Raúl Garrido - El Año Del Wolfram

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El wolfram es un elemento básico en tiempo de guerra, el acero de las armas lo necesita. En la primera mitad de los años cuarenta se descubre este mineral en el Bierzo y, si los alemanes lo pagan bien, los aliados mejor, para que no llegue a manos del III Reich; la gente sube a la peña del Seo provista de pico, pala y pistola. En los años del hambre uno podía hacerse rico de golpe con un mínimo de suerte y un máximo de audacia. Ausencio sube a la peña en busca de su fortuna, de su identidad perdida y de su amor imposible. Las leyendas de tesoros ocultos se entremezclan con el recuerdo del oro romano de las Médulas y la misteriosa realidad del Inglés con la clara premonición de la Bruxa. "El año del wolfram" fue un tiempo mágico, un espejismo brutal, una historia cuyo desenlace se resuelve en sucesivos desenlaces insólitos. El elón alado, dulce compañía de Olvido, existe, la verdad no es siempre verosímil.

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– Dale un beso, casi sois primos.

Don Ángel se refería a la tercera de las mujeres, la menos movediza y completamente extraña para mí, una niña, dieciséis, diecisiete años calculé, una agradable costumbre esta de besuquearse los primos, pero se nos hacía violento, la chica más guapa que hubiera visto en mi vida, no era una Sernández, era la hija de Dositea Valcarce Vega, una prima del boticario, me lo explicaba él mismo y yo confirmaba con la boca llena como un estúpido, vivía en Villafranca, en la casa solariega y también arruinada de los Vega, a su vez primos de doña Angustias, «como si fuera huérfana».

– Su padre las dejó plantadas, un señorito andaluz hijo de puta cuyo nombre está prohibido pronunciar en esta casa.

– Tío…

– Ya lo sé, Olvido, perdona, es tu padre y no se debe hablar mal de un padre, pero es que ese sinvergüenza me hace perder la razón cada vez que lo miento.

Nos besamos en las mejillas y los dos nos pusimos colorados.

– Me llamo Olvido.

– Y yo José, pero todos me dicen Ausencio.

Fue su piel, el contacto de su piel decidió el cambio fundamental de mi vida, la confirmación de mi libertad o muerte, tenía muchas hambres atrasadas, por ella llegaría a ser alguien, parecerá increíble pero me había enamorado de golpe, vas por la calle y recibes el golpe de la teja que cae o del coche que te arrolla y cambia tu existencia, en un instante pasas de sano a inválido, así de sencillo, de golpe, pero no era el impacto de la primera mujer hermosa con la que tropiezas después de haberla soñado en las mil y una noches de aislamiento, lógico, pero frívolo, no, era algo mucho más profundo y que brotaba espontáneo de la parte irracional del alma, la que nunca se equivoca, hace un instante no lo estaba y ahora tan enamorado que me dejaría matar por ella, tan enamorado que me mataría si no podía vivir con ella el resto de mi precaria existencia, y cerré los ojos para que nadie adivinara el flechazo. Después la seguí de forma continua, pero no conseguí volver a enredar mi mirada con la suya, no me volvió a mirar directamente y tanta evasiva la consideré el mejor de los augurios, tan seguro estaba de mí mismo. Ni el color de los ojos, ni la forma de su cuerpo, ni el aroma de sus cabellos, la piel, el sabor de la piel imponiéndose a los sabores de las demás hambres, una sensación tan fuerte que me impulsó a lo que no había hecho nunca, escribir un poema, unos versos herméticos a los que yo solo tendría acceso para explicarme con ellos el ascua en que se habían convertido mis labios.

– ¿Te gusta el vino?

Me lo preguntó Gelón, el mayorazgo, ansioso por acabar con el hechizo.

– Sí, es un nuevo, verde, que ya está a punto.

– Pues aprovéchate porque es de nuestra última cosecha, no habrá más.

– ¿Por qué lo dices?

Quería volver las cosas a la sórdida realidad del tiempo en que vivíamos, la alegría del prójimo era su acíbar. La explicación la terminó don Ángel.

– El Hipotecario se queda con la viña de las Chas, se acabaron las fincas. El próximo embargo será esta casa, si Dios y la farmacia no lo remedian.

Logró su propósito de hacerme daño, me dolía la resignación estoica de don Ángel, había pasado tan buenos ratos en la vendimia, cortando racimos, ayudando al macho que tiraba del carro cargado con una lona chorreante de mosto, pisando uvas, la vendimia era una fiesta para los chiquillos y la principal fuente de riqueza para los adultos del pueblo, que imaginé lo imposible, si yo hubiera sido el mayor de los Sernández no se habría producido el desastre económico, al menos no sin luchar como gato panza arriba, me hizo daño porque puso de manifiesto, sin saberlo, mi problema de identidad, yo no era nadie allí, no tenía ningún lazo de sangre, en aquella reunión familiar de miembros individualizados, incapaces hasta de formar pareja, había algo descorazonador en tanta soltería, una incapacidad para enfrentarse con lo cotidiano, tan duro, un refugio no exento de morbo, débil y enfermizo, justo lo contrario de mi exultante ánimo, fueran cuales fueran mis raíces que se fueran al carajo, por sus frutos los conoceréis era un lema evangélico, por sus frutos, no por sus raíces, y no me iba a dejar arrastrar por su misma pútrida inercia, Gelón había utilizado la polio como una coartada para no asumir las responsabilidades que le correspondían sin renunciar a ninguno de sus privilegios, don Ángel era ya un anciano y mucho me temía, por lo que supondría para él de íntima frustración, que me hubiera preferido como hijo a mil ángeles juntos, ya que lo de Lucianín no tenía remedio, además de quererme me tenía confianza, confiaba en mi fuerza de voluntad, en el valer de un hombre que apenas había terminado los estudios primarios, hombre a pesar de los años porque no en balde se sobrevive a una guerra, en un hombre enamorado, algo que confiaba pasara inadvertido.

– Me retiro, padre, tengo trabajo.

Lo dijo como si fuera a descubrir la pólvora, no nos llevaríamos bien en cinco reencarnaciones consecutivas.

– Las mujeres también podéis retiraros, tenemos que hablar. Ah, y de la venida de Ausencio ya os diré lo que se puede decir, cuanto menos, mejor.

Se despidieron con nuevos besos y abrazos, salvo Olvido que se limitó a un tímido «adiós», una timidez que también me la apropié como signo positivo, la de una belleza moral superior a la de su físico, me la estaba inventando sin poderme imaginar el más mínimo defecto, cómo me hubiera gustado volver a tocar su piel, «adiós».

– No me acuerdo de Dositea.

– Es una prima mía y de mi mujer, no la conociste. Ha tenido muy mala suerte con el hijoputa de su marido, andan mal y tengo que mantenerlas, figúrate.

– Olvido es una niña encantadora.

– Viene a verme un par de veces a la semana, me trae un roscón muy rico que hace la Dosi, la pobre se siente obligada y conoce mi debilidad por los dulces.

– Y guapísima.

Me arrepentí del entusiasmo nada más escapárseme de entre los labios, algo notó don Ángel porque me hizo una advertencia que de otra forma no vendría a cuento.

– Es guapa, buena e inteligente. Espero que tenga más suerte que su madre, así es que no te acerques a ella más que como si fuera tu hermana, los tiempos son difíciles y confío en que solucione su porvenir con un buen matrimonio. De todas formas me gustaría que hiciera magisterio, nunca se sabe.

Su sinceridad me pareció brutal, de un egoísmo insultante, y la referencia a mi condición de paria el colmo, tenía la sensibilidad a flor de piel, pero disimulé.

– Tendrá toda la suerte del mundo, se lo merece, por mí no se preocupe.

– No me preocupo, al contrario, tú puedes espantarle los moscardones inconvenientes.

Me estaba tomando el pelo o poniéndome a prueba, no quise ofenderme y para evitarlo cambié de tema.

– ¿Le importa que volvamos al wolfram, padrino? ¿Por qué vale tanto?

– Porque lo pagan caro, rapaz, porque lo pagan caro, en cuanto maten a todos los compradores ya verás como no se vende ni gratis.

– Pero aparte de eso…

– Bueno, pues porque de ahí se extrae el wolframio, que es el metal con el punto de fusión más alto que se conoce, 3 350 grados centígrados, casi nada, es muy tenaz, muy denso, de ahí sus propiedades para el acero de aleaciones durísimas, el cómo conseguirlas sólo lo saben los alemanes, sus blindajes al wolframio no hay obús aliado que lo atraviese y sus cañones no se recalientan, los alemanes han dado con el cómo tecnológico, pero las virtudes del metal, como siempre, se conocen de antiguo, figúrate, los aceros de Damasco eran famosos por su magnífico temple y se descubrió que era debido a la presencia de wolframio, pero claro, no por emplearlo deliberadamente, sino por no haber eliminado las impurezas de las que formaba parte, llegaron a la virtud a través de la ignorancia, una costumbre ancestral en los pueblos del Sur, los del Norte, los alemanes, suelen alcanzar la verdad por eliminación del error, ahí está la diferencia clave, la razón de nuestra decadencia.

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