Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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– ¿Problemas?

– No realmente -le digo.

– Pareces preocupado.

– ¿Qué hora es?

Consulta su reloj y me anuncia que todavía tenemos por delante unos veinte minutos. Me levanto y voy a refrescarme la cara en el cuarto de baño. El agua helada me despeja. Me demoro unos minutos inclinado ante el lavabo, rociándome la cara y la nuca.

Al enderezarme, sorprendo por el espejo a Chaker observándome. Está con los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza ladeada y el hombro apoyado en la pared. Mira cómo me paso los dedos mojados por el pelo, con un fulgor vidrioso en la mirada.

– Si no te encuentras bien, aplazaré la cita -dijo.

– Estoy bien…

Junta los labios hacia delante, escéptico.

– Tú sabrás… Sayed ha llegado esta mañana. Tiene muchas ganas de verte.

– Ha estado quince días sin dar señales de vida -observo.

– Regresó a Irak… Las cosas empeoran por allí -añade tendiéndome una toalla.

Me seco con ella y me la paso alrededor del cuello.

– El doctor Jalal pasó a verme esta tarde -solté.

Chaker arquea una ceja.

– ¿Y?

– Ayer también subió a la terraza a charlar conmigo.

– Le doy vueltas al tema.

– ¿Ha dicho algo sospechoso?

Lo miro de frente.

– ¿Qué tipo de gente es ese médico?

– No lo sé. No es asunto mío. Si quieres un consejo, no te comas el coco por naderías.

Regreso a la habitación para ponerme los zapatos y la chaqueta y le anuncio que estoy listo.

– Voy en busca del coche -dice-. Espérame en la entrada del hotel.

La puerta corredera de la clínica se desliza chirriando. Chaker se quita las gafas negras antes de pisar con su todoterreno la grava de un patio interior. Aparca entre dos ambulancias y apaga el motor.

– Te espero aquí -me dice.

– Muy bien -contesto apeándome del vehículo.

Me guiña un ojo y se inclina para cerrar la portezuela.

Subo por la amplia escalinata de granito. Un enfermero me intercepta en el vestíbulo de la clínica y me conduce al despacho del profesor Ghany, en el primer piso. Allí se encuentra Sayed, arrellanado en un sillón, con los dedos agarrados a las rodillas. La sonrisa se le ilumina cuando me ve llegar. Se levanta y me abre los brazos. Nos abrazamos largamente. Sayed ha adelgazado mucho. Sólo le quedan los huesos bajo el traje gris.

El profesor espera que hayamos acabado de estrecharnos para ofrecernos dos sillas frente a él. Está nervioso; no deja de tamborilear con un lápiz su carpeta.

– Los resultados de los análisis son excelentes -me anuncia-. El tratamiento que te he prescrito ha sido eficaz. Eres perfecto para la misión.

Sayed no deja de mirarme.

El profesor deja su lápiz, se apoya en su mesa para levantar la barbilla y mirarme directamente a los ojos.

– No es una misión cualquiera -me señala.

No me inmuto.

– Se trata de una operación absolutamente novedosa -prosigue el profesor, algo desconcertado por mi rigidez y mutismo-. Occidente no nos deja alternativa. Sayed acaba de regresar de Bagdad. La situación es alarmante. Los iraquíes están que trinan. Están al borde de la guerra civil. Y debemos intervenir con rapidez para evitar que la región caiga en un caos del que jamás se repondrá.

– Chiíes y suníes se machacan entre sí -añade Sayed-. Los muertos ya se cuentan por cientos y el sentimiento de venganza crece a diario.

– Me parece que con quien estáis perdiendo el tiempo es conmigo -digo-. Decidme qué esperáis de mí y cumpliré sobre la marcha.

El lápiz del profesor se detiene.

Ambos hombres intercambian unas miradas de cautela.

El profesor es el primero en reaccionar, con el lápiz suspenso en el aire.

– No se trata de una misión corriente -dice-. El arma que te confiamos es tan eficaz como indetectable. No hay escáner ni control que la pueda detectar. La puedes llevar contigo donde quieras. El enemigo ni lo sospechará.

– Pues adelante.

El lápiz roza la carpeta, sube lentamente y vuelve a caer sobre un paquete de folios para detenerse.

Las manos de Sayed se refugian entre sus muslos. Un mutismo plúmbeo se impone entre los tres. El silencio se prolonga uno o dos minutos, insostenible. Se oye el zumbido lejano de un climatizador, o puede que una impresora. El profesor recoge su lápiz, le da vueltas y vueltas entre los dedos. Sabe que es el momento clave, y por eso lo teme. Tras carraspear con fuerza, se apoya en sus puños cerrados y me suelta de sopetón:

– Se trata de un virus.

Ni me inmuto. No me he enterado. No veo la relación con mi misión. La palabra «virus» se me cruza por la mente como un vocablo desconocido. Me suena a algo. ¿Qué es? Virus…, virus… ¿Dónde habré oído esa palabra que ahora me revolotea en la cabeza sin que consiga fijarla? Luego las pruebas, las radiografías, los medicamentos van encajando en el puzle y la palabra «virus» se precisa, me confía todo su secreto: microbio, microorganismo, gripe, enfermedad, epidemia, medicación, hospitalización; todo tipo de imágenes estereotipadas desfilan por mi cabeza, se entremezclan hasta confundirse… Pero ni siquiera así veo la relación.

Sayed, a mi lado, está tenso como un arco.

El profesor me explica:

– Un virus revolucionario. He tardado años en ponerlo a punto. Se ha invertido una fortuna en este proyecto. Algunos hombres han perdido la vida para hacerlo posible.

¿Qué me está contando?

– Un virus -repite el profesor.

– Ya he oído. ¿Cuál es el problema?

– El único problema eres tú. ¿Te apuntas o no?

– Yo nunca me echo atrás.

– Pues tú serás el portador del virus.

Me cuesta entenderlo. Algo se me escapa de sus palabras. Algo que no asimilo. Creo que me he vuelto autista.

El profesor añade:

– Todas esas pruebas y esos medicamentos eran para comprobar si tu cuerpo estaba en condiciones de recibirlo. Tu cuerpo reacciona de manera impecable.

Sólo ahora capto la onda. De repente, lo veo todo claro. Se trata de un virus. Mi misión consiste en ser portador de un virus. Ya está, me han estado preparando físicamente para recibir un virus. Un virus. Mi arma, mi bomba, mi artefacto kamikaze…

Sayed intenta agarrarme la mano; la esquivo.

– Pareces sorprendido -me dice el profesor.

– Lo estoy. Pero sin más.

– ¿Hay algún problema? -pregunta Sayed.

– No hay ningún problema -respondo con decisión.

– Tenemos… -intenta proseguir el virólogo.

– Profesor, le digo que no hay ningún problema. Virus o bomba, ¿qué más da? No necesita explicarme por qué, dígame sólo cuándo y cómo. No soy ni más ni menos valiente que los iraquíes que mueren a diario en mi país. Cuando acepté seguir a Sayed, me divorcié de la vida. Soy un muerto en espera de una sepultura decente.

– No he dudado un segundo de tu determinación -me dice Sayed con un ligero temblor en la voz.

– En tal caso, ¿por qué no pasamos directamente a lo concreto? ¿Cuándo voy a recibir el… honor de servir a mi causa?

– Dentro de cinco días -contesta el profesor.

– ¿Por qué no hoy?

– Nos atenemos a un programa estricto.

– Muy bien. No salgo de mi hotel. Pueden venir a buscarme cuando quieran. Cuanto antes, mejor. Tengo prisa en recuperar mi alma.

Sayed pide a Chaker que nos deje solos y me ruega que suba a su coche. Cruzamos media ciudad sin decir nada. Percibo cómo busca las palabras y no encuentra ninguna. Como no soporta el silencio, tiende una vez la mano hacia la radio y la retira. La lluvia vuelve a caer con fuerza. Los edificios parecen soportarla con resignación. Su morosidad me recuerda la del vagabundo que estuve hace un rato observando desde la ventana de mi hotel.

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