Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Manuel Castiñeira.

– Yo, Eloy, a éste le llaman Lolo, el Puto.

– Por mí como si le llaman por teléfono. ¿Aceptáis?

El Perrachica ensayó un último regateo:

– ¿Un tercio para cada?

– No me cabrees, tú, un tercio para los dos, es más de lo que sacaríais solos en un año, ¿hace?

– Hace.

– Pues arreando que para luego es tarde. Y un consejo, el que juegue sucio que se dé por muerto.

– ¿Es una amenaza?

– Sí, claro.

Aceptaron la prepotencia de Jovino porque la necesidad suprime los remilgos, allí había dinero de sobra para los tres. Les dio instrucciones. Primero un taco al borde del nódulo, un agujero profundo a golpe de barrena, «tú sujetas la pieza», nueva, moderna, con un resalte para proteger la mano cuando falla el mazazo, «tú la golpeas», golpes rítmicos, gira la barrena de vez en cuando para que su boca estriada muerda firme en la roca, así, no es tan fácil como parece, es cuestión de fuerza y pulso, ánimo. Mientras los dos neófitos sudaban Jovino manipuló con mimo el cartucho de dinamita, metió el detonante, colocó la mecha y cerró la mordaza de cobre. Habían terminado de perforar, colocaron en el fondo la carga explosiva y el barreno quedó listo.

– ¿Le prendemos fuego?

Eloy no había explosionado un petardo en su vida, se emocionó ante su primera voladura.

– ¿Estáis locos? Si esto salta nos hacemos viejos recogiendo el mineral con pinzas, se haría grava.

– ¿Entonces?

– Es un nódulo perfecto, le atacaremos en triángulo tratando de sacarlo como la bolsa de un calamar, sin que se le derrame gota de tinta.

– Entonces el barreno, ¿para qué?

– Por si acaso, nunca se sabe.

– Oye, yo de calamares tampoco sé nada.

– Venga, a picar como os diga, la charla para los presos.

– Tú sabrás lo que haces.

– Lo sé y hay que hacerlo antes de que anochezca, este culo va a tener más pretendientes que el de la Madelón.

Sudaron entre la pizarra y el cuarzo sin volver á abrir la boca salvo para tomar aire, así hasta que una nueva sombra ominosa volvió a proyectarse sobre el filón. La historia se repite, pensó Jovino, pero al revés. Mientras esperaba la palabra clave contó trece hombres, estaba preparado pero de todas formas eran muchos, en sus ayudantes poca colaboración iba a encontrar.

– ¡Relevo!

Trató de ser irónico, la calma siempre enfurece al enemigo y refuerza la posición propia.

– ¿Mande?

– Me has oído de sobra, relevo.

– Oírte sí, pero no te entiendo.

– Que has trabajado demasiado, hala, a descansar, te llegó el relevo.

– No ha nacido hijo de madre que releve al de la mía si a mí no me da la gana.

– ¿Sabes con quién estás hablando?

– ¿Y tú?

– Soy Lisardo, de la Brigada del Gas.

– Y un servidor Jovino Menéndez, tanto gusto.

Sostuvo la mirada de Lisardo sin pestañear, consciente del duelo que se avecinaba. Se puso en cuclillas como si fuera a hacer sus necesidades con el barreno entre las piernas, sus movimientos eran lentísimos, sacó un mechero de yesca y lo prendió con fingida indiferencia.

– ¿Qué tal si le doy fuego al cordelito?

Lisardo aparentaba una fortaleza similar a la de Jovino, pero era persona muy organizada, no confiaba en exclusiva en la fuerza física, así es que sacó del bolsillo su argumento favorito, una Astra, modelo 200 del nueve largo, quitó el seguro.

– Podrías morir.

– ¿Yo solo?

– Vayamos por partes…

La Brigada del Gas venía a ser una sociedad cooperativa en la que participaban a partes iguales todos los vecinos de Oencia, el pueblo más próximo a la peña por la cara de poniente, mayor que Cadafresnas su alcalde pedáneo ejercía de tal y a la vez de secretario de la poco ortodoxa entidad laboral, el más listo del pueblo, Sandalio sabía más por viejo que por diablo, con una veterana «sindicalista», la Star calibre 7,65 del 19, estaba a la derecha del jefe, Lisardo, líder indiscutible de los brigadistas. A la izquierda el secretario chico, Pepín, el Gallego, le decían gallego porque no había nacido en la aldea sino en Calamocos un día de mercado, la madre calculó mal, bajó a vender las hortalizas sin romper aguas y subió sin vender una escoba y con un cestillo de sobra, el chico tenía un nervio asesino, se limitó al repiqueteo de su navaja cabritera de siete muelles. La organización de la Brigada del Gas era casi perfecta, dejaban para aventureros aislados el ojeo de los nidos y después les daban el relevo con los huevos empollados, su impunidad también era casi perfecta y las malas lenguas decían que no era ajena a tanta perfección la circunstancia de que el único cuartelillo de la guardia civil en la zona radicaba en Oencia, no decían que los de la Benemérita también eran cooperativistas del Gas porque eso sería demasiado peligroso de decir. Los otros diez cuadrilleros esperaban a respetuosa distancia con mazos, barrenos y escopetas, listos para entrar en acción, la que fuera necesaria. Lisardo terminó la frase.

– …la Brigada del Gas no le teme ni a Dios.

– Y el Menéndez ni al Gas bendito. A esto le llamo yo una situación interesante, ¿no?

La maldición más lúcida de los gitanos es la de ojalá vivas en una época interesante, ¿pero cuál no la es? Quedaron en silencio, mirándose con intenciones suicidas, cualquier movimiento en falso provocaría un suicidio colectivo, la yesca tan próxima a la mecha, y se trataba de una mecha rápida, sería imposible de contener incluso con un tiro en la frente, volaría el mineral, volarían las personas y sería un crimen con demasiados testigos si es que quedaba alguien para contarlo. Jovino prolongó la guerra de nervios poniéndose a silbar de nuevo con inverosímil sangre fría, qué voy a hacer yo con un hombre si necesito un batallón. Había muchos imprudentes barrenando por la peña del Seo, cuando se oía ¡fuego ardiendo! ya estaba la explosión en las nubes, la escucharon sobre sus cabezas y una lluvia de piedras se derramó loma abajo, hacia ellos, ¡fuego ardiendo!, otro más, los de arriba estaban locos y los cantos saltaban por el desnivel sin reparar en obstáculos, tronchaban ramas, árboles enteros y si en su camino se interponía una persona no iban a cederle el paso, galgos les llamaban a esas piedras imposibles de controlar, saltaban como galgos y lo más prudente era protegerse en el ángulo muerto más próximo. Se dispersaron en busca de refugio, todos menos Jovino, que remató el alarde de su baraka, me lo decían los moros, las hebreas me decían otras cosas, mi buena suerte me hace intocable y si me toca qué más da, se acabó. Cuando pasó la terrorífica ola su estampa erguida había ganado la batalla, les había destrozado la moral, no era cosa de enfrentarse a un suicida, la organización es la organización, pensó Lisardo, y hay más días que longanizas, dio la orden de retirada y amenazó al insolente.

– ¡No me olvidaré de ti, Jovino de mierda! ¡Más vale que te vayas mudando de barrio!

– ¡Y tú de calzoncillos, listo!

– ¡Morirás joven, te lo prometo!

– Y con poca salud, listo, preocupado me dejas.

La fama de Jovino como hombre que los tenía bien puestos corrió de la forma publicitaria que más éxito tiene, en susurros confidenciales de boca a oído, la más eficaz para la leyenda, de apellidos Menéndez Fernández su origen podía ser asturiano por más que sus padres y él mismo habían nacido por allí cerca, en Villar de Acero, pero nadie le recordaba de pequeño, como si hubiera surgido en la peña por generación espontánea, se supo lo que él contaba o los cuentos que le atribuían, firmó por la campaña, o sea, hasta el día en que acabara la guerra y ni uno más, rumores de Melilla, de peleas, grifa, vino y mujeres, que si pasó con un tabor de regulares o pilotando un Stuka, en él cualquier acción resultaba exagerada, si se echaba a reír temblaban los cimientos, orinando el Burbia se salía de cauce, y en cuestión de apuestas a no decir, doce docenas de huevos duros de una sentada, diez combates de boxeo seguidos, por poco boxeador profesional, estuvieron a punto de enfrentarle a Uzcúdum, veinte hebreas sin descender del catre, tan larga que ni te lo crees, tiene un tatuaje en tal parte, una raya que cuando se le empalma es un «recuerdo de tu novia Fátima de Alhucemas», pero lo más espectacular de todo es su furia española, que sepa con exactitud se cargó a diecisiete en un ataque a la bayoneta, más vale no menearlo, en la guerra se cometen muchas barbaridades, tiene la laureada, Varela se la concedió en el Pingarrón, él solo defendió una noche entera la cota 273 contra una compañía de carros soviéticos de no sé qué brigada internacional, para que le asuste la Brigada del Gas, la laureada tener no la tiene porque la empeñó en una juerga en Madrid, en el Pasapoga, se la compró un estraperlista que se estaba fabricando un marchoso curriculum de ex combatiente, cuando recuperó la firma de la campaña se marchó con lo puesto, no devolvió ni el capote, pasó por alguna obra de regiones devastadas pero sin afición al andamio cambió a celador del orden en el Tramontano, un club de Barcelona, hasta que por casualidad se lo oyó comentar a un cliente, si te quieres forrar vete a la peña del Seo, hay tajo, te lo garantizo, y volvió a casa, es un decir porque en Villar de Acero no le quedaban ni techo ni parientes, volvió decidido a hacer fortuna, de momento a recordar sus prácticas de zapador.

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