Había dejado el brazalete sobre la mesilla y mientras me vestía James lo volvió a coger y a mirarlo con curiosidad.
– ¿Puedo llevármelo? -me preguntó-. Te lo devolveré, desde luego.
No me dio más explicaciones, pero le dije que sí. Al fin y al cabo, seguramente no era un regalo de Ishwar.
Regresé a casa a media tarde. Alejandro estaba en el porche, con un libro entre las manos y una botella vacía de cerveza en el suelo. Parecía más enfadado que concentrado en la lectura. Levantó un segundo los ojos del libro y me dirigió una mirada rápida, en la que pude leer que, aunque no iba a interrogarme, estaba esperando una explicación. Cogí dos cervezas de la nevera y las llevé al porche. Le ofrecí una. La cogió sin darme las gracias.
Nos quedamos callados durante un rato. Volvió a levantar los ojos del libro.
– ¿Me lo vas a contar o no? -dijo.
– Es una historia tan larga que no sé si la sabré contar -dije-. Todo ha dado la vuelta.
Alejandro tenía el ceño fruncido.
– Ha podido dar muchas vueltas -dijo-. Habéis tenido tiempo de darle todas las vueltas del mundo.
No contesté. Las excusas que se me ocurrían no parecían muy convincentes.
– Me ha pedido ayuda -dije-. Quiere localizar a la señora Holdein. Ha venido a España para eso. Están investigando la muerte de Ángela.
Su ceño aún se frunció más. Le conté lo que James me había contado, y su interés por la inscripción del brazalete y su sospecha de que no fuera un regalo de Ishwar y de que la señora Holdein, que imaginaban estaba en España, me volviera a llamar.
– Es la historia más absurda que me han contado nunca -dijo Alejandro, llevándose la botella de cerveza a la boca.
– Me voy a dar una ducha -dijo después, y se levantó bruscamente.
Desde la puerta de la terraza, me dijo, en tono irascible:
– Deja que los espías se las arreglen solos. Tira ese papel a la basura y olvídate de todo. Ángela está muerta, no puedes hacer nada por ella. Tú no tienes nada que ver con su muerte. Los espías no son personas de fiar, ni siquiera son personas interesantes. ¿Es que no has leído novelas de espionaje? Son bastante rastreros. Se pasan la mayor parte del tiempo encerrados en una habitación esperando una llamada telefónica. Y engañando, sacando de las personas lo que quieren. No te mezcles con ellos.
Sus ojos reflejaban una irritación profunda cercana al odio. Desapareció, camino de la ducha. Escuché la puerta del cuarto de baño al cerrarse y el ruido del agua de la ducha sobre la bañera. Yo sabía que la irritación de Alejandro no era tanto porque yo me hubiera visto envuelta en una historia de espionaje, lo que a toda persona un poco incauta o un poco aventurera le puede pasar, como por su sospecha, casi certidumbre, de que yo no me había pasado la tarde con James únicamente hablando. No me lo había preguntado porque no era el tipo de persona que te hace esa pregunta, y seguramente porque prefería no saberlo, pero si nos había visto a James y a mí tumbados en la playa, y luego bajo la sombrilla del chiringuito, y más tarde pasar por delante de casa camino del pueblo, del que yo había regresado varias horas más tarde, había que admitir que tenía razones para estar celoso y yo, que no había podido evitar escuchar, mirar y seguir a James hasta la habitación de un hotel, lo comprendía, lo justificaba y sentía cierta compasión hacia él. La historia había dado muchas vueltas, pero no eran del todo inconvenientes para mí. En ese momento, mientras la noche nos iba envolviendo y el mar brillaba a la luz de la luna, me encontraba dispuesta a la generosidad, gracias al cansancio que recorría mi cuerpo, a las horas en las que la historia de espías se había detenido en el umbral de una habitación donde James y yo habíamos jugado el eterno papel de los amantes.
Cuando Alejandro salió de la ducha, volvió al porche, con la toalla alrededor de la cintura. Parecía más calmado.
– ¿Y si nos olvidamos de todo esto y nos vamos a cenar por ahí? -preguntó.
– Eso era exactamente lo que estaba pensando -le dije.
Cenamos y volvimos despacio a casa, dejando de lado las sospechas y las horas injustificadas de mi ausencia. La huella de James estaba en mi cuerpo, pero era mi cuerpo y volvía a servir para expresar amor, deseo, pasión, confianza o inquietud, un poco de temor y abandono y fugacidad.
Durante el resto del mes, no hablamos de James, ni de la señora Holdein, ni de Ángela, ni de nada de lo que tuviera remotamente algo que ver con el espionaje. Nos reinstalamos en nuestra rutina y disfrutamos con los paseos, la música, la lectura, la pintura, los baños, la pereza de los días sin tener nada que hacer. Aunque había algo nuevo entre nosotros: los dos sabíamos que nos estábamos esforzando por ocultar algo, y eso hacía que los mejores ratos, los más sinceros y los más intensos, se produjeran en el silencio de la noche o en la quietud de la siesta, entre las sábanas.
Una tarde, nada más despertarme de la siesta, surgió dentro de mí una pregunta que no se me había ocurrido hacerme: ¿por qué pensaba James que la señora Holdein me iba a llamar? Si el servicio secreto británico había investigado mi vida e incluso conocía mi pasada relación con Fernando, como había mencionado James, debía de estar enterado de mi actual relación con Alejandro. Debía saber, en suma, que la señora Holdein era amiga de la familia de Alejandro. Pero James no había hecho ninguna referencia a Alejandro. Y, repentinamente, eso me pareció muy raro. Allí había un hueco sospechoso. Las cosas no encajaban. El pasado parecía perfectamente coherente y explicable, pero el presente se me iba de las manos.
Tal vez James pensaba que la señora Holdein, si estaba en peligro, se pondría en contacto con Alejandro. ¿Qué buscaban? ¿Por qué tenía que estar yo en medio de aquel juego que no controlaba, que no sabía a qué respondía ni las consecuencias que podía tener? Aparentemente, era muy fácil salir: bastaba con dar por perdido mi brazalete, con olvidar que James me había pedido un favor. Podía quedarme con el recuerdo de las horas pasadas en el hotel Playa.
El mes finalizó, y regresamos a Madrid. Antes de deshacer el equipaje, volqué el contenido de mi bolso sobre la colcha de mi cama y busqué el pedazo de papel que me había dado James con el teléfono de Londres anotado. No estaba. Examiné de nuevo el montón de papeles. Abrí las dos cremalleras interiores de mi bolso. Tampoco se encontraba allí. Estaba segura de que lo había metido en el bolso, tal vez en uno de esos departamentos. No lo necesitaba, no pensaba utilizarlo, pero quería tenerlo. Era difícil que lo hubiera perdido. Nunca tiro un papel del bolso antes de hacer una inspección como la que estaba haciendo.
La desaparición de aquel papel tenía dos consecuencias: en primer lugar, me desligaba de James, a quien ya no podía llamar. Pero en segundo lugar, me distanciaba de Alejandro e introducía motivos para la desconfianza. Él podía haber cogido ese papel, porque existían, por lo menos, dos razones; una razón sentimental, de celos: cortar mi relación con James y otra, mucho más oscura y que empezó a parecerme decisiva: conocer ese número de teléfono y evitar que yo ayudara al servicio secreto británico a localizar a la señora Holdein, amiga de su tía y de su madre y tal vez suya, aunque siempre había negado conocerla. Podía querer proteger a la señora Holdein, por razones asimismo sentimentales, o por otras.
Gisela volvió de su viaje (de Roma, creo recordar), y se fue casi directamente a El Arenal, para preparar la casa de mis padres. Un atardecer de primeros de agosto, acompañé a mis padres a la estación y los dejé acomodados en su compartimiento. De vuelta a casa, siguiendo mecánicamente las costumbres de mi padre, abrí todas las ventanas y me asomé al balcón, envuelta en los ruidos de la calle. Sonó el teléfono. Era Raquel.
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