Massimo Recalcati
¿QUÉ QUEDA DEL PADRE?
La paternidad en la época
hipermoderna
Traducción
Silvia Grases
Colección Mirar con las palabras
Título original: Cosa resta del padre?
La paternità nell’epoca ipermoderna
© Raffaello Cortina Editore, Milán, 2011
Todos los derechos reservados, incluyendo los derechos de reproducción, traducción, adaptación ya sea de parte o del trabajo completo en cualquier formato.
© Massimo Recalcati, 2011
© De esta edición: Pensódromo S.L., 2015
© de la traducción: Silvia Grases, 2015
Ilustración de portada: Sonia Grases
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Editor: Henry Odell – p21@pensodromo.com
Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.
ISBN: 978-84-124690-1-1
ISBN print: 978-84-123730-5-9
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Introducción
Parte primera Unir el deseo a la Ley
Ocaso y evaporación del padre
El gesto de Héctor y el padre castrado
Malentendidos de la función paterna
El padre primigenio del totalitarismo
El triunfo del discurso capitalista
Ley, deseo y testimonio paterno
La disociación entre Ley y deseo
¿Restaurar el orden del pater familias?
La ley como corte simbólico
El desafío a Dios
Interdicción y donación
El testimonio del deseo
El lazo familiar en la época de la evaporación del padre
La metamorfosis de la familia
La humanización de la vida
Pertenencia y errancia
Conflicto y violencia
La diferencia generacional
Ser padres hoy: ¿una misión imposible?
Elogio del fracaso
Parte segunda Testimonios
«No hay que olvidar nada»
Su cerebro en las manos
Todo padre está muerto desde siempre
Un acto fallido
¿Conservarlo o tirarlo todo?
Un pequeño cuenco de afeitar
La neurosis como rechazo de la herencia
La intolerancia paterna
Solo un poco de mierda
El testimonio de la memoria
Llevar el fuego
Un mundo sin Ley
«¡Aquí estoy!»
La vida del niño y el verbo de Dios
La Ley del fuego
El adiós
Herencia y transmisión del deseo
El espacio del testimonio
Más allá de la familiaridad
«¡Le quiero a Vd.!» — «¡Seré tu entrenador!»
Un deseo decidido
Otra iniciación
El testimonio no tiene modelos ideales
A mis padres y a mis hijos
sia grazia essere qui, grazia anche l’implorare a mani giunte, stare a labbra serrate, ad occhi bassi come chi aspetta la sentenza. Sia grazia essere qui, nel giusto della vita, nell’opera del mondo. Sia così.1
MARIO LUZI, Augurio
¿Está bien enseñar a nuestros hijos a rezar si Dios está muerto? Me planteo esta cuestión como padre antes que como psicoanalista. Pero ¿qué significa rezar? ¿Significa alimentar en nuestros hijos la ilusión en un Dios que ya no existe, en un mundo tras el mundo? ¿Significa, como piensa una cierta cultura de la desilusión, alimentar un ritual supersticioso? ¿O tal vez, enseñar a rezar es un modo de custodiar la evocación de un Otro que no puede reducirse a la suposición de nuestro saber, es un modo de preservar el no todo, para educar en la insuficiencia, en la apertura al misterio, al encuentro con lo imposible de decir? Un querido colega no soporta oírme hablar así. Está convencido de que el psicoanálisis es un abandono sin retorno de cualquier tipo de oración. Dios no responde, el Padre calla, el cielo sobre nuestras cabezas, como repite Sartre, está vacío.
Como mi amigo, tampoco yo sé rezar, a pesar de que mi madre me enseñó cuidadosamente. La oración dirigida a Dios pertenece al tiempo de la existencia de Dios. Y sin embargo, he decidido, con el acuerdo de mi mujer, enseñar a mis hijos que aún es posible rezar porque la oración preserva el lugar del Otro como irreductible al del Yo. Para rezar —esto he transmitido a mis hijos— es necesario arrodillarse y dar las gracias. ¿Ante quien? ¿A qué Otro? No sé responder y no quiero responder a esta pregunta. Y mis hijos, por otra parte, no me la plantean. Cuando me lo piden, practicamos juntos lo que queda de la oración: preservamos el espacio del misterio, de lo imposible, del no todo, de la confrontación con la inasimibilidad del Otro. Amén, que así sea, «sea así». En el tiempo en el que el Padre no puede ya responder sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre el sentido del bien y del mal, en la época que Lacan define como de la «evaporación del padre», lo que queda es la fuerza de una oración que pretende respetar el misterio de lo que, simplemente, existe.
En El porvenir de una ilusión, Freud, en la estela del Nietzsche ilustrado, evocaba la fe en la razón como antídoto crítico frente a la ilusión que toda religión representa. El duelo del Padre significaba para él la reivindicación orgullosa del carácter finito de la existencia. Pero ¿por qué, me pregunto, este carácter finito de la existencia debería ser tal que suprimiera cualquier forma de misterio? La existencia, su «contingencia ilimitada»2, ¿acaso no es un misterio en sí misma? ¿No estamos aquí frente a un aspecto fundamental de la función paterna en la época hipermoderna? ¿Cómo preservar la apertura de la existencia al misterio evitando hacer de la desilusión una nueva religión, una nueva forma de ilusión? ¿Cómo hacer posible la experiencia virtuosa del límite? La experiencia de nuestra castración ¿acaso no es la experiencia central de cualquier auténtica oración? ¿Y no es una tarea crucial de la función paterna hacer posible el encuentro con nuestro límite más radical?3
Todo discurso sobre la crisis de la función paterna parece absolutamente caduco y, a la vez, absolutamente urgente. No solo porque uno no se resigna fácilmente al duelo por el Padre, sino, sobre todo, porque la humanización de la vida exige el encuentro con «al menos un padre». En la época de su evaporación, «cualquier cosa» —afirmará el último Lacan— podrá ejercer su función. El Padre ya no es una cuestión de género o de sangre. Su Imago ideal ya no gobierna ni la familia ni el cuerpo social. Sin embargo, no se trata ni de añorar su reino ni de decretar su desaparición irreversible. Para prescindir de un padre es necesario ser capaz de servirse de él, diría Lacan. Prescindir, hacer el duelo por el Padre, no significa, de hecho, desterrar al Padre, exaltar su demolición, decretar su peso insoportable o, más sencillamente, su inutilidad. Hacer seriamente el duelo por el Padre significa aceptar la herencia del padre, aceptar toda su herencia. ¿Qué significa esto? El sujeto, escribía Sartre, solo puede realizarse haciendo algo con aquello que el Otro (el padre, la madre, la familia, la sociedad, los otros) ha hecho de él. Para los seres humanos, para los seres que habitan el lenguaje, no hay posibilidad de autosuficiencia, no hay modo de escapar a la dependencia estructural del Otro. Nosotros somos, en este sentido, una plegaria. Cada uno de nosotros proviene de un horizonte que no ha elegido y que lo ha determinado. No existe un «yo» identificado de una sola vez, porque la subjetividad es un movimiento continuo de singularización que se constituye como un ir y venir entre el «dentro» y el «fuera» del propio «yo». Es una enseñanza decisiva del último Sartre retomada por Lacan: no existe un sujeto que se haya hecho a sí mismo, no existe autosuficiencia, el hombre no es un
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