única por más que existan Villafranca de los Caballeros, de Bonany, de la Sierra, del Penedés, del Campo, del Cid, de los Barros, del Ebro y del Duero, por más que para los pueblos de alrededor los villafranquinos sean unos señoritos arruinados y presumidos que no la hincan, que no quieren mancharse las manos y se la menean con papel de fumar, y la prueba es que poquitos suben a la peña a pesar del hambre. Con la indiferencia de la cotidianeidad, con inquietud por el nuevo sentimiento que se le agita en los pechos, la niña Olvido llegó al portal de su casa, puerta de nobles cuarterones de madera y reja artística, siempre abierta, para lo que hay que robar no merece la pena tomarse molestias, de dinero nada y los muebles demasiado viejos, no se ha iniciado aún la rapiña de los anticuarios, cuadros tan lóbregos en los que apenas se distinguen las figuras y menos las firmas, ilegibles, como la de un Caravaggio.
– Cójalo, Isidora.
Entró en el sombrío zaguán a tiempo de escuchar el repiqueteo del teléfono en el piso de arriba, el de los dormitorios, en donde hacían la vida, ¿quién será?, con la esperanza de que fuera otra persona, a sabiendas de quién es el único que llama, hacerlo desde Cacabelos es una conferencia cara y tan complicada como desde Cádiz, desde donde nunca telefoneó su padre, sería tan hermoso que fuera otro, un otro muy concreto, volver a oír su voz aunque sólo fuera para tomar el recado.
– ¿Dígame?
Preguntó Isidora, la viejísima ama, desde siempre en el hogar, desde antes de los muebles, como de la familia, sin sueldo y con el debido respeto por más que se la considerase de la familia, reliquia de los buenos tiempos junto con el teléfono de bocina articulada.
– ¿Está doña Dositea Valcarce Vega?
– ¿De parte de quién?
Lo preguntó aun habiendo reconocido la voz de don Ángel, tampoco podía ser otro, nadie más llamaba, pero las formas hay que mantenerlas, avisó a la señora y contestó al «¿quién es?» de Olvido, «¿quién va a ser, niña?», y se extrañó de su decepción, no iba a esperar una llamada la mocosa. Podía haber sido otra persona, pensó Olvido, hubiera sido tan hermoso, ¿de qué habríamos hablado?
– De nada.
Se puso su madre al teléfono.
– Dime, Ángel, ¿cómo estás?
– Bien, bien, ¿y tú? Verás, he pensado que tienes un armario lleno de ropa de caballero y alguna prenda puede serle útil, algo práctico, jerseys, pantalones, no el traje de chaqueta cruzada, claro, quizá le estén grandes pero pueden arreglárselos…
El innombrable se marchó tan de improviso, tan a la desesperada, que dejó la mayoría de sus efectos personales, todavía andaba por ahí rodando una brocha de afeitar, toda la ropa en buen estado, ella metía sus bolitas de alcanfor contra la polilla aunque no la fuera a utilizar nadie, en la primavera algún membrillo aromático, era muy cuidadosa, tenía tiempo de sobra y se distraía en infinitas labores domésticas.
– Yo misma puedo hacerlo.
– No te molestes, se lo hará Vitorina encantada.
Olvido se quedó escuchando la conversación al otro lado de la puerta, urbanidad y conducta, notable, las monjas ponían las notas por rutina, no se enteró del encargo, pero el instinto espoleó su curiosidad, palpitaba en los pulsos como si tuviera fiebre.
– Un sobrecito de okal.
Don Ángel despachó el analgésico y se sorprendió al ver entrar en la farmacia al Inglés, un extranjero natural de Glasgow.
– Caramba, mister White, no estará enfermo con esa buena pinta que tiene, ¿eh?
– Vengo por un producto, no por medicinas, ¿cómo se dice?, ¿nitrato de amoníaco?
– Amónico. Nitrato amónico.
– Exacto, nitrato amónico, ¿tiene?
William White hablaba un castellano fluido y bastante amplio aunque con mucho acento sajón. Lo de sajón lo decía el boticario que, a pesar de ser germanófilo, le tenía en gran estima por ser hombre culto con el que mantenía largas charlas cuando coincidían en el café del Macurro. Era la primera vez que entraba en su establecimiento.
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