Yasmina Khadra - Las sirenas de Bagdad

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Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Atravesamos la frontera jordana hacia las cuatro de la mañana. Dos patrullas de frontera se habían cruzado un rato antes, una a bordo de un todoterreno militar, otra a pie. El puesto de observación se encontraba en lo alto de un cerrillo, identificable por su torreta y su antena alumbrada por una farola. Mis guías lo estuvieron observando con prismáticos infrarrojos. Cuando la patrulla de exploradores regresó a su acuartelamiento, agarramos nuestras mulas por las riendas y nos deslizamos por el lecho de un río. Unos kilómetros más allá, una pequeña furgoneta cargada de palanganas de plástico nos recogió. La conducía un hombre vestido con túnica tradicional y un pañuelo beduino en la cabeza. Felicitó a mis dos guías, y les dibujó en el suelo un itinerario seguro para regresar a Irak. Los informó de que aviones no tripulados estaban sobrevolando la zona y les detalló la manera de eludir su rastreo; luego les explicó cómo rodear una nueva unidad de las fuerzas aliadas que acababa de desplegarse detrás de la línea de demarcación. Los guías le hicieron algunas preguntas de orden práctico y, ya satisfechos, nos desearon buena suerte y dieron media vuelta.

– Ahora puedes relajarte -me dijo el desconocido-. A partir de aquí es pan comido. Estás en las mejores manos de la profesión.

Era un hombrecillo encogido, de tez morena, con la cabeza más ancha que los hombros, por lo que parecía estar tambaleándose sin moverse. Por sus gruesos labios se entreveían dos filas de dientes de oro que refulgían al amanecer. Conducía como un tonto, sin preocuparse de los baches ni de los frenazos que daba sin ton ni son, catapultándome contra el parabrisas.

Sayed reapareció por la noche, en casa de mi nuevo guía. Me abrazó durante un largo rato.

– Dos etapas más y podrás descansar.

Al día siguiente, tras un desayuno sustancioso, me acompañó hasta un pueblo fronterizo en un coche de gran cilindrada. Allí me puso en manos de Chaker e Imad, dos jóvenes con pinta de estudiantes, y me dijo:

– Del otro lado está Siria, y justo después Líbano. Nos vemos dentro de dos días en Beirut.

Beirut

18

Mi estancia en Beirut llega a su fin. Llevo tres semanas esperando. Cuento las horas con los dedos. De pie junto a la ventana de mi habitación, contemplo la calle desierta. La lluvia tamborilea sobre los cristales. En la acera barrida por el viento, un vagabundo sopla en sus puños para calentarlos. Está al acecho de algún alma caritativa. Lleva allí un buen rato y no he visto a nadie depositar una moneda en su mano. ¿Qué espera del porvenir? Tiene las polainas empapadas hasta la trama, sus zapatillas hacen agua; su pinta es sencillamente grotesca. Resulta obsceno vivir como un perro, más cerca de los gatos callejeros que de la gente. Ese individuo ni siquiera es digno de poseer una sombra, de vincularla a su degradación. De hecho, no tiene. Aislado en su miseria como un gusano en una fruta podrida, olvida que está muerto y acabado. No siento la menor compasión por él. Pienso que si el destino lo ha rebajado hasta las alcantarillas, es para encarnar un símbolo. ¿Cuál? El que me permite concienciarme de la insoportable ineptitud de la vida. Este hombre espera algo, eso está claro. ¿Pero qué? ¿Que le caiga el maná del cielo? ¿Que un transeúnte se dé cuenta de su desamparo? ¿Que se apiaden de él?… ¡Menudo imbécil! ¿Acaso existe la vida después de la piedad?… Kadem no tenía del todo razón. No es que el mundo haya caído muy bajo, es que los hombres se regodean en la bajeza. Es precisamente porque me niego a parecerme a ese muerto en vida por lo que he venido a Beirut. Vivir como hombre o morir como mártir. No hay alternativa para el que quiere ser libre. No me veo en el pellejo de un vencido. ¡Llevo esperando desde aquella noche en que los soldados norteamericanos invadieron nuestra casa, desbaratando el orden natural de las cosas y los valores ancestrales!… Espero el momento de recuperar mi amor propio, sin el cual no hay más que deshonra. Estoy dispuesto a todo y a nada. Lo que he pasado, vivido, padecido hasta aquí no cuenta. Aquella noche la imagen se detuvo. Para mí, la tierra dejó de girar. No estoy en Líbano, no estoy en un hotel; estoy en coma. Y sólo me queda renacer aquí o pudrirme.

Sayed se ha encargado personalmente de que no me falte nada. Me ha instalado en una de las suites más caras del hotel y ha puesto a mi servicio a Imad y a Chaker, dos jóvenes exquisitos que me tratan con toda la consideración posible e imaginable, disponibles día y noche, pendientes de una señal, dispuestos a cumplir hasta mis deseos más extravagantes. Me prohíbo darme aires de importancia. Sigo siendo el mismo chico de Kafr Karam, humilde y discreto. Aunque soy consciente de la importancia que se me concede, no he renunciado a las reglas que me han forjado dentro de la sencillez y la corrección. Un único capricho: he pedido que retiren de la suite la televisión, la radio, los retratos colgados de las paredes; que me dejaran lo mínimo, es decir, los muebles y unas cuantas botellas de agua mineral en el minibar. Si por mí fuera, habría elegido una cueva en el desierto para sustraerme a las irrisorias vanidades de la gente mimada por la vida. Querría ser mi único polo de atracción, mi única referencia, pasar el resto de mi estancia libanesa preparándome mentalmente para estar a la altura de lo que los míos me han confiado.

Ya no temo quedarme solo en la oscuridad.

Me inicio en el olor a humedad de las tumbas.

¡Estoy preparado!

He domesticado mis pensamientos, metido en vereda mis dudas. Me mantengo lúcido con mano de hierro. Mi ansiedad, mis vacilaciones, mis insomnios, todo eso es historia pasada. Controlo todo lo que ocurre en mi cabeza. Nada se me escapa, nada se me resiste. El doctor Jalal me ha escardado el camino, taponado las brechas. Y ahora soy yo quien emplaza a mis miedos de antaño, quien les pasa revista. Se ha disipado la mancha parda que, en Bagdad, ocultaba parte de mis recuerdos. Puedo regresar a Kafr Karam cuando me parezca, abrir cualquier puerta, visitar cualquier patio y sorprender a cualquiera en su intimidad. Vuelvo a recordar, uno por uno, a mi madre, a mis hermanas, a mis parientes y primos. Sin sentirme mal. Mi habitación está poblada por fantasmas y ausentes. Omar comparte mi cama; Suleimán cruza mi habitación a la carrera; los invitados inmolados en las huertas de los Haitem desfilan ante mí. Hasta mi padre está presente. Se prosterna ante mí, con los testículos al aire. Yo no aparto la mirada, no me tapo la cara. Y cuando un culatazo lo manda al suelo, no lo ayudo a levantarse. Permanezco de pie; mi inflexibilidad de esfinge me impide inclinarme, incluso ante mi progenitor.

Dentro de unos días será el mundo el que se prosterne ante mí.

¡La más importante misión revolucionaria jamás emprendida desde que el hombre ha aprendido a no doblegarse!

Y yo he sido elegido para cumplirla.

¡Qué revancha sobre el destino!

Nunca me ha parecido tan eufórico, tan cósmico, el ejercicio de la muerte.

Por la noche, cuando me tumbo en el sofá frente a la ventana, rememoro las cabronadas que han pautado mi vida, y todas refuerzan mi compromiso. Ignoro con exactitud lo que voy a hacer, cuál será la naturaleza de mi misión -… algo que convertirá el 11 de Septiembre en una algarabía de patio de colegio -. Una certeza absoluta: ¡no retrocederé!

Llaman a la puerta.

Es el doctor Jalal.

Aparece empaquetado en el mismo chándal que llevaba la víspera y sigue sin molestarse en atarse los cordones.

Es la primera vez que cruza el umbral de mi puerta. Su aliento a vino se expande por la habitación.

– Me moría de aburrimiento en mi cuarto -dijo-. ¿No te importa que te haga compañía durante un rato?

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