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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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– ¿Para librarnos de un déspota, ayer su criado y hoy un personaje comprometedor?… ¿Porque nuestro martirio acabó ablandando a las rapaces de Washington?… Si creéis por un segundo ese cuento de hadas, es que estáis acabados. Estados Unidos sabía dos cosas extremadamente preocupantes para sus proyectos hegemónicos: 1) Nuestro país estaba a punto de disponer plenamente de su soberanía: de armas nucleares. Con el nuevo orden mundial, sólo las naciones que dispongan de arsenal nuclear serán soberanas; las demás, a partir de ahora, no serán sino posibles focos de tensión, graneros providenciales para las grandes potencias. El mundo está gestionado por el lobby financiero internacional, para el cual la paz es un paro técnico. Un asunto de espacio vital… 2) Irak era la única fuerza militar capaz de plantar cara a Israel. Ponerlo de rodillas era permitir que Israel se hiciera con la región. Éstas son las dos auténticas razones que han llevado a la ocupación de nuestra patria. Sadam es una cortina de humo. Si, para la opinión pública, parece justificar la agresión norteamericana, no por ello deja de ser una engañifa diabólica consistente en pillar a la gente a contrapié para ocultar lo más importante: impedir que un país árabe acceda a los medios estratégicos para su defensa, y por tanto para su integridad, y, una vez conseguido, ayudar a Israel a asentar definitivamente su autoridad en Oriente Próximo.

Como ninguno esperaba el golpe, la asistencia quedó boquiabierta.

Satisfecho, el Doc saboreó por un momento el efecto producido por la pertinencia de su intervención, carraspeó con arrogancia, convencido de que les había quitado el hipo, y se levantó.

– Señores -decretó-, os dejo meditar mis palabras con la esperanza de veros mañana más ilustrados y crecidos.

Dicho esto, alisó majestuosamente la parte delantera de su chilaba y abandonó el salón con excesiva altivez.

El barbero, que no prestaba atención a los dimes y diretes de unos y otros, acabó dándose cuenta del silencio que acababa de hacerse a su alrededor; arqueó una ceja y, sin hacerse demasiadas preguntas, siguió rapando a su cliente con la indolencia de un paquidermo masticando una mata de hierba.

Ahora que Doc Jabir se había retirado, las miradas convergían en el decano. Éste se meneó sobre su silla de mimbre chascando los labios y dijo:

– También se pueden ver las cosas desde ese punto de vista.

Calló un largo rato antes de añadir:

– La verdad es que estamos cosechando lo que hemos sembrado: el fruto de nuestros perjurios… Hemos fracasado. En otros tiempos, éramos nosotros mismos, árabes valientes y virtuosos con la vanidad justa para cobrar valor. En vez de mejorar con el tiempo, nos hemos echado a perder.

– ¿Y cuáles han sido nuestras culpas? -preguntó el Halcón, susceptible.

– La fe… La hemos perdido, y con ella la cara.

– Que yo sepa, las mezquitas están siempre llenas.

– Sí, pero ¿qué ha sido de los creyentes? Son gente que va maquinalmente a rezar y luego regresa a lo ilusorio una vez terminado el oficio. La fe no es eso.

Uno de sus partidarios le tendió un vaso de agua.

El decano bebió unos cuantos tragos; el ruido de la ingurgitación resonó en el salón como piedras al caer en un pozo.

– Hace unos cincuenta años, mientras conducía la caravana de mi tío por Jordania con un centenar de camellos, me detuve en un pueblo cerca de Ammán. Era la hora de la oración. Fui con parte de mis hombres a una mezquita y nos pusimos a hacer nuestras abluciones en un pequeño patio enlosado. Entonces se nos acercó el imán, un personaje imponente vestido con una túnica resplandeciente. «¿Qué estáis haciendo aquí, jóvenes?», nos preguntó. «Nos lavamos para la oración», le contesté. «¿Creéis que vuestros odres bastan para purificaros?», inquirió. «Pero es preciso hacer las abluciones antes de entrar en la sala de oraciones», le observé. Entonces sacó un higo hermoso y fresco de su bolsillo, lo limpió con cuidado en una taza de agua y luego lo abrió ante nuestros ojos. El hermoso higo estaba lleno de gusanos. El imán concluyó: «No es el cuerpo lo que hay que lavar, jóvenes, sino el alma. Si estáis podridos por dentro, no hay río ni océano que pueda desinfectaros».

Todas las personas reunidas en la barbería asintieron, convencidas, con la cabeza.

– No pretendamos que otros carguen con la parte de culpa que nos corresponde. Si los americanos están aquí, es responsabilidad nuestra. Al perder la fe, hemos perdido nuestras referencias y el sentido del honor. Hem…

– ¡Ya está! -exclamó el barbero agitando su brocha por encima de la nuca carmesí de su cliente.

Los ocupantes del salón se quedaron tiesos, indignados.

Lejos de sospechar que acababa de perturbar al reverenciado decano y de escandalizar a quienes bebían en las fuentes de sus labios, el barbero siguió meneando su brocha con desenvoltura.

El cliente cogió sus viejas gafas remendadas con papel celo y alambre, se las ajustó sobre su tumefacta nariz y se contempló en el espejo frente a él. Su sonrisa se convirtió de inmediato en mueca.

– ¿Qué es esto? -gimió-. Me has esquilado como a una oveja.

– Ya llegaste con poco pelo -le señaló el barbero, impasible.

– Puede, pero aun así te has pasado. Ha faltado poco para que me cortaras la piel del cráneo.

– Podías haberme detenido.

– ¿Cómo? No veo nada sin las gafas.

El barbero insinuó un mohín de apuro.

– Lo siento. He hecho lo que he podido.

En ese instante, ambos hombres se dieron cuenta de que algo no iba bien. Se dieron la vuelta y recibieron de pleno la mirada indignada de las personas reunidas en el salón.

– ¿Qué pasa? -preguntó el barbero con voz queda.

– El decano nos estaba instruyendo -le señalaron con tono de reproche-, y no sólo no escuchabais sino que además discutíais por unos miserables tijeretazos mal dados. No tenéis perdón.

Al percatarse de su grosería, el barbero y su cliente se llevaron la mano a la boca, como niños pillados soltando tacos, y se amilanaron.

Los jóvenes, que escuchaban desde la entrada, se quitaron de en medio de puntillas. En Kafr Karam, cuando los sabios y los mayores riñen, los adolescentes y los solteros tienen la obligación de retirarse. Por pudor. Aproveché para acudir al zapatero, cuyo taller se hallaba a unos cien metros, en el costado de un caserón horroroso emboscado tras unas fachadas tan feas que parecían haber sido levantadas por duendes.

El sol rebotaba en el suelo y me hería los ojos. Entreví, entre dos cuchitriles, a mi primo Kadem allá donde lo había dejado, encogido sobre su pedrusco; le mandé un saludo con la mano, que no vio, y proseguí mi camino.

El taller del zapatero estaba cerrado; de todos modos, las zapatillas que vendía sólo les quedaban bien a los viejos, y si algunas llevaban lustros pudriéndose en su caja de cartón, no era por falta de dinero.

Delante del gran portón de hierro del caserón, pintado de un repelente color marrón, Omar el Cabo jugueteaba con un perro. Apenas me vio, dio una patada al trasero del cuadrúpedo, que se apartó con un quejido, y me hizo una señal para que me acercara.

– Apuesto a que estás salido -me soltó-. ¿A qué has venido a ver si te topabas por aquí con alguna oveja perdida?

Omar era un desasosiego ambulante. En el pueblo, los jóvenes no apreciaban ni la crudeza de sus palabras ni sus insanas alusiones; huían de él como de la peste. Su paso por el ejército lo había echado a perder.

Cinco años atrás, marchó a servir en un batallón como ranchero, y regresó al pueblo tras el asedio de Bagdad por las tropas norteamericanas, incapaz de explicar lo que había ocurrido. Una noche, su unidad estaba en estado de alerta total, con el arma cargada y la bayoneta calada; a la mañana siguiente no quedaba nadie en su puesto, todos habían desertado, empezando por los oficiales. Omar regresó al redil a hurtadillas. Le sentó muy mal la deserción de su batallón, y ahogaba su vergüenza y su pena en vino adulterado. De ahí debía de venirle su grosería; como ya no sentía respeto por sí mismo, se complacía malévolamente asqueando a familiares y amigos.

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