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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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– Opinas que ya no tenemos elección.

– Por supuesto. La convivencia ya no es posible. Ellos no nos quieren, y nosotros no soportamos más su arrogancia. Cada cual debe vivir en su bando, dando definitivamente la espalda al otro. Salvo que antes de levantar el gran muro, vamos a darles una buena paliza por el daño que nos han hecho. Es imperativo que sepan que la cobardía nunca ha radicado en nuestra paciencia, sino en sus cabronadas.

– ¿Y quién vencerá?

– El que no tenga gran cosa que perder.

Tira su colilla al suelo y la pisa como si estuviera aplastando la cabeza de una serpiente.

Sus pupilas destellantes me acorralan:

– Espero que dejes patidifusos a esos canallas.

Me callo. Se supone que el doctor desconoce la razón de mi estancia en Beirut. Nadie debe conocerla. Yo mismo ignoro lo que debo hacer. Sólo sé que se trata de la mayor operación jamás llevada a cabo en territorio enemigo, mil veces más contundente que los atentados del11de septiembre…

Se da cuenta de que me está llevando a un terreno tan peligroso para él como para mí, arruga la lata en su puño y la tira a un cubo de basura.

– Se va a liar a gran escala -masculla-. Por nada en el mundo quisiera perdérmelo.

Me saluda y se va.

Una vez solo, doy la espalda a la ciudad y me acuerdo de Kafr Karam… Kafr Karam es una aldea mísera y fea que no cambiaría por mil ferias. Era un lugar tranquilo, desierto adentro. Ninguna guirnalda desfiguraba su naturalidad, ningún alboroto lo sacaba de su modorra. Desde tiempos inmemoriales, vivíamos recluidos tras nuestras murallas de adobe, lejos del mundo y de sus bestias inmundas, conformándonos con lo que Dios ponía en nuestros platos y dándole gracias tanto por el recién nacido que nos confiaba como por el pariente que llamaba a Su lado. Éramos pobres, humildes, pero vivíamos tranquilos. Hasta el día en que violaron nuestra intimidad, profanaron nuestros tabúes, arrastraron por el barro y la sangre nuestra dignidad… hasta el día que, en los jardines de Babilonia, unos brutos cargados de granadas y de esposas llegaron para enseñar a los poetas a ser hombres libres…

Kafr Karam

1

Todas las mañanas, mi hermana gemela Bahia me traía el desayuno a mi habitación. «Arriba ahí dentro -gritaba al empujar la puerta- que vas a fermentar como la masa.» Dejaba la bandeja sobre la mesa baja, al pie de la cama, abría la ventana y regresaba para pellizcarme los dedos de los pies. Sus ademanes eran autoritarios, aunque contrastaban con la dulzura de su voz. Por ser unos minutos mayor que yo, me tomaba por su bebé y no se daba cuenta de que había crecido.

Era una joven endeble, un poco maniática, muy estricta respecto al orden y a la higiene. De pequeño, me vestía para llevarme al colegio. Como no estábamos en la misma clase, la pillaba durante el recreo en el patio del colegio observándome de lejos, y ay de mí como «avergonzara a la familia». Más adelante, cuando la pelusa empezó a marcar mis rasgos de chico enclenque y granujiento, se hizo cargo personalmente de la contención de mi crisis de adolescencia, increpándome cada vez que alzaba la voz delante de mis otras hermanas o cuando rechazaba una comida al estimarla insuficiente para mi crecimiento. No era un chico difícil, aunque ella veía en mi manera de llevar mi pubertad una inadmisible patanería. A veces, harta ya, mi madre la regañaba; Bahia se aplacaba una semana o dos y, a la vuelta de un tropiezo, volvía a la carga.

Nunca le reproché que fuera tan marimandona conmigo. Al contrario, las más de las veces me hacía gracia.

– Te pondrás el pantalón blanco y la camisa de cuadros -me ordenó enseñándome la ropa doblada sobre la mesa de fórmica que me servía de escritorio-. Anoche los lavé y planché. Deberías ir pensando en comprarte otro par de zapatos -añadió empujando con la punta del pie mis zapatillas mohosas-. A éstas casi no les queda suela, y además apestan.

Se metió la mano debajo del escote y sacó unos cuantos billetes.

– Aquí hay suficiente dinero para que no te conformes con unas vulgares sandalias. No se te olvide comprar también perfume. Porque si sigues oliendo tan mal, ya no necesitaremos insecticida para espantar las cucarachas.

Antes de que me diera tiempo a acodarme, dejó el dinero sobre mi almohada y se esfumó.

Mi hermana no trabajaba. Obligada a los dieciséis años a abandonar los estudios para casarse con un primo -que, al final, murió de tuberculosis seis meses antes de la boda-, se iba marchitando en casa en espera de otro pretendiente. Mis otras hermanas, mayores que nosotros, tampoco habían tenido demasiada suerte. La primogénita, Aícha, se casó con un rico criador de pollos. Vivía en un pueblo cercano, en una casa grande que compartía con su familia política. La convivencia se iba degradando cada temporada un poco más hasta que un día, viéndose incapaz de soportar más vejaciones por parte de unas y abusos por parte de otros, cogió a sus cuatro críos y regresó al redil. Pensábamos que su marido vendría a recogerla; no dio señales de vida, ni siquiera los días festivos para ver a sus hijos. La siguiente, Afaf, tenía treinta y tres años y ni un solo pelo en la cabeza. Una enfermedad infantil la había dejado calva. Al temer que se convirtiera en el hazmerreír de sus compañeras, a mi padre le pareció oportuno no mandarla al colegio. Afaf vivió recluida en una habitación, como si fuera una inválida, remendando ropa vieja y luego haciendo vestidos que mi madre iba vendiendo por aquí y por allá. Cuando mi padre perdió su empleo a raíz de un accidente, fue Afaf la que se hizo cargo de la familia; por entonces, sólo se oía el zumbido de su máquina de coser a leguas a la redonda. En cuanto a Farah, de treinta y un años, fue la única que prosiguió sus estudios en la universidad, a pesar de la desaprobación de la tribu, que no veía con buenos ojos que una joven viviera alejada de sus padres, y por tanto al alcance de las tentaciones. Farah capeó el temporal y se diplomó sin problemas. Mi tío abuelo quiso casarla con uno de sus retoños, un campesino piadoso y solícito; Farah rechazó categóricamente la oferta y prefirió ejercer en el hospital. Su actitud sumió a la tribu en una profunda consternación, y el hijo humillado nos retiró a todos el saludo, gesto que luego se hizo extensivo a su padre y a su madre. Hoy, Farah opera en una clínica privada de Bagdad y se gana bien la vida. El dinero que mi hermana gemela me dejaba de vez en cuando sobre la almohada era suyo.

En Kafr Karam, los jóvenes de mi edad habían dejado de fingir enojo cuando una hermana o una madre les ponían discretamente algunas monedillas en la mano. Al principio, se sentían un poco molestos y, para guardar la cara, prometían saldar sus deudas cuanto antes. Todos soñaban con un trabajo que les permitiría levantar cabeza. Pero los tiempos eran duros; las guerras y el embargo habían puesto al país de rodillas, y los jóvenes del pueblo eran demasiado piadosos para aventurarse en las grandes ciudades, donde la bendición ancestral no tenía curso, donde el diablo pervertía las almas más rápidamente que un prestidigitador… Eso no iba en absoluto con la gente de Kafr Karam. Prefería estar muerta antes que entregarse al vicio o al robo. Por mucho que resuenen los cantos de sirenas, la llamada de los Ancianos se sigue sobreponiendo. Somos honrados por vocación.

Ingresé en la Universidad de Bagdad pocos meses antes de la ocupación norteamericana. Estaba en la gloria. Mi condición de estudiante devolvía su orgullo a mi padre. ¡Él, el analfabeto, el viejo pocero harapiento, padre de una médico y de un futuro doctor en filología! ¡Qué mejor manera de desquitarse de tantas decepciones! Me prometí no decepcionarlo. ¿Acaso lo había decepcionado una sola vez en la vida? Quería triunfar por él, verlo confiado, leer en sus ojos arrasados por el polvo lo que su rostro disimulaba: la felicidad de recoger lo que había sembrado, una semilla sana física y mentalmente que sólo pedía germinar. Mientras que los demás padres se apresuraban a enganchar a su progenie a las ingratas tareas que habían sido su infierno y el de sus antepasados, el mío se apretaba el cinturón hasta partirse en dos para que yo pudiera seguir estudiando. Ni él ni yo estábamos seguros de que el éxito social se hallara al final del túnel, pero estaba convencido de que un pobre instruido resultaba menos patético que un pobre duro de mollera. Saber leer y rellenar formularios era, de por sí, una manera de preservar buena parte de la propia dignidad.

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