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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Me siento incómodo.

– ¿Cuál es tu pregunta… indiscreta?

– Supongo que te la han hecho cientos de veces.

– ¿Sí?…

– ¿Cómo pasaste de ser el azote de los yihadistas a convertirte en su portavoz?

Suelta una carcajada, se relaja. Resulta evidente que no le disgusta el ejercicio. Se pasa las manos detrás de la nuca, se estira groseramente; luego, tras haberse relamido los labios, cuenta con cara súbitamente seria:

– Son cosas que se te vienen encima cuando menos te lo esperas. Es como una revelación. De repente, lo ves todo claro, y los pequeños detalles que no tenías en cuenta cobran una dimensión extraordinaria… Vivía en una burbuja. Fue sin duda el odio a mi madre lo que me cegó hasta llegar a repugnarme todo aquello que me vinculara a ella, hasta mi sangre, mi patria, mi familia… En realidad, sólo era el negro de los occidentales. Se habían percatado de mis debilidades. Sólo me otorgaban honores y agasajos para someterme mejor. No había estudio de televisión que no reclamara mi presencia. Bastaba con que un petardo estallara en alguna parte para que micros y focos me localizaran de inmediato. Mi discurso se ajustaba a las expectativas de los occidentales. Los reconfortaba. Les decía lo que querían oír, lo que habrían querido decir ellos mismos de no haber estado yo allí para ahorrarles esa tarea, y las molestias que conllevan. Digamos que les servía de guante… Hasta que un día estuve en Ámsterdam. Unas semanas después del asesinato de un cineasta holandés por un musulmán, por un documental blasfemo que mostraba a una mujer desnuda cubierta de versículos coránicos. Puede que oyeras hablar de aquella historia.

– Vagamente.

El doctor Jalal esboza una mueca y prosigue:

– Normalmente, no se cabía en los auditorios universitarios donde yo intervenía… Aquel día hubo muchos asientos vacíos. La gente que se había molestado en venir lo hizo para ver de cerca a la bestia inmunda. Llevaban el odio en la cara. Había dejado de ser el doctor Jalal, su aliado, el defensor de sus valores y de su idea de la democracia. A la mierda con todo aquello. Para ellos no era más que un árabe, el vivo retrato del árabe asesino del cineasta. Habían cambiado radicalmente, ellos, los precursores de la modernidad, los más tolerantes, los europeos más emancipados. Ahora esgrimían su tendencia racista como un trofeo. A partir de ahora, todos los árabes eran terroristas para ellos, ¿y yo?… ¿Yo, el doctor Jalal, enemigo jurado de los fundamentalistas, yo, a quien llovían las fatuas, que me partía el pecho y la cara por ellos?… Yo, para ellos, no era sino un traidor a mi nación, lo cual me hacía doblemente despreciable… Y entonces fue cuando tuve una iluminación. Comprendí hasta qué punto estaba engañado, y, sobre todo, dónde estaba mi verdadero sitio. Así que hice las maletas y regresé con los míos.

Tras soltar su carrete, adopta un semblante sombrío. Comprendo que acabo de tocar una fibra especialmente sensible y me pregunto si, por culpa de mi indiscreción, no habré metido el dedo en una llaga que le gustaría ver cicatrizar.

19

Me apresuro en poner a buen recaudo mis medicamentos tras la salida del doctor Jalal, que entre tanto se había quedado adormilado. Estoy furioso. ¿Dónde tengo la cabeza? Cualquier tonto se habría quedado pasmado ante el arsenal de botes y de comprimidos sobre mi mesilla de noche. ¿Acaso sospechaba algo el doctor Jalal? ¿Por qué ha venido a mi habitación cuando no tenía costumbre de hacerlo? No suele ir en busca de los demás. Apenas te cruzas con él por los pasillos del hotel, salvo cuando se dirige en solitario al bar para emborracharse. Ceñudo, distante, no devuelve las sonrisas ni los saludos. El personal del hotel lo evita, pues es capaz de pillar, por una pequeñez, unos cabreos abominables. Por otra parte, que yo sepa, ignora el motivo de mi estancia en Beirut. Él está en Líbano por sus conferencias; yo lo estoy por razones que se mantienen secretas. ¿Por qué vino a verme ayer tarde a la terraza, él, que aborrece la compañía?

No me cabe duda de que le intrigo.

Tomo un montón de medicamentos que un profesor me ha prescrito tras haberme sometido a una infinidad de pruebas para determinar los productos a los que soy alérgico y preparar mi cuerpo para resistir a eventuales manifestaciones de rechazo. Tres días después de mi llegada a Beirut, me auscultaron distintos médicos, me tomaron sangre y examinaron en profundidad, haciéndome pasar sin transición de un escáner a un cardiógrafo. Una vez que se me declaró sano de cuerpo y mente, me presentaron a un tal doctor Ghany, el único habilitado para decidir si se me confiaba o no la misión. Es un anciano famélico, seco como un garrote, con el cráneo aureolado por una melena canosa y enrevesada. Sayed me ha explicado que el profesor Ghany es virólogo, pero que también domina otros ámbitos científicos; una eminencia gris sin par, casi un mago, que ha ejercido durante décadas en los centros de investigación norteamericanos más prestigiosos antes de ser expulsado por su condición de árabe y su religión.

Hasta ayer, las cosas han ido ocurriendo de la manera más normal del mundo. Chaker venía a buscarme para llevarme a una clínica privada, en el norte de la ciudad. Me esperaba en el coche hasta que finalizaba la consulta; luego me traía de vuelta al hotel. Sin hacer preguntas.

La intrusión del doctor Jalal me enoja.

No paro, desde que se ha ido, de pasar revista a nuestros escasos encuentros. ¿Dónde habré metido la pata? ¿En qué momento he despertado su curiosidad? ¿Habrá fallado alguien de mi entorno? ¿Qué significa ese «Espero que dejes pasmados a estos canallas»? ¿Por qué se permite hablarme así?

Chaker me pilla rumiando esta historia. Mis preocupaciones le llaman la atención de inmediato.

– ¿Algo no va bien? -me pregunta cerrando la puerta tras él.

Estoy tumbado en el sofá, de espalda a la ventana. Ha dejado de llover. Se oye desde la calle el roce de los coches sobre la calzada cubierta de agua. Unas nubes cobrizas se van espesando en el cielo, a punto de descargar en tromba su contenido sobre la ciudad.

Chaker agarra una silla y se sienta a horcajadas. Es un buen chico de unos treinta años, bien parecido y jovial, con pelo largo echado hacia atrás y recogido en una austera cola de caballo. Debe de medir un metro ochenta, es ancho de hombros y con barbilla prominente. Sus ojos azules tienen un destello mineral, de mirada poco fija, justo dos ojos azulados puestos en alguna parte como si tuviese la cabeza en otra. Lo adopté desde que nos estrechamos la mano al confiarme Sayed a él y a Imad, en la frontera siria, para hacerme entrar clandestinamente en Líbano. Es cierto que es poco hablador, pero sabe estar ahí. Podemos permanecer juntos mirando un mismo objeto sin intercambiar una sola palabra. Sin embargo, algo ha cambiado en él. Desde que encontraron a su amigo Imad en una placeta, muerto por sobredosis, Chaker ha perdido brío. Antes parecía un rayo. Apenas habías colgado el teléfono y ya estaba llamando a la puerta. Se multiplicaba sin perder energía ni escatimar su entrega. Luego la policía encontró el cuerpo de su colaborador más cercano, y Chaker se quedó petrificado. Dio un bajón de la noche a la mañana.

No llegué a conocer a Imad muy bien. Al margen de la travesía que hicimos juntos desde Jordania, no estuvo mucho tiempo a mi lado. Sólo venía con Chaker a recogerme al hotel. Era un chico tímido, siempre a la sombra de su compañero. No daba la impresión de drogarse. Cuando me contaron cómo lo descubrieron, tumbado en un banco público, con la boca azul, sospeché una ejecución camuflada. Chaker opinaba como yo, pero se lo callaba. La única vez que le pregunté qué pensaba de la muerte de Imad, su mirada azulada se ensombreció. Desde entonces, evitamos hablar de ello.

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