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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Regreso a mi habitación, helado pero fortalecido. El aire fresco me sienta bien. La toxina que me rondaba la mente se acabó aburriendo. Me deslizo bajo las mantas y apago. Me encuentro a gusto en la oscuridad. Tengo cerca de mí a mis muertos y a mis vivos. Virus o bomba, ¿qué más da cuando se esgrime en una mano la ofensa y en la otra la Causa? No tomaré pastillas para dormir. He vuelto a mi elemento. Todo va bien. La vida no es sino una apuesta sin sentido, y es la forma de morir la que lo dota de él. Así nacen las leyendas.

20

Un hombre de cierta edad se presenta en la recepción. Es alto y huesudo, tiene la tez cerúlea de los ascetas. Lleva un viejo abrigo gris sobre un traje oscuro, unos zapatos de cuero desgastados pero recién abrillantados. Con sus gruesas gafas de concha y una corbata que conoció tiempos mejores, tiene el porte digno y patético de un maestro de escuela a punto de jubilarse. Un periódico bajo la axila, la barbilla recta, agita la campanilla del mostrador y espera tranquilamente a que lo atiendan.

– ¿Señor?

– Buenas noches. Diga al doctor Jalal que Mohamed Seen está aquí.

El recepcionista se vuelve hacia las casillas y no ve llave en el número 36; miente:

– El doctor Jalal no está en su habitación, señor.

– Lo he visto entrar hace dos minutos -insiste el hombre-. Debe de estar muy ocupado o descansando, pero soy un viejo amigo suyo y no le gustaría enterarse de que he pasado a verlo y no lo han avisado.

El recepcionista echa una ojeada por encima del hombro del visitante. Estoy sentado en el salón del vestíbulo, bebiendo té. Luego, después de rascarse tras la oreja, coge el teléfono:

– Voy a ver si está en el bar… ¿Se llamaba?…

– Mohamed Seen, novelista.

El recepcionista marca un número, se afloja la pajarita para relajar el cuello y se muerde el labio cuando le descuelgan.

– Es la recepción, señor. ¿Está el doctor Jalal en el bar?… Un tal Mohamed Seen está aquí preguntando por él… De acuerdo, señor.

El recepcionista cuelga y ruega al novelista que espere un momento.

El doctor aparece por el hueco de la escalera que da a las habitaciones, con los brazos abiertos, todo sonrisa. «¡Alá, ya baba! ¿Qué te trae por aquí, habibi? ¡Wah! El gran Seen se acuerda de mí.» Ambos hombres se abrazan calurosamente, se besan en las mejillas, contentos de verse; no dejan de contemplarse y de darse palmadas en la espalda.

– ¡Qué excelente sorpresa! -exclama el doctor-. ¿Desde cuándo estás en Beirut?

– Desde hace una semana. Invitado por el Instituto Francés.

– Magnífico. Espero que alargues tu estancia. Me encantaría.

– Debo regresar a París el domingo.

– Todavía nos quedan dos días. Hay que ver lo bien que hueles. Ven, vamos a la terraza a ver la puesta del sol. Tenemos una vista estupenda sobre las luces de la ciudad.

Desaparecen por el hueco de la escalera.

Los dos hombres se instalan en la alcoba vidriada de la terraza. Los oigo reír y darse palmadas en la espalda; me deslizo subrepticiamente tras un tabique de madera para espiarlos.

Mohamed Seen se quita el abrigo y lo coloca a su lado, sobre el brazo del sillón.

– ¿Tomas una copa? -le propone Jalal.

– No, gracias.

– ¡Dios santo! ¡Cuánto hace! ¿Dónde te habías metido?

– Estoy hecho un nómada.

– Leí tu última novela. Una pura maravilla.

– Gracias.

El doctor se deja caer en su asiento y cruza las piernas. Mira al novelista sonriendo, visiblemente encantado de volver a verlo.

El novelista apoya los codos sobre las rodillas, junta las manos a lo bonzo y posa con cuidado la barbilla sobre la punta de los dedos. Su entusiasmo se ha disipado.

– No pongas esa cara, Mohamed. ¿Tienes problemas?…

– Uno solo… y eres tú.

El doctor se echa hacia atrás soltando una risa breve y seca. Se repone de inmediato, como si acabara de asimilar las palabras de su interlocutor.

– ¿Tienes un problema conmigo?

El novelista alza la nuca; sus manos se agarran a las rodillas.

– No me voy a andar con remilgos, Jalal. Estuve en tu conferencia, anteayer. Todavía no me lo puedo creer.

– ¿Por qué no viniste a verme justo después?

– ¿Con toda esa jauría que pululaba a tu alrededor?… La verdad es que ni te reconocía. Estaba tan perplejo que creo que fui el último en abandonar la sala. Me has dejado totalmente patidifuso. Es como si hubiera recibido un ladrillazo en la cabeza.

Al doctor Jalal se le borra la sonrisa. Su rostro rezuma dolor. Luego se le ensombrecen los rasgos y se le arruga la frente. Durante largo rato se rasca el labio inferior en busca de una palabra apta para romper el muro invisible que acaba de levantarse entre el novelista y él.

Dice, tras fruncir el ceño, con la voz resquebrajada:

– ¿Fue para tanto, Mohamed?…

– Y sigo sonado, por si te interesa saberlo.

– Presumo que has venido a darme un tirón de orejas, maestro… Pues adelante, no te cortes.

El novelista levanta su abrigo, lo toquetea nervioso, saca un paquete de tabaco. Cuando tiende un cigarrillo al doctor, éste lo rechaza con un gesto seco. La brutalidad del ademán no escapa al escritor.

El doctor se ha parapetado tras una mueca de desencanto. Tiene la cara tensa y la mirada cargada de fría animosidad.

El escritor busca su mechero, pero no consigue dar con él; como Jalal no le ofrece el suyo, renuncia a fumar.

– Estoy esperando -le recuerda el doctor con tono gutural.

El escritor asiente con la cabeza. Vuelve a guardar el cigarrillo en el paquete, luego el paquete en el bolsillo del abrigo, que coloca de nuevo sobre el brazo del sillón. Da la impresión de estar ganando tiempo o poniendo en orden sus ideas ahora que no tiene más remedio que explicarse.

Resopla con fuerza y dice a quemarropa:

– ¿Cómo se puede cambiar de chaqueta de la noche a la mañana?

El doctor se estremece. Los músculos de su cara se convulsionan. No parecía esperarse una embestida tan frontal… Tras un largo silencio, en que permanece con la mirada fija, replica:

– No he cambiado de chaqueta, Mohamed. Sólo me he dado cuenta de que la llevaba puesta del revés.

– La llevabas bien puesta, Jalal.

– Es lo que yo creía. Estaba equivocado.

– ¿Fue porque te negaron la Insignia de las Tres Academias?

– ¿Crees que no me la merecía?

– Sobradamente. Pero no es el fin del mundo.

– Supuso el fin de mis sueños. Prueba de ello es que todo ha cambiado desde entonces.

– ¿Y qué ha cambiado?

– La partida. Ahora somos nosotros quienes repartimos las cartas y los puntos. Mejor todavía: nosotros imponemos las reglas del juego.

– ¿Qué juego, Jalal? ¿El de pimpampum?… Eso no divierte a nadie, todo lo contrario… Has saltado del tren en marcha. Estabas bien donde estabas.

– ¿De esclavo de turno?

– No eras un esclavo de turno. Eras un hombre ilustrado. Hoy somos nosotros la conciencia del mundo. Tú y yo, y esas inteligencias huérfanas, abucheadas por los suyos y despreciadas por las mentes embrutecidas. Sin duda, somos una minoría, pero existimos. Tú y yo somos los únicos capaces de cambiar las cosas. Occidente ha quedado fuera de la carrera. Está desbordado por los acontecimientos. La auténtica batalla se está librando en las rivalidades entre élites musulmanas, es decir, entre nosotros dos y los gurús.

– ¿Entre la raza aria y la raza âaryanne * ?

– Es falso. Y lo sabes bien. Hoy todo lo que ocurre queda entre nosotros. Los musulmanes están a favor de quien haga oír su voz con mayor fuerza. Les da igual que sea un terrorista o un artista, un impostor o un justo, una eminencia oscura o una eminencia gris. Necesitan un mito, un ídolo. Alguien que sea capaz de representarlos, de definirlos en su complejidad, de defenderlos a su manera. Con la pluma o con bombas, eso les importa poco. Y nosotros somos quienes elegimos las armas, Jalal, nosotros: tú y yo.

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