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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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– Ya he elegido las mías. Y no existen otras.

– No te crees lo que estás diciendo.

– Sí.

– Pues no. Has cambiado de chaqueta.

– Te prohíbo…

– De acuerdo -lo interrumpe-. No he venido aquí para zarandear tu susceptibilidad. Sino a decirte esto: cargamos con una enorme responsabilidad, Jalal. Todo depende de nosotros, de ti y de mí. Nuestra victoria supone la salvación del mundo entero. Nuestra derrota, el caos. Tenemos un instrumento asombroso en nuestras manos: nuestra doble cultura. Nos permite enterarnos de qué va la cosa, dónde está el delito y dónde la razón, dónde está el fallo en unos y por qué otros están bloqueados. Occidente duda. Sus teorías, que antaño imponía como verdades absolutas, hoy se les vienen abajo ante el vendaval de las protestas. Tanto tiempo mecido por sus ilusiones para quedarse ahora sin referencias. De ahí la metástasis que ha llevado a este diálogo de sordos que enfrenta a pseudomodernidad y pseudobarbarie.

– Occidente no es moderno; es rico. Los «bárbaros» no son bárbaros, son pobres y no se pueden permitir su modernidad.

– Completamente de acuerdo contigo. Y ahí es donde nosotros intervenimos para poner las cosas en su sitio, para moderar los impulsos, reajustar las miradas, proscribir los estereotipos que están en el origen de este espantoso malentendido. Somos el justo medio, Jalal, el punto de equilibrio.

– ¡Artimañas!… Eso es lo que yo también creía. Para sobrevivir al imperialismo intelectual que me miraba por encima del hombro, yo, un erudito, me repetía exactamente lo que me acabas de decir. Pero me hacía ilusiones. Sólo valía para jugarme el pellejo en los estudios de televisión condenando a los míos, mis tradiciones, mi religión, a mis allegados y a mis santos. Me utilizaron. Como un tizón. Yo no soy un tizón. Soy una cuchilla de doble filo. Me han limado uno, pero me queda el otro para destriparlos. No creas que es por lo de la Insignia de las Tres Academias. Eso fue un desengaño más entre muchos otros. La verdad es otra. Occidente está senil. Sus nostalgias imperiales le impiden admitir que el mundo ha cambiado. Envejece mal, se ha vuelto paranoico y coñazo. Ya ni hay manera de que razone. Por ello hay que practicarle la eutanasia… No se construye sobre viejos cimientos. Se arrasa todo y se empieza desde la base.

– ¿Con qué? Con TNT, con paquetes bomba, con colisiones extraordinarias. Un vándalo no construye, destruye… Tenemos que aprender a asumir, Jalal, a aceptar los golpes bajos y las injusticias de aquellos que tomábamos por nuestros aliados; a trascender nuestro furor. Nos jugamos el porvenir de la humanidad. ¿Qué peso tienen nuestras desilusiones ante la amenaza que planea sobre el mundo? No han sido correctos contigo, no lo discuto…

– Te recuerdo que contigo tampoco.

– ¿Y eso es una razón válida para confundir el destino de las naciones con la fatuidad de un puñado de templarios?

– Para mí, ese puñado de cretinos encarna toda la arrogancia con que nos trata Occidente.

– Olvidas a tus discípulos, a tus colegas, a los miles de estudiantes europeos que has formado y que transmiten tu enseñanza. Es eso lo que cuenta, Jalal. El agradecimiento se puede ir a paseo si procede de gente que no te llega al tobillo. Cuando surge un genio en este mundo, se le reconoce porque todos los imbéciles se alían contra él, según Jonathan Swift. Siempre ha sido así… Tu triunfo es el saber que legas a los demás, las mentes que instruyes. No puedes dar la espalda a tantas alegrías y satisfacciones y sólo tener en cuenta los celos de una pandilla de inconscientes porfiados.

– Desde luego, Mohamed, nunca te enterarás. Eres demasiado bueno, y de una ingenuidad desesperante. Yo no me estoy vengando: reivindico mi inteligencia, mi integridad, mi derecho a ser grande, y guapo, y consagrado. Se acabó eso de aceptar la exclusión, de pasar por alto tantos años de ostracismo, de despotismo intelectual, segregacionista y obtuso. Soy profesor emérito…

– Lo eras, Jalal. Ahora has dejado de serlo. Al ocupar la tribuna del oscurantismo demuestras a tus antiguos alumnos y a quienes te han ofendido que, al fin y al cabo, no vales gran cosa.

– Tampoco ellos valen gran cosa para mí. El tipo de cambio que me imponían ha dejado de estar vigente. Yo soy mi propia unidad de medida. Mi propia bolsa. Mi propio diccionario. He decidido cuestionarlo todo desde el principio, redefinirlo todo. Imponer mis propias verdades. Se acabaron los tiempos de las zalamerías rastreras. Para enderezar el mundo, hay que librarlo de quienes doblan el espinazo. El mito del casco colonial es historia pasada. Tenemos medios para la insurrección. Ya no nos dejamos engañar y gritamos a los cuatro vientos, a voz en grito y sin disimulo, que Occidente no es más que una burda superchería. Una sutil mentira. La más coqueta de las falsedades. He decidido levantarle su traje de gala para ver si sus partes bajas son tan erotizantes como sus atributos… Créeme, Mohamed. Occidente es un mal partido. Ya lleva bastante tiempo cantándonos nanas para meternos mano cuando nos quedamos soñolientos. ¿Hasta cuándo va a durar esto? Hemos dicho basta: tiene que revisar sus notas. Hubo un tiempo en que se dedicaba a definir el mundo como buenamente le parecía. A un autóctono lo llamaba indígena, y a un hombre libre, salvaje; hacía y deshacía mitologías como le daba la gana, convirtiendo a nuestros vates en vulgares folclóricos y a sus charlatanes en divinidades. Hoy los pueblos agraviados han recobrado el uso de la palabra. Y tienen algo que decir. Y eso es exactamente lo que dicen nuestros cañones.

El escritor se golpea las palmas de las manos:

– Deliras, Jalal. ¡Haz el favor de pisar tierra! Tu lugar no está entre quienes matan, masacran y aterrorizan. ¡Y lo sabes! Sé que lo sabes. Te estuve escuchando anteayer. Tu conferencia fue lamentable, y en ningún momento noté un ápice de la sinceridad que te caracterizaba en tiempos en que luchabas por que la sobriedad triunfara sobre la ira; por que la violencia, el terrorismo, el infortunio quedaran expulsados de las mentalidades…

– ¡Ya está bien! -explota el doctor descomprimiéndose como si fuera un muelle-. Si te divierte que te hagan la pelota unas nulidades, es asunto tuyo. Pero no vengas a contarme que la mierda en la que te regodeas es un festín. ¡Sé reconocer el olor a letrinas, joder! Y tu afectación apesta. ¡Además, me estás dando por culo, mierda!… Y eso que todo está más que claro. Occidente no nos quiere. Y tampoco te querrá a ti. No te va a llevar en el corazón porque no lo tiene, ni te pondrá jamás por las nubes puesto que te mira por encima del hombro. ¿Quieres seguir siendo un desgraciado lameculos, un árabe servil, un ratón privilegiado; quieres seguir esperando de ellos lo que son incapaces de darte? Vale. Tómatelo con calma y espera. ¿Quién sabe? Podría caérseles un hueso de su bolsa de basura. Pero no vengas a marearme con tus teorías de limpiabotas, ya ualed. Sé perfectamente adónde voy y lo que quiero.

Mohamed Seen levanta los brazos en señal de abdicación, recoge su abrigo y se pone de pie.

Me apresuro a retirarme.

Oigo a Jalal abroncar al escritor por las escaleras:

– Les ofrezco la luna en bandeja de plata. Sólo se fijan en la cagada de mosca en la bandeja. ¿Cómo quieren ustedes que seduzcan a la luna? Eso lo has escrito tú.

– No intentes llevarme a ese terreno, Jalal.

– ¿Por qué tanta amargura al constatar ese fracaso, señor Mohamed Seen? ¿Por qué tienes que sufrir por tu generosidad? Es porque se niegan a reconocer tu auténtico valor. A tu retórica la llaman «grandilocuencia», y reducen tus soberbios fulgores a imprudentes «osadías estilísticas». Yo lucho contra esa injusticia, me rebelo contra esa mirada reductora que se dignan dirigir a nuestra magnificencia. Esa gente tiene que darse cuenta del daño que nos hacen, comprender que, como sigan escupiendo sobre lo mejor que hay en nosotros, tendrán que vérselas con lo peor. Así de claro.

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