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Yasmina Khadra: Las sirenas de Bagdad

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Yasmina Khadra Las sirenas de Bagdad

Las sirenas de Bagdad: краткое содержание, описание и аннотация

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Un joven estudiante iraquí, mientras aguarda en el bullicioso Beirut el momento para saldar sus cuentas con el mundo, recuerda cómo la guerra le obligó a dejar sus estudios en Bagdad y regresar a su pueblo, Kafr Karam, un apacible lugar al que sólo las discusiones de café perturbaban el tedio cotidiano hasta que la guerra llamó a sus puertas. La muerte de un discapacitado mental, un misil que cae fatídicamente en los festejos de una boda y la humillación que sufre su padre durante el registro de su hogar por tropas norteamericanas impulsan al joven estudiante a vengar el deshonor. En Bagdad, deambula por una capital sumida en la ruina, la corrupción y una inseguridad ciudadana que no perdona ni a las mezquitas.

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Me guardo la carta en el bolsillo interior de mi cazadora.

En el salón, una familia numerosa gravita en torno a un velador. Los niños se pelean y saltan por encima de los asientos. Su madre intenta en vano llamarlos al orden mientras el padre se lo pasa pipa con su móvil ostensiblemente pegado a la oreja. Más allá, horripilado por el jaleo de los críos, el doctor Jalal se ahoga en su vaso.

Subo a mi habitación. Encuentro sobre mi cama una bolsa de cuero negro, de estreno. En su interior, dos pantalones con su etiqueta, camisetas, calzoncillos, calcetines, dos camisas, un jersey grueso, una cazadora, un par de zapatos metidos en un saquito, una bolsa de aseo, cuatro libros gordos de literatura anglosajona. Hay un trozo de papel pillado con alfiler en una correa. Es tu equipaje. Comprarás lo demás allí mismo. No está firmado.

El doctor Jalal entra sin llamar. Está borracho y tiene que agarrarse al pomo para no caer.

– ¿Te vas de viaje?

– Pensaba despedirme de ti mañana.

– No te creo.

Se tambalea, intenta por dos veces cerrar la puerta y se apoya en ella. Desaliñado, con la camisa medio fuera y la bragueta abierta, parece un mendigo. Tiene una mancha de tierra en el lado izquierdo del pantalón, probablemente debida a una caída en la calle. Su cara estragada presenta unos párpados tumefactos sobre una mirada extraviada y una nariz huidiza.

Se limpia la boca con el puño; una boca blanda, incapaz de articular dos palabras seguidas sin salivar.

– ¿O sea que te largas de puntillas como un merodeador? Llevo horas esperando en el salón para que no te me escapes. Y tú pasas delante de mí sin saludar.

– Tengo que recoger mis cosas.

– ¿Me estás echando?

– No es eso. Necesito estar solo. Tengo que preparar mis maletas y recoger mis cosas.

Frunce el ceño, con los morros hacia delante, se tambalea y, respirando hondo, reúne las fuerzas que le quedan y me suelta:

– ¡Y una mierda!

Se vuelve a tambalear, pese a la endeblez de su grito. Su mano acude presta a agarrarse al pomo de la puerta.

– ¿Puedes decirme qué puñetas has estado haciendo de sol a sol?

– He ido a ver a unos parientes.

– ¡Y una leche!… Sé en qué andas metido, joven. ¿Quieres que te diga dónde te has metido durante todo el día?… Has estado en una clínica… Más bien habría que decir en un loquero. ¡Me cago en la leche! ¿De qué van esos tarados?

Me quedo pasmado. Estático.

– ¿Creías que no me había dado cuenta?… ¿Qué narices de trasplante? Tú tienes aún menos cicatrices que cerebro en la cabeza… ¡Pero joder! ¿Es que no te das cuenta de lo que han hecho contigo en esa jodida clínica? Hay que ser gilipollas de remate para ponerse en manos del profesor Ghany. Ese fulano está completamente zumbado. Lo conozco. Nunca ha sido capaz de diseccionar un ratón sin cortarse el dedo.

No lo puede saber, me digo una y otra vez. Nadie lo sabe. Es un farol. Me está tendiendo una trampa.

– ¿De qué me hablas? -le digo-. ¿Qué clínica? ¿Quién es ese profesor?… He estado con unos parientes.

– ¡Pobre imbécil! ¿Crees que te estoy engañando? El tarado de Ghany es el que está chalado. Ignoro lo que te ha inyectado, pero seguro que no sirve para nada -se agarra la cabeza con ambas manos-. ¡Santo Dios! ¿Esto qué es, una película de Spielberg o qué? Ya había oído hablar de sus ensayos con prisioneros de guerra, allá con los talibanes. Pero esto ya pasa de castaño oscuro.

– Sal de mi habitación…

– ¡Ni hablar! Lo que vas a hacer es muy gordo. Muy muy muy gordo. ¡Ni pensarlo! No lo quiero imaginar. Sé que no funcionará. Tu virus de mierda acabará contigo, y punto. Pero ni siquiera así me quedo tranquilo. ¿Y si ese fracasado de Ghany lo hubiera hecho bien? ¿Te das cuenta de la magnitud del desastre? Ya no hablamos de atentados, de una bomba por aquí y una colisión por allá; se trata de un azote, del Apocalipsis. Habrá cientos de miles, millones de muertos. Si de verdad se trata de un virus revolucionario, mutante, ¿quién lo va a detener? ¿Con qué y cómo? Esto no hay por dónde cogerlo.

– ¿No decías que Occidente?…

– Ya no se trata de eso, cretino. He dicho un montón de gilipolleces a lo largo de mi vida, pero no pienso pasar por ahí. Hasta la guerra tiene sus límites. Y ahí nos hemos pasado. ¿Qué puede esperarse tras el Apocalipsis? ¿Qué va a quedar del mundo, al margen de la pestilencia de los cadáveres y del caos? Hasta el propio Dios se mesaría la cabellera hasta que el cerebro le chorreara por la cara…

Me fusila con el dedo:

– ¡Se acabaron las tonterías! ¡Lo detenemos todo, nos paramos en seco! No irás a ninguna parte. Y tampoco la mierda que llevas en el cuerpo. Una cosa es dar una lección a Occidente y otra mandar el planeta a la mierda. No me apunto a ese juego. Ya no hay juego que valga. Vas a entregarte a la policía. Y ahora mismo. Con un poco de suerte, podrán curarte. Si no, la diñarás tú, y de eso nos habremos librado. ¡Pedazo de imbécil!…

Chaker acude de inmediato. Jadeando. Como si lo persiguiera una jauría de demonios. Cuando entra en mi habitación y descubre al doctor Jalal dislocado sobre la moqueta, con un charco de sangre a modo de aureola, se lleva la mano a la cabeza y suelta un taco. Luego, al verme derrumbado sobre el sillón, se agacha sobre el cuerpo tumbado y comprueba si sigue respirando. Se le demora la mano alrededor del cuello del doctor. La frente se le tensa. Retira lentamente el brazo y se incorpora. Se le quiebra la voz al decirme:

– Ve a la habitación de al lado. Esto ya no es asunto tuyo.

No consigo despegarme del sillón. Chaker me agarra por los hombros y me lleva a rastras hasta el salón. Me ayuda a sentarme en el sofá, intenta arrancar de mi anquilosada mano el cenicero moteado de grumos de sangre.

– Dame eso. Ya acabó todo.

No entiendo qué hace ese cenicero en mi mano, ni por qué tengo los nudillos arañados. Luego recupero la memoria y tengo la sensación de que mi espíritu vuelve a tomar posesión de mi cuerpo; un escalofrío me recorre por entero, fulminante como un rayo.

Chaker consigue que afloje el puño, se apodera del cenicero y lo guarda en el bolsillo de su abrigo. Lo oigo desde la habitación hablar con alguien por teléfono.

Me levanto para ver cómo he dejado al doctor Jalal. Chaker me impide pasar y me conduce, sin brutalidad pero con firmeza, al salón.

Unos veinte minutos después, dos camilleros entran en mi habitación, se atarean alrededor del doctor, le ponen una máscara de oxígeno, lo colocan sobre una camilla y se lo llevan. Los veo desde la ventana meter su bulto en la ambulancia, cerrar las puertas y arrancar haciendo aullar la sirena.

Chaker ha limpiado la sangre de la moqueta.

Está sentado en el borde de mi cama, con la barbilla apoyada en la palma de las manos; mira fijamente, sin verlo, el lugar donde quedó tumbado el doctor.

– ¿Es grave?

– Se recuperará -dice poco convencido.

– ¿Crees que tendré problemas con el hospital?

– Los camilleros son de los nuestros. Se lo llevan a nuestra clínica. No te preocupes por eso.

– Estaba al corriente de todo, Chaker. Del virus, de la clínica, del profesor Ghany. ¿Cómo es posible?

– Todo es posible en la vida.

– Se suponía que nadie lo sabía.

Chaker alza la vista. Sus ojos casi han dejado de ser azules.

– Ya no es problema tuyo. El doctor está en nuestras manos. Sabremos aclarar este asunto. Piensa sólo en tu viaje. ¿Tienes todos tus documentos?

– Sí.

– ¿Me necesitas?

– No.

– ¿Quieres que me quede un rato contigo?

– No.

– ¿Estás seguro?

– Estoy seguro.

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