Yasmina Khadra - La parte del muerto

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Un peligroso asesino en serie es liberado por una negligencia de la Administración. Un joven policía disputa los amores de una mujer a un poderoso y temido miembro de la nomenklatura argelina. Cuando este último sufre un atentado, todas las pruebas apuntan a un crimen pasional fallido. Pero no siempre lo que resulta evidente tiene que ver con la realidad. Para rescatar de las mazmorras del régimen a su joven teniente, el comisario Llob emprende una investigación del caso con la oposición de sus superiores.

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Yasmina Khadra La parte del muerto Traducido del francés por Wenceslao Carlos - фото 1

Yasmina Khadra

La parte del muerto

Traducido del francés por Wenceslao Carlos Lozano

Título original: La part du mort

© Editions Julliard, París, 2004

© de la traducción: Wenceslao Carlos Lozano González, 2005

Primera parte

Undécimo mandamiento:

Si los Diez Mandamientos no han conseguido salvar tu alma, y si persistes en no respetar nada, convéncete de que no vales gran cosa.

Capítulo 1

Es como si la Tierra hubiese dejado de dar vueltas.

Tengo la sensación de estar descomponiéndome con el paso de los minutos, de que cada instante se lleva consigo un jirón de mi ser.

Una calma desesperante aplasta la ciudad. Esto es una balsa de aceite, la gente se dedica a lo suyo, las ancianitas están encantadas de la vida y no hay dramas en la calle.

Para un polizonte dinámico, esto es como estar en dique seco.

Desde que se neutralizó a Dab [1], Argel se siente aliviada. La gente se acuesta tarde, y rara vez se levanta. El Estado Providencia se regodea en el far niente con el mismo desapego que sus gerifaltes. De sol a sol, el pueblo llano se mueve indolente de aquí para allá, hurgándose la nariz y mirando al vacío. Todo el mundo nota que algo terrible se está gestando, pero a nadie le importa un pepino. Los argelinos sólo reaccionamos en función de lo que nos ocurre, jamás en previsión de lo que pueda ocurrir.

Mientras llega o no el diluvio, hacemos carantoñas. Nuestros santos patronos están ojo avizor, nuestras basuras rebosan de vituallas y la crisis económica que se cierne sobre el planeta es, aquí, para nosotros, un simple cometa.

O sea, que esto es jauja.

Ha estado lloviendo durante toda la noche. El viento anduvo desmelenado hasta la madrugada. Luego, el cielo se despejó y un sol digno de Rembrandt se despelotó por encima de los edificios. El invierno no ha acabado de despachar su grisura y ya está aquí el verano, pasando por alto la primavera y todo lo demás. Por las calles desembarradas, las chicas se cruzan por las mentes como estrellas fugaces, con su jubiloso palmito y su trémula grupa. Una auténtica delicia. Si tuviera veinte años menos, me casaría con todas.

Intento dar con una anomalía en la pared para meditar sobre ella. Hace meses que estoy de brazos cruzados. Ni una casa asaltada, ni siquiera un cachorro raptado. Cualquiera diría que Argel se niega a cooperar.

He lamido el fondo de mi taza de café, descifrado, uno a uno, los incontables arabescos que garabateo distraídamente sobre mi papel secante; no hay manera de que se meneen las agujas del reloj de la pared. Son las tres y cuarto y estoy aburrido.

El rais, muy serio dentro del marco dorado que tengo enfrente, me mira con insolencia. Me he levantado mil veces para descolgarlo, y otras tantas he temido desatar la furia divina. Me tranquilizo y me lo tomo con paciencia, en espera de que una próxima revolución nos imponga un dios eólico menos deshidratador.

Y, de pronto, entra Lino atropelladamente en mi cuchitril sin ni siquiera molestarse en llamar:

– Oye, comi, ¿qué te parece? -me pregunta a voces y desfilando como un modelo, encantado con su look.

El teniente va vestido como un príncipe monegasco.

Radiante, deja de contonearse, se planta en pleno centro del despacho y se quita con desparpajo sus gafas imperialistas.

– Hoy estoy como una rosa -me declara.

– Pues para un capullo no está nada mal. Se parte de risa.

Frunce el ceño, me mira de hito en hito.

– ¿No te gusto?

Le enseño mi anillo de boda.

Suelta una risotada, va hacia la puerta vidriera y se contempla en ella. Satisfecho, se pone las gafas, se pasa un dedo suave por la pelambre engominada, con una austera raya en medio, y, para deslumbrarme, me enseña el forro de su chaqueta y recita:

– Pierre Cardin: 8.500. Sin descuento ni remisión. Pantalón Lacoste: 4.500. Camisa Kenzo, pura seda: 2.245. Zapatos Dodoni, ¡auténtico cocodrilo, viejo!: 9.990.

– Ahora comprendo por qué algunas rebeliones acaban por falta de municiones: ¿Lotería o chantaje?

– Tengo la paga y la hucha bajo candado. El dinero haram * no es lo mío, viejo… ¿Cómo me ves?

– Raro.

– Qué aguafiestas eres, jefe. Por cierto, adivina dónde voy a cenar esta noche.

– Ni idea.

– Al Sultanato Azul, lo más selecto de la bahía. Allí te miman tanto el condumio que lo que sobra se añade sin reciclar al menú de las comidas rápidas.

– ¿Seguro que no te ha tocado la lotería?

– ¡Que no! Bueno, es cierto que me ha tocado el gordo, pero se trata de una grata compañía. Estamos citados para dentro de media hora.

– Pues llévate una silla.

Lino me ve venir. Encoge la nariz, ladea los labios y gruñe:

– No la voy a necesitar, comi, no me van a dejar plantado. Esta vez va en serio.

– Entonces debe tratarse de un travesti.

Lo he ofendido.

Se le corta de sopetón el buen rollo y se le ensombrece la reluciente jeta. Desanimado por mi mueca, mete el índice por el cuello de la camisa, la da un tironazo, da media vuelta y se abre.

Pero no se lleva su sombra consigo, pues se acaba de velar la claridad que mecía mi despacho.

Las tres y diecinueve minutos, machaca el mortífero reloj.

Agarro el teléfono y llamo al jefe, en el tercer piso.

Lo coge el inspector Bliss, lo cual me agudiza la crisis de almorranas.

– ¿Qué pasa?

– Comisario Llob al aparato.

El muy cerdo suspira.

Para quienes aún no conocen a Bliss, vaya por delante el aviso: un granuja de mucho cuidado, capaz de robarle un dedo a quien le eche una mano.

– ¿Qué quieres? -masculla.

– ¿Qué puñetas estás haciendo en el despacho del jefe?

– Pues… de jefe.

– Déjate de idioteces y pásame al dire.

– ¿Cómo has llamado al señor director?

Me dan ganas de meter el brazo por el auricular y arrancarle la piel del pescuezo.

– Mira, Llob, yo tengo mucho que hacer. El señor director está de inspección durante dos días. Si tienes un mensaje, suéltalo ya.

– O sea, que también estás sustituyendo al contestador.

Me cuelga en las narices, saltándose mi edad y mis galones. Me lo pienso un par de segundos y me sereno, poniendo al mal tiempo buena cara. Pero paso de quedarme un minuto más en el despacho, y menos con una BMG [2]cubriendo la interinidad.

Ya que el jefe está fuera, recojo mi chaqueta, doy un brinco y me pierdo por ahí, como todo argelino que se precie.

Mi deriva me lleva hasta la librería de Mohand. Deduzco que quizá el azar me esté preparando una sorpresa y decido prestarme a su juego. Monique está colocando una pila de libros en las estanterías. Se tambalea en lo alto de un taburete, con la falda muy subida. De entrada, compruebo que no está dispuesta a cambiar un ápice sus costumbres: sigue empeñada en usar calzoncillos. Carraspeo en mi puño para no desasosegarme. Tanto la entusiasma mi visita que casi se me cae en los brazos. Regresa a tierra firme, me salta al cuello y me suelta un beso capaz de excitar hasta un pedúnculo.

– ¡Hace la tira de tiempo, tú! ¿Qué te trae por aquí?

– El olfato. De toda la vida, las librerías dan cobijo a conciliábulos subversivos. Como últimamente estoy en paro forzoso, he venido a curiosear tras las cortinas.

– ¿Traes una orden de registro?

– ¿Por qué me tendrán siempre que hacer preguntas que no entiendo?

Aunque sea alsaciana por los cuatro costados, Monique tiene un toque familiar normando. Me saca un par de cabezas. Por eso siempre intento no salir en fotos a su lado.

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