– ¡Olvido!
Corrió alejándose de José, sabiendo que jamás se separaría de él, sintiendo cómo todas las palpitaciones y nervios se remansaban salvo los del otro animalillo que hocicaba un poco más fuerte que a la ida, era el sentimiento de culpa, pero no le iba a hacer caso, el miserable animalejo no podía compararse en fuerza con su espléndido león protector, ya se confesaría, pero ahora tenía que correr con todas sus fuerzas antes de desmayarse.
El grito de aquel hombre me cortó la respiración con la prontitud de una cuchillada en la tráquea, levanté la mirada y le vi caer desde lo más alto del caborco de la Muerte, intentaba volar, movía las manos, se abría de piernas y los faldones de la camisa ondeaban al viento, a toda velocidad como un paracaidista al que le falla el mecano, a veces uno sueña en volar, agita los brazos y asciende pesadamente unos metros, pero ni siquiera en un sueño se puede frenar una caída tan a plomo, atravesó la última capa de niebla mañanera y reapareció después, abajo, como un obús a punto de estrellarse contra las rocas.
– Se va a hacer polvo.
Polvo eres, mas polvo enamorado, y en polvo te convertirás, pensé cuando me abrazó Vitorina a la puerta de su casa, me costaba decir mi casa porque no lo era, subí de un salto la destartalada escalera exterior de pizarra y en el espacio libre del balcón corrido, como siempre repleto de colgaduras, ristras de pimientos, panochas de maíz y ropa puesta a secar, me abrazó loca de entusiasmo.
– ¡Pepe! ¡Pepe de mi alma!
Volví a llorar por culpa de sus lágrimas, sentía su cuerpo aplastado contra mi pecho y si no podía imaginarme dentro de su vientre, sí aferrado a sus pezones, eras un mamoncete insaciable, me había dicho tantas veces, pasamos a la cocina, los mismos muebles, más viejos, más cansados, como su rostro que enmarcaba un pañolón de luto riguroso, la Gallarda se quedó viuda como tantas otras por ruines venganzas personales, a Ricardo García, su hombre, le fusilaron un amanecer de mal recuerdo junto con varios más en las tapias del cementerio para ahorrarse el traslado, su nombre no figuraba en la lápida del atrio de la iglesia, la de los caídos por Dios y por España, había caído por nada, pregunté por Ricardo García Gallardo, mi hermano de leche.
– ¿Y Carín?
– ¿Dónde quieres que esté? En la peña.
Sus pupilas cantaban lo de tristes hombres si no mueren de amores, tristes mujeres si les arrancan los quereres, lloraba la copla sin odio en la sangre, con tristeza en el alma.
– También yo voy a subir.
– Búscale, se alegrará de verte, ayudaos, andan sueltas muy malas personas, ayudaos que si os pasa algo me muero.
– Alegra la cara, saldremos de pobres.
– Yo nunca he sido pobre, Pepe, apenas he tenido para comer, pero siempre he tenido alguien que me quisiera y a quien querer, con cariño no se es pobre.
– Te traeré algo más que cariño, dame tiempo.
– Cuídate, cuidaos los dos, sois mi fortuna, la única que me interesa.
Me enternecía, para no llorar a moco tendido bajé a la calle, medio Quilós salió a saludarme y el otro medio se quedó tras los visillos espiando mis movimientos, ninguno de los de mi quinta estaba en el pueblo, ¿para qué preguntar dónde estaban?, fui a visitar a mi madrina, la Bruxa, no podía fallarle, me quería de veras y yo a ella más si es que eso era medible, me impresionó su carita de pasa, podía tener cien años, no salía de su habitación, una zahúrda en forma de hórreo por la que circulaba el aire a su antojo; sentada en su silla de enea se la encontrarían rígida un invierno, si no era el próximo el siguiente, a no ser que fuera inmortal y nos enterrara a todos, cosa que a nadie extrañaría, el número de personas que por allí desfilaba en consulta no había descendido, al menos estaba entretenida.
– Te aguardaba, Pepiño.
Era la única que me llamaba así, la abracé antes de que pudiera levantarse, cualquier movimiento brusco podría quebrarla, no sé, volví a emocionarme, quizá fuera la debilidad de tantos años sin proteínas, hablaba sin dejar de acariciarme el cabello con sus dedos sarmentosos pero sorprendentemente ágiles.
– Tienes que recuperar fuerzas, mira, te he preparado un caldo muy especial, no lo hay mejor para revitalizar los glóbulos rojos del espíritu, no te inquietes por tus raíces, las tienes muy fuertes, ya las conocerás, importa el presente, aférrate al hoy y déjate llevar, llegarás, pero si quieres alguna otra cosa pídemela, puedo leerte el porvenir, tráeme un vaso de agua.
No quería abusar de su gracia, en la que no creía.
– He venido a verla a usted, Enedina, lo demás no me importa, ni siquiera mi pasado.
– Eres muy bueno, Pepiño, te harán daño por tu bondad, yo sé que tu pasado te importa, pero no dejes que te obsesione, toma este caldo, es lo más reconfortante que conozco, te hará un hombre de bien, ¿sabes lo que es un hombre de bien?, el que es capaz de distinguir entre el bien y el mal, la verdad y la mentira, el amor y el odio, no es una ventaja, al contrario, es una conciencia, pero te permitirá saber dónde estás y superarlo, come sin miedo, está amargo, no es de las berzas, es de la amanita, una seta venenosa, pero no tengas miedo, está medida justo para afianzarte en el bien, come y cuéntame cosas, ¿has ejercido el poder que te regalé el día de tu bautizo?, te ha tenido que encarnar ya de sobra y ésa sí que es una ventaja, utilízala a fondo cuando te haga falta, nunca por divertirte, después del caldo es casi imposible que la utilices para maldad, casi, no hay encantamiento que elimine el casi del albedrío humano, el casi dependerá de ti.
La experiencia de la guerra me había hecho un escéptico, pero me gustaba oírla referirse a mí con tanto amor porque eso es lo que más necesita quien no tiene abuelos, lo del campo de trabajo pudo haber sido una casualidad, un acierto sicológico, yo qué sé, preferí no comentarlo, pasé varias horas con ella, el caldo me sentó de maravilla, comer bien sí que era una bendición, de entre consejos y cotilleos recuerdo la profecía de su muerte:
– La víspera de san Roque, justo cuando al perro le coloquen el racimo de uvas en la boca para sacarlos en procesión.
– No diga tonterías, tiene cuerda para rato.
– Cuerda sí, pero no ganas, y el invierno no me gusta, ¿no pensaste lo del invierno al entrar aquí?
Seguía sin volverme la respiración, la caída de aquel hombre fue espeluznante, pero lo de verdad siniestro fue el chasquido de su cuerpo contra las rocas del fondo, le vi descabezado y me volvió la imagen de Mauro, mi compañero de escuadra, en la trinchera, a punto de iniciar una descubierta rutinaria, silbaba de vez en cuando una bala de advertencia disparada al azar, el enemigo existe, un trago de saltaparapetos y me dijo eso de si la oyes silbar no hay peligro, ya está lejos, saltamos fuera al mismo tiempo y se desplomó decapitado, algo que desde luego no habíamos oído silbar le partió en dos, un tajo limpio, ni siquiera me salpicó, desapareció la cabeza de aquel hombre metida entre sus propias piernas, redondo como una pelota rebotó por el pedregal del arroyo hasta quedar inmóvil, después, lentamente, se abrió como una crisálida y adquirió de nuevo la forma humana, se distinguía bien a pesar de la distancia, las extremidades en aspa y la cabeza en su sitio, me volvió la respiración, aproveché el primer aliento para preguntárselo a Jovino, a mi lado.
– ¿Qué hacemos?
– Ni se te ocurra hacer nada, listo, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
No estaba de acuerdo con el refrán pancista, respiraba amor por todos los poros de mi cuerpo como si en la niña Olvido se encarnara la humanidad, por poco se me escapa, estaba en el desván preparando los bártulos que consideraba necesarios para mi actividad minera, me asomé por la ventana de la buhardilla a respirar un poco de aire fresco y vi cómo se alejaba de la casa, la reconocí con la pasión del explorador que descubre un nuevo océano y me hundí en sus aguas, corrí tras ella, no sé lo que nos dijimos sin palabras, ven conmigo, iré a buscarte hasta el otro lado de la luna, no nos separaremos jamás, nos besamos sin necesidad de disfrazar nuestras intenciones y el mundo se detuvo para que naciera el sorprendente león alado, fue su piel, el contacto de su piel hizo florecer algo bueno dentro de mí, el sabor de sus labios, no me atrevía ni a beber agua para no perderlo, no concertamos ninguna cita porque ambos nos sabíamos ya emplazados en un destino común, inexorable, dentro de nosotros se construía un edificio de ilusiones que habitaríamos por encima de los prejuicios sociales del bondadoso don Ángel.
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