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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Bordeamos un barrio de ruinosos edificios. Los vestigios de la guerra se eternizan. Las obras intentan poner remedio; arramblan con los flancos de la ciudad, erizados de grúas, mientras los bulldozers toman por asalto las ruinas como perros de presa. En un cruce, dos automovilistas andan enzarzados en una bronca: sus coches acaban de chocar de frente. El asfalto está sembrado de cristales. Sayed no se detiene en el semáforo y por poco embiste a un coche recién salido de una calle adyacente. Los bocinazos nos llueven por doquier. Sayed no los oye. Está enfrascado en sus preocupaciones.

Tomamos la carretera del paseo marítimo. El mar está embravecido. Parece una inmensa y oscura ira dando coces. Algunos barcos esperan fuera de puerto su turno para atracar; parecen buques fantasmas en medio de la grisalla.

Tras circular unos cuarenta kilómetros, Sayed empieza a salir de su desconcierto. Se percata de que se ha extraviado, tuerce el cuello para ubicarse, se echa de repente a un lado de la carretera y espera que se le ordenen las ideas.

– Es una misión muy importante -dice-. Muy, muy importante. Si no te he revelado nada acerca del virus es porque nadie tiene que saberlo. Sinceramente, creí que de tanto frecuentar la clínica acabarías haciéndote una idea… ¿Entiendes? No se trataba de ponerte ante el hecho consumado. Hasta ahora, no hay nada cerrado. Te ruego que no veas en ello ninguna presión, ningún tipo de abuso de confianza. Si crees que no estás preparado, que esta misión no te gusta, puedes echarte atrás, y nadie te lo tendrá en cuenta. Sólo quiero que sepas que el próximo candidato pasará por lo mismo que tú. No sabrá nada hasta el último minuto. Por la seguridad de todos nosotros y por el éxito de la misión.

– ¿Temes que no esté a la altura?

– No… -exclama antes de recobrarse; los nudillos se le ponen blancos de apretar el volante-. Lo siento, no he querido alzar la voz delante de ti. Me siento confuso, eso es todo. No me perdonaría que te sintieras engañado o acorralado. Ya te avisé en Bagdad de que esta misión no se parecía a ninguna otra. No podía decirte más. ¿Lo entiendes?

– Ahora sí.

Saca su pañuelo y se limpia la comisura de los labios y debajo de las orejas.

– ¿Me guardas rencor?

– Ni mucho menos, Sayed. Esa historia del virus me ha sorprendido, pero no pongas en duda mi compromiso. Un beduino no se raja. Su palabra es un disparo de fusil: cuando sale, jamás regresa. Portaré ese virus. Por los míos y por mi país.

– Ya no duermo desde que te confié al doctor. No tiene nada que ver contigo. Sé que irás hasta el final. Pero es tan… capital. No puedes hacerte idea de la importancia de esta misión. Es nuestro último cartucho, ¿te enteras? Después de esto vendrá una nueva era, y Occidente no volverá jamás a mirarnos como lo hace ahora… No tengo miedo a morir. En cambio, temo que mi muerte no sirva para cambiar nuestra situación. Que nuestros mártires no sirvan para gran cosa. Ésa es la peor guarrada que se les puede hacer. Para mí, la vida no es sino una apuesta sin sentido, y es la forma de morir la que la dota de él. No quiero que nuestros hijos sufran. Si nuestros padres se hubiesen hecho cargo de la situación en su momento, seríamos menos desgraciados. Desafortunadamente, han esperado el milagro en vez de ir en su busca, y ahora nos vemos obligados a forcejear con el destino.

Se vuelve hacia mí. Está lívido, en sus ojos brillan lágrimas de furia.

– Si vieras en qué se ha convertido Bagdad, con sus santuarios destrozados, sus guerras de mezquitas, sus matanzas fratricidas. Estamos desbordados. Apelamos a la calma y nadie nos hace caso. Es cierto que éramos los rehenes de Sadam. ¡Pero por Dios!, hoy somos zombis. Nuestros cementerios están saturados y nuestras oraciones estallan en pedazos con nuestros minaretes. ¿Cómo hemos podido llegar a este extremo?… Si no duermo, es porque lo esperamos todo, absolutamente todo, de ti. Eres nuestro último recurso, nuestro último lance de honor. Si tienes éxito, vas a poner los relojes en hora y por fin el despertador sonará para nosotros. No sé si el profesor te ha explicado en qué consiste ese virus.

– No tiene por qué hacerlo.

– Sin embargo, es necesario. Debes saber lo que tu sacrificio significa para tu pueblo y para todos los pueblos oprimidos de la tierra. Vas a poner fin a la hegemonía imperialista, a meter en vereda al infortunio, a redimir a los justos…

Esta vez, soy yo quien lo agarra por la muñeca.

– Por favor, Sayed, me duele mucho que dudes de mí.

– No dudo de ti.

– Entonces, no digas nada. Deja que las cosas vengan por sí solas. No necesito que se me acompañe. Sabré encontrar solo el camino.

– Sólo intento decirte hasta qué punto tu sacrificio…

– Es inútil. Además, ya sabes cómo somos en Kafr Karam. Nunca hablamos de un proyecto cuando de verdad pretendemos llevarlo a cabo. Para que se realicen, los deseos deben ser callados. Así que callémonos… Quiero llegar hasta el final. Con toda confianza. ¿Me comprendes?

Sayed asiente con la cabeza:

– Supongo que tienes razón. Quien tiene fe en sí mismo no necesita la de los demás.

– Exactamente, Sayed, exactamente.

Mete la marcha atrás, regresa hasta una pista pedregosa y da media vuelta para regresar a Beirut.

He pasado buena parte de la noche en la terraza del hotel, apoyado sobre la balaustrada que da a la avenida, esperando ver aparecer al doctor Jalal. Me siento solo. Intento recomponerme. Necesito la ira de Jalal para amueblar mis lagunas. Pero no hay quien dé con Jalal. Dos veces he llamado a su puerta. No estaba en su habitación. Ni en el bar. Desde mi mirador ocasional vigilo los coches que se detienen junto a la acera, al acecho de su desvencijada silueta. La gente entra y sale del hotel; sus voces me llegan por retazos amplificados antes de disolverse en el rumor de la noche. Una luna creciente engalana el cielo, blanca y cortante como una hoz. Más arriba, collares de estrellas exhiben su esplendor. Hace frío; alrededor de mis suspiros se esparcen hebras de vapor. Arrebujado en mi cazadora, soplo en mis puños entumecidos, con los ojos abiertos y la cabeza encogida. Llevo un buen rato sin pensar en nada. La toxina que me ronda la mente, desde que oyó la palabra «virus», sólo espera una señal por mi parte para envalentonarse. No quiero darle la menor oportunidad de desconcertarme. Esa toxina es el Maligno. Es la trampa en mi camino. Es mi sumisión, mi pérdida; he jurado ante mis santos y mis antepasados que no volveré a arrodillarme. Así pues, miro; miro la calle repleta de noctámbulos, los coches que pasan, las luces de neón jugueteando en el frontón de las fachadas, las tiendas asediadas por los clientes; miro, con los ojos más abiertos que interrogaciones, con los ojos suplantando a la cabeza. ¡Y miro esta ciudad, tan experta en incitaciones! Hace muy poco, un inmenso sudario cubría hasta sus últimos recovecos, confiscándole sus luces y sus ecos, convirtiendo sus excesos de antaño en una miserable sensación de vacío, hecha de frialdad y de perplejidad, de grave fracaso y de incertidumbre… ¿Habrá olvidado su martirio hasta el punto de no acompañar en el sentimiento a sus allegados? ¡Incorregible Beirut! A pesar del espectro de la guerra civil que gravita sobre sus festejos, hace como si la cosa no fuera con ella. ¿Adónde irá tan deprisa esa gente que se agita por las aceras como cucarachas por las regueras? ¿Qué anhelo les devolvería el sueño? ¿Qué amanecer la reconciliaría con su porvenir?… No, no acabaré como ellos. No quiero para nada parecerme a ellos.

Las dos de la mañana.

Ya no queda nadie en la calle. Las tiendas han bajado sus cierres metálicos, y los últimos fantasmas se han desvanecido. Jalal no vendrá. ¿Acaso lo necesito?

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