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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Giró sobre los talones y se dirigió hacia la salida:

– ¿Queréis que os diga…? -fulminó desde el umbral.

– Desinféctate antes la boca -lo cortó en seco Yacín.

Omar meneó la cabeza y desapareció.

El malestar se acrecentó en el café tras la salida de Omar. Los gemelos se fueron los primeros, cada uno por su lado. Luego, como la partida de cartas había quedado interrumpida, a nadie le apeteció reanudarla. Yacín se levantó a su vez y salió, con Adel pisándole los talones. Ya sólo me quedaba volver a mi casa.

Ya en mi habitación, intenté escuchar la radio para disipar el malestar que se me había metido en el cuerpo tras la escena del Safir. Lo lamentaba por partida doble, primero por Omar, luego por Yacín. Sin duda, el cabo se merecía que lo pusieran en su sitio, pero también me disgustaba la severidad del más joven. Cuanta más lástima me daba el desertor, menos justificable me parecía su primo. En realidad, si nuestras relaciones se iban degradando, era por las noticias que nos llegaban de Faluya, Bagdad, Mosul o Basora mientras vivíamos a años luz del drama que estaba despoblando nuestro país. Desde el inicio de las hostilidades, a pesar de los cientos de atentados y la enorme mortandad, ni un solo helicóptero había sobrevolado hasta entonces nuestro sector; ni una sola patrulla había profanado la paz de nuestro pueblo. Y ese sentimiento de quedar en cierto modo excluidos de la Historia se iba convirtiendo, con nuestro expectante silencio, en un auténtico caso de conciencia. Si bien los viejos parecían acomodarse a ello, los jóvenes de Kafr Karam lo vivían muy mal.

Como la radio no conseguía distraerme, me tumbé en la cama y me tapé la cabeza con la almohada. El agobiante calor exacerbaba mi turbación. No sabía qué hacer. Las calles del pueblo me entristecían, mi cuchitril me agobiaba; me instalaba en mi disgusto…

Al caer la tarde, un amago de brisa agitó levemente las cortinas. Saqué una silla metálica y me acomodé en la entrada de la habitación. A dos o tres kilómetros del pueblo, los huertos de los Haitem desafiaban la rocalla que los sitiaba; único espacio verde en leguas a la redonda, resplandecían con insolencia entre las reverberaciones del día. El sol se ponía entre nubes de polvo. El horizonte no tardó en incendiarse, destacando a lo lejos las ondulaciones de las colinas. Sobre la árida meseta que corría hasta quedar sin aliento hacia el sur, la pista transitable parecía el cauce seco de un río. Una piara de mocosos regresaba de los huertos, cabizbajos y con andar vacilante; resultaba evidente que la expedición de los pequeños merodeadores se había malogrado.

– Hay un paquete para ti -me avisó mi hermana gemela Bahia dejando ante mis pies una bolsa de plástico-. Te traigo la cena dentro de media horita. ¿Podrás aguantar hasta entonces?

– Sin problema.

Me sacudió con la mano el cuello de la camisa.

– ¿No fuiste a la ciudad?

– No encontré a nadie para llevarme.

– Intenta ser más convincente mañana.

– Lo prometo… ¿Qué es este paquete?

– Lo acaba de traer el hermano pequeño de Kadem.

Entró en la habitación para comprobar que todo estaba en orden y volvió a su fogón.

Abrí la bolsa de plástico y saqué una caja de cartón cerrada con esparadrapo. En el interior, descubrí un soberbio par de zapatos negros para estrenar y un trozo de papel en el que había escrito: Me los he puesto dos veces, las noches de mi primera y mi segunda bodas. Son para ti. Tan amigos. Kadem.

3

Kafr Karam se iba agrietando día tras día, rehén de su vaciedad.

En la barbería, en el café, al pie de las tapias, la gente rumiaba los mismos bulos. Se hablaba demasiado; no se hacía nada. Las expresiones de enojo reincidían una y otra vez, cada vez menos espectaculares; los argumentos se embotaban al antojo de los cambios de humor y los conciliábulos derivaban en interminables y tediosas peroratas. Poco a poco, la gente dejó de escucharse. Sin embargo, se estaba gestando algo inhabitual. Si bien, entre los Ancianos, la jerarquía permanecía incólume, entre los jóvenes iba experimentando una curiosa mudanza. Desde que Yacín reprendiera a Omar el Cabo, el derecho de primogenitura se estaba yendo a pique. Ciertamente, la mayoría reprobaba lo que había ocurrido en el Safir, pero una minoría de balas rasas y de rebeldes en ciernes se inspiraba en ello para cobrar seguridad.

Al margen de ese desafuero, que los viejos fingían ignorar -pues el incidente había corrido de boca en boca por todo el pueblo sin que por ello se sacara a relucir en público-, los acontecimientos seguían su curso con patético linfatismo. El amanecer hacía acto de presencia cuando buenamente le parecía, y la noche caía a su antojo. Seguíamos enfrascados en nuestra limitada dicha autista, pensando en las musarañas o rascándonos la nariz. Podría decirse que vegetábamos en otro planeta, al margen de los dramas que corroían nuestro país. Nuestras mañanas eran reconocibles por sus ruidos característicos, nuestras noches por sus descansos desabridos, y algunos no habrían sabido decir para qué sirven los sueños cuando los horizontes están desnudos. Hacía tiempo que las murallas de nuestras calles nos mantenían cautivos de su penumbra. Habíamos conocido los regímenes más abominables y habíamos sobrevivido a ellos del mismo modo que nuestro rebaño sobrevivía a las epidemias. A veces, cuando un tirano expulsaba a otro, recalaban por aquí nuevos esbirros para levantar la caza. Esperaban así echar el guante a eventuales ovejas negras para inmolarlas allí mismo, y así mantenernos a raya a todos. No tardaban nada en desilusionarse y regresaban con su amo, confundidos pero encantados de no tener que volver a poner los pies en este poblacho, donde costaba distinguir a los vivos de los fantasmas que les hacían compañía.

Pero, como reza el ancestral proverbio, si cierras tu puerta para no oír los gritos del vecino, se colarán por tu ventana. Pues nadie está seguro cuando la desgracia anda suelta. Por mucho que uno se cuide de evocarla, que crea que eso sólo les ocurre a los demás y que basta con no rechistar para librarse de ella, tanta contención le acaba poniendo la mosca detrás de la oreja y, una buena mañana, se presenta disimulando para ver de qué va el asunto… Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. La desgracia recaló entre nosotros sin aspavientos, casi de puntillas, ocultando su jugada. Yo estaba tomando una taza de té en el taller del ferretero cuando su nieta acudió gritando:

– Suleimán… Suleimán…

– ¿Ha vuelto a escapar? -exclamó el ferretero.

– Se ha cortado la mano con el portón… Se ha quedado sin dedos -sollozaba la criatura.

El ferretero pasó por encima de la mesa baja que nos separaba, volcando de paso la tetera que la coronaba, y salió disparado hacia su casa. Su aprendiz se apresuró tras él mientras me hacía una señal para que lo siguiera. Se oían gritos de mujer en la otra punta de la calle. Un enjambre de críos se iba agrupando ante el portón abierto del patio. Suleimán mantenía su mano ensangrentada junto a su pecho y reía en silencio, fascinado por su desangramiento.

El ferretero ordenó a su mujer que se callara y que fuera en busca de una tela limpia. Los gritos cesaron de inmediato.

– Ahí están los dedos -dijo el aprendiz señalando dos puntas de carne junto a la puerta.

Con una calma asombrosa, el ferretero recogió las dos falanges cortadas, las limpió y metió en un pañuelo que introdujo en su bolsillo. Luego se inclinó sobre la herida de su hijo.

– Hay que llevarlo al dispensario -dijo-. Si no, se va a desangrar.

Se volvió hacia mí.

– Necesito un coche.

Asentí con la cabeza y me dirigí a la carrera a la casa de Jalid Taxi. Lo pillé en el patio reparando el juguete de su hijo.

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