• Пожаловаться

Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

Здесь есть возможность читать онлайн «Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. категория: Современная проза / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

любовные романы фантастика и фэнтези приключения детективы и триллеры эротика документальные научные юмористические анекдоты о бизнесе проза детские сказки о религиии новинки православные старинные про компьютеры программирование на английском домоводство поэзия

Выбрав категорию по душе Вы сможете найти действительно стоящие книги и насладиться погружением в мир воображения, прочувствовать переживания героев или узнать для себя что-то новое, совершить внутреннее открытие. Подробная информация для ознакомления по текущему запросу представлена ниже:

Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Las sirenas de Bagdad»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

Yasmina Khadra: другие книги автора


Кто написал Las sirenas de Bagdad? Узнайте фамилию, как зовут автора книги и список всех его произведений по сериям.

Las sirenas de Bagdad — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Las sirenas de Bagdad», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема

Шрифт:

Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– Te necesitamos -le anuncié-. Suleimán se ha cortado dos dedos, tenemos que llevarlo al dispensario.

– Lo siento, espero a gente a mediodía.

– Es urgente. Suleimán está perdiendo mucha sangre.

– No os puedo llevar. Coge el coche si quieres. Está en el garaje. No os puedo acompañar; dentro de un rato va a venir gente para pedir la mano de mi hija.

– De acuerdo, dame las llaves.

Soltó el juguete de su retoño y me pidió que lo siguiera hasta el garaje donde un viejo Ford abollado tenía el freno echado.

– ¿Sabes conducir?

– Por supuesto…

– Ayúdame a sacar este trasto a la calle.

Abrió los batientes del garaje y lanzó un silbido a los mocosos que vagueaban al sol para que vinieran a echarnos una mano.

– El arranque se me resiste -me explicó-. Ponte al volante, vamos a empujarte.

Los chavales se precipitaron dentro del garaje, divertidos y felices de que les pidieran ayuda. Solté el freno, metí segunda y el coche quedó a merced del entusiasmo de los chicos. Al cabo de unos cincuenta metros, el Ford alcanzó una velocidad considerable; solté el pedal del embrague y el motor rugió por todas sus deterioradas válvulas tras una formidable embestida. Detrás de mí, los chavales lanzaron un grito de alegría idéntico al que soltaban al regresar la luz tras un prolongado apagón eléctrico.

Cuando aparqué delante del patio del ferretero, Suleimán tenía ya la mano envuelta en una toalla y un garrote alrededor de la muñeca; su rostro no delataba ningún dolor. Aquello me resultó extraño, y no conseguía creerme que se pudiera mostrar tanta insensibilidad cuando se acababa de perder dos dedos.

El ferretero instaló a su hijo en el asiento trasero y se sentó a su lado. Su mujer acudió a la carrera, desmelenada y sudorosa, como si estuviera loca perdida; tendió a su marido un fajo de hojas, con los bordes desgastados, enrolladas y sujetas por un elástico.

– Es su cartilla médica. Seguramente te la van a pedir.

– Muy bien, ahora vuelve a casa y trata de comportarte. No es el fin del mundo.

Salimos del pueblo a toda velocidad, escoltados por una jauría de críos; su clamor nos estuvo persiguiendo durante un buen rato por el desierto.

Eran aproximadamente las once y el sol iba esparciendo oasis artificiales por la llanura. En el cielo calentado al rojo blanco, una pareja de aves aleteaba. La pista avanzaba en línea recta, macilenta y vertiginosa, casi insólita sobre la meseta rocosa que sajaba de punta a punta. El viejo Ford desvencijado brincaba sobre las grietas, a ratos se encabritaba y daba la impresión de obedecer únicamente a su propio frenesí. En el asiento trasero, el ferretero apretaba a su hijo contra él para impedir que se golpeara la cabeza contra la portezuela. No decía nada, me dejaba conducir como buenamente podía.

Cruzamos un campo abandonado, más adelante una gasolinera fuera de servicio, y luego nada más. El horizonte desplegaba su desnudez hasta el infinito. A nuestro alrededor, y hasta donde alcanzaba la vista, no vimos ni una chabola, ni una máquina, ni un bicho viviente. El dispensario se encontraba a unos sesenta kilómetros hacia el oeste, en un pueblo de reciente creación cuyas carreteras estaban asfaltadas. También había una comisaría y un instituto que los nuestros rechazaban por motivos que ignoraba.

– ¿Crees que hay suficiente gasolina? -me preguntó el ferretero.

– No lo sé. Todas las agujas del cuadro de mandos están a media asta.

– Ya me lo imaginaba. No nos hemos cruzado con un solo vehículo. Como tengamos una avería estamos listos.

– Dios no nos abandonará -le dije.

Media hora más tarde, vimos elevarse a lo lejos una enorme nube de humo negro. La carretera nacional quedaba a pocos kilómetros, y el humo nos tenía intrigados. Por fin apareció la carretera nacional tras un cerro. Un semirremolque ardía, cruzado en medio de la calzada, con la cabina en la cuneta y la cisterna volcada; unas llamas gigantescas lo devoraban con una atroz ferocidad.

– Detente -me aconsejó el ferretero-. Debe de tratarse de un ataque de los fedayines, y los militares no van a tardar en aparecer. Da media vuelta hasta la carretera de enlace, más arriba, y toma la antigua pista. No tengo ganas de caer en medio de una refriega.

Di media vuelta.

Cuando alcancé la antigua pista, escruté los alrededores acechando a los refuerzos militares. Unos cientos de metros más abajo, paralelamente a nuestro itinerario, la nacional resplandecía bajo el sol, como si fuera un canal de riego, recta y atrozmente desierta. Pronto la nube de humo acabó en un vulgar hilillo grisáceo sumido en su desamparo. El ferretero sacaba de vez en cuando la cabeza por la ventanilla para ver si un helicóptero nos daba caza. Éramos la única señal de vida en aquel paraje y cualquiera podía cometer un error. El ferretero estaba preocupado; su rostro se iba ensombreciendo.

Yo me mantenía más bien sereno; me dirigía al pueblo vecino y llevaba un herido a bordo.

La pista efectuó un largo rodeo alrededor de un cráter, subió por una colina, cayó a pique y se volvió a enderezar tras unos kilómetros cuesta abajo. Pudimos de nuevo ver la nacional, siempre igual de recta y desierta, estremecedora en su abandono. Esta vez, la pista iba directamente hacia allá antes de confundirse con ella. Los neumáticos del Ford cambiaron de tono cuando hollaron el asfalto, y el motor dejó de resoplar desaforadamente.

– Estamos a menos de diez minutos del pueblo, y ni un vehículo a la vista -constató el ferretero-. Es extraño.

No me dio tiempo a contestarle. Un puesto de control nos cerraba el paso, con pinchos a ambos lados de la carretera. Dos vehículos abigarrados se hallaban en el arcén, con la ametralladora apuntando. Enfrente, coronando un cerro, había una improvisada garita atrincherada detrás de barriles y sacos de arena.

– Mantén la calma -me dijo el ferretero, y su aliento me quemó el hueco de la nuca.

– Estoy calmado -lo tranquilicé-. No tenemos nada que reprocharnos y hay un enfermo a bordo. No nos van a causar problemas.

– ¿Dónde están los soldados?

– Están agazapados detrás del terraplén. Veo dos cascos. Creo que nos están observando con prismáticos.

– De acuerdo, ve reduciendo y sigue despacio. Haz exactamente lo que te digan.

– No te preocupes, todo irá bien.

El primero en salir de su refugio fue un soldado iraquí que nos hizo un gesto para que nos detuviéramos a la altura de una señal plantada en medio de la vía. Obedecí.

– Apaga el motor -me ordenó en árabe-. Luego, coloca las manos sobre el volante. No abras la puerta y no bajes a menos que te lo pidamos. ¿Has oído?

Se mantenía a buena distancia, apuntando el parabrisas con su fusil.

– ¿Has oído?

– He oído. Mantengo las manos sobre el volante y no hago nada sin permiso.

– Muy bien… ¿Cuántos estáis a bordo?

– Tres. Nosotros…

– Contesta sólo a las preguntas que te haga. Y nada de gestos bruscos; ningún tipo de gestos, ¿entendido?… ¿De dónde venís y adónde os dirigís, y por qué?

– Venimos de Kafr Karam y vamos al dispensario. Tenemos a un enfermo que se ha cortado los dedos. Se trata de un retrasado mental.

El soldado iraquí paseó su fusil de asalto sobre mí, el dedo en el gatillo y la culata pegada a la cara; luego, apuntó al ferretero y a su hijo. Dos soldados norteamericanos se acercaron a su vez, vigilantes, con sus armas prestas para convertirnos en un coladero al menor sobresalto. Yo mantenía la calma, con las manos bien a la vista sobre el volante. Detrás de mí, la respiración del ferretero rateaba.

– Controla a tu hijo -le mascullé-. Tiene que quedarse tranquilo.

Читать дальше
Тёмная тема

Шрифт:

Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Las sirenas de Bagdad»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Las sirenas de Bagdad» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё не прочитанные произведения.


Отзывы о книге «Las sirenas de Bagdad»

Обсуждение, отзывы о книге «Las sirenas de Bagdad» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.