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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad Traducido del francés por Wenceslao - фото 1

Yasmina Khadra

Las sirenas de Bagdad

Traducido del francés por Wenceslao Carlos

Título original: Les Sirènes de Bagdad

© Editions Julliard, París, 2006

© de la traducción: Wenceslao Carlos Lozano González, 2007

Beirut recupera su noche…

Beirut recupera su noche y se cubre la cara con un velo. Si los disturbios de la víspera no la han despertado es la prueba de que camina durmiendo. Por tradición ancestral, no se molesta a un sonámbulo, aunque esté arriesgando la vida.

Me la imaginaba distinta, árabe y orgullosa de serlo. Me equivoqué. No es sino una ciudad indefinida, más cercana a sus fantasmas que a su historia, tramposa y voluble, decepcionante como una broma de mal gusto. Puede que sus santos patrones hayan renegado de ella por su empeño en querer parecerse a las ciudades enemigas, exponiéndola así a los traumas de las guerras y a las precariedades venideras. Ha vivido la pesadilla a tamaño natural, ¿y de qué le ha servido?… Cuanto más la observo, menos la entiendo. Hay en su desparpajo una insolencia sospechosa. Esta ciudad miente como respira. Su afectación sólo es un engañabobos. El carisma que se le atribuye no cuadra con sus estados de ánimo; es como si ocultaran bajo la seda una ajada fealdad.

Cada día trae su afán, recalca sin convicción. Ayer voceaba sus iras por sus bulevares con los escaparates puestos a resguardo. Esta noche lo va a mandar todo a paseo. Las noches le van a volver a sentar de maravilla. Ya están las luces y los rótulos de neón montando su espectáculo. En la marea zigzagueante de faros, los coches de lujo se consideran ramalazos de genialidad. Es sábado, y la noche se dispone a cortar por lo sano. La gente va a pasárselo en grande hasta el amanecer, con tantas ganas que las campanas dominicales no la harán inmutarse.

Llegué a Beirut hace tres semanas, más de un año después del asesinato del antiguo primer ministro Rafic Hariri. Percibí su mala fe apenas el taxi me soltó en la acera. Su duelo es sólo fachada; su memoria, un viejo colador inservible; de entrada la detesté.

Por la mañana me invade una sorda aversión cuando oigo su alboroto de zoco. Por la noche, una ira parecida se apodera de mí cuando los juerguistas salen a vacilar con sus bólidos bruñidos y su equipo de música a tope. ¿Qué pretenden demostrar? ¿Que se lo pasan de miedo a pesar de los atentados? ¿Que la vida sigue a pesar de sus reveses?

No consigo entender su numerito.

Soy un beduino, nacido en Kafr Karam, un pueblo perdido en el desierto iraquí, tan discreto que a menudo se diluye en los espejismos para emerger sólo durante la puesta del sol. Las ciudades grandes siempre me han producido una profunda desconfianza. Pero los súbitos cambios de Beirut me producen vértigo. Aquí, cuanto más cree uno haber dado con algo, menos seguro está de qué se trata. Beirut es una chapuza; su martirio es fingido, sus lágrimas son de cocodrilo. La odio con todas mis fuerzas, por sus arrebatos de orgullo, tan faltos de valor como de coherencia en las ideas, por tener el culo entre dos asientos, árabe cuando no hay dinero en la caja, occidental cuando las conspiraciones resultan rentables. Reniega durante la noche de lo que santificó durante el día. Se escaquea en la playa de lo que predica en la plaza, y se precipita hacia su ruina como una chavala en fuga y amargada que piensa encontrar en otra parte lo que tiene al alcance de la mano…

– Deberías estar fuera desentumeciéndote las piernas y la mente.

El doctor Jalal se encuentra detrás de mí, con la nariz pegada a mi nuca.

¿Cuánto tiempo hará que me observa hablando a solas?

No lo he oído llegar, y me irrita tenerlo colgado sobre mis pensamientos como si fuera un ave de presa.

Adivina que su presencia me está turbando y me señala la avenida con la barbilla.

– Es una noche magnífica. Hace bueno, las cafeterías están llenas, las calles están abarrotadas de gente. Deberías aprovecharlo en vez de quedarte aquí rumiando tus preocupaciones.

– No tengo preocupaciones.

– ¿Entonces qué pintas aquí?

– No me gusta el gentío, y además odio esta ciudad.

El doctor echa la cabeza hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo. Frunce el ceño.

– Te equivocas de enemigo, joven. A Beirut no se la odia.

– Pues yo la odio.

– Haces mal. Es una ciudad que ha padecido mucho. Ha tocado fondo. Sigue en pie de milagro. Ahora vuelve a levantar cabeza, despacio. Sigue febril y conmocionada, pero se aferra a la vida. Para mí, es admirable. Hasta hace poco nadie apostaba por su pellejo… ¿Qué se le puede reprochar? ¿Qué te disgusta de ella?

– Todo.

– Resulta impreciso.

– Para mí no. No me gusta esta ciudad, y punto.

El doctor no insiste.

– Si así te entretienes… ¿Un rubio?

Me tiende su paquete de cigarrillos.

– No fumo.

Me ofrece una lata.

– ¿Una cerveza?

– No bebo.

El doctor Jalal deja su lata sobre una mesilla de mimbre y se apoya en la balaustrada, pegando su hombro al mío. Su aliento a alcohol me asfixia. No recuerdo haberlo visto sobrio. Con cincuenta y cinco años, ya es un desecho, con la tez violácea, la boca retranqueada y profundos surcos en las comisuras. Esta noche lleva un chándal con los colores del equipo nacional libanés, abierto sobre una camiseta de color rojo intenso, y unas zapatillas de deporte nuevas con los cordones desatados. Parece recién levantado tras una buena siesta. Se mueve soñoliento, y sus ojos, habitualmente vivarachos y ardorosos, son apenas visibles entre sus párpados entumecidos.

Con gesto de fastidio, se echa el pelo sobre lo alto del cráneo para camuflar su calvicie.

– ¿Te molesto?

– …

– Estaba un poco aburrido en mi habitación. Nunca ocurre nada en este hotel, ni bodas ni banquetes. Esto parece un cementerio.

Se lleva la lata a los labios y echa un trago largo. Su nuez prominente se desplaza a brincos por la garganta. Me fijo por vez primera en una gran cicatriz que le cruza el cuello de lado a lado.

Se fija en mi ceño fruncido. Deja de beber, se limpia con el revés de la mano; luego, meneando la cabeza, se vuelve hacia el bulevar devorado por la histeria lumínica.

– Intenté ahorcarme, hace ya mucho -cuenta apoyándose sobre la barandilla-. Con una cuerda de cáñamo. Apenas tenía dieciocho años…

Echa otro trago y prosigue:

– Acababa de pillar a mi madre con otro hombre.

Sus palabras me desconciertan, pero no deja de apuntarme con la mirada. Reconozco que el doctor Jalal suele pillarme desprevenido. Su sinceridad me desconcierta; no estoy acostumbrado a este tipo de confesiones. En Kafr Karam ese tipo de revelación resulta inconcebible. Nunca he oído a nadie hablar así de su madre, y la frivolidad con que el doctor expone sus trapos sucios me confunde.

– Son cosas que ocurren -añade.

– Estoy de acuerdo -digo para cambiar de tema.

– ¿De acuerdo con quién?

Me siento turbado. Ignoro lo que pasa por su cabeza y me molesta sentirme falto de argumentos.

El doctor Jalal no insiste. No somos de la misma pasta, y a veces, cuando habla con gente de mi condición, tiene la sensación de estar haciéndolo con una pared. No obstante, la soledad le pesa, y un rato de charla, por insustancial que sea, le ahorra al menos caer en un coma etílico. Cuando el doctor Jalal no habla es porque está bebiendo. En general tiene buen beber, pero recela del ambiente en el que acaba de recalar. Por mucho que se repita que está en buenas manos, no consigue convencerse de ello. ¿Acaso no son esas mismas manos las que disparan en la oscuridad, degüellan y ahogan, las que colocan artefactos explosivos bajo el asiento de los indeseables? Es cierto que no ha habido incursiones de castigo desde que llegó a Beirut, pero la gente que lo acoge cuentan en su activo con muchas matanzas. Lo que lee en sus ojos no engaña: son la muerte en marcha. Un desliz, una indiscreción, y ni siquiera le dará tiempo a enterarse de lo que le estará ocurriendo. Hace dos semanas, a Imad, un chico que tenían para atenderme, lo encontraron chapoteando en sus excrementos en medio de una placeta. Para la policía, Imad murió de sobredosis. Mejor así. Sus camaradas, que lo ejecutaron con una jeringa infectada, no fueron a su entierro; hicieron como si jamás le hubiesen visto el pelo. Desde entonces, el doctor echa un par de ojeadas bajo su cama antes de colarse entre las sábanas.

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