En Madrid, al bajar del avión, volví a respirar aire caliente. El aeropuerto estaba lleno de personas que habían concluido sus vacaciones. Los compadecí, por las vacaciones, por el regreso o por sus vidas. Estaba invadida por un absurdo deseo de venganza, tal vez porque nadie me esperaba en Madrid y aquel viaje había sido cansado y aburrido. Pero todas aquellas personas parecían felices, rodeadas de sus bolsas y maletas, vociferantes, morenas, dificultando el paso de los demás, pletóricas porque sus planes se habían cumplido, ostentosas en su colmado descanso, renovada su exasperante disponibilidad para el trabajo. Me puse a la cola de los taxis, sin dirigirles una sonrisa, sin desearles, por lo menos, ni un grado de felicidad más. Y entonces recordé que hacía un año también me había puesto en la cola de los taxis, de vuelta de mi viaje a Oriente, y allí me había despedido de Mario, a quien tan pocas veces había visto a lo largo del año. Y lo lamenté, porque fuera lo que fuese lo que nos hacía acudir uno al otro cada cierto tiempo y lo que más tarde nos llevaba a la despedida, tenía su parte inocente y de emoción. En aquel momento, me atravesó fugazmente, me nubló repentinamente la vista.
Al fin, un taxi me llevó a casa. Mi casa vacía, con las persianas echadas y las ventanas cerradas, las fundas sobre los sillones y un ambiente de desolación. Mi casa de siempre. Tal vez la tía Carolina había muerto ya y Alejandro estaba presidiendo los funerales del brazo de su madre y todos los vecinos de El Saúco estaban desfilando ante ellos para darles el pésame, envidiándoles, en realidad, porque eran los nuevos propietarios de la casa y de la fortuna de su dueña.
Sobre la mesa camilla, frontera que protegía a mi madre de toda interferencia en su intimidad, estaba el correo: lo había subido el portero, encargado, también, de regar las plantas. Había cumplido: las plantas ocupaban más espacio y parecían más verdes que nunca, más llenas de vida. Y una torre de cartas de todos los tamaños descansaba sobre la mesa, como si, atribuyéndose una cualidad humana, se hubieran propuesto conscientemente agradarme, a sabiendas de que los regresos son difíciles y se necesita, al menos, la simbólica presencia, el testimonio, de otras personas que por una u otra razón se dirigían a mí.
Dos cartas llamaron mi atención. Sellos y matasellos extranjeros. Se destacaban entre la propaganda y un par de tarjetas de hermosas ciudades y playas: un sello de Londres, otro de Honolulú. Los nombres escritos en remites no me dijeron nada, pero podían ser falsos. Volvía el mundo de los espías, de la KGB y los servicios secretos de nuestra civilización occidental. Cogí el sobre que venía de Honolulú. Mejor empezar por lo más desconocido y más lejano.
Mientras rasgaba el papel, imaginé un calor aún mayor que el que reinaba en mi casa sofocante, un sol ardiente que quemaba la arena y las hojas de las palmeras, que recalentaba el aire bajo las sombrillas, y gente desocupada con camisas de dibujos de flores, gorras blancas de visera, gafas oscuras de sol, mujeres de brillantes cuerpos bronceados en bikini que pasan, sonriendo, junto a un hombre que toma lentamente un batido de frutas.
Me senté en el sofá. Desdoblé la carta y busqué la firma: Gudrun Holdein. Aunque James no me lo hubiera anunciado, yo siempre había sabido que volvería a escuchar o leer ese nombre. Allí estaba. Desde Honolulú. Traté de tragar saliva y no pude. La sequedad atenazó mi garganta. Fui a buscar un vaso de agua. Subí las persianas y abrí la ventana del cuarto de estar. Eran las cinco de la tarde y entraba calor, pero al menos se renovaba el aire atrapado durante más de una semana, si es que el portero no había realizado la higiénica operación de airear la casa cada noche, cuando había subido a regar las plantas.
Leí:
Querida amiga: le extrañará recibir esta carta mía desde Honolulú, pero he aprovechado el viaje de un amigo para que le envíe él la carta. Desde donde yo estoy, no le llegaría nunca. Tenía algo que decirle antes de que las cosas empeoren y ya no tenga oportunidad de escribirle. Mi vida se va a hacer muy difícil a partir de ahora. Echaré de menos mis viajes y todas las experiencias que me han proporcionado. Una de ellas fue conocerles a ustedes. La gente que he conocido en mis viajes me ha reportado más satisfacciones que los más bellos monumentos, allí donde las culturas fueron dejando su huella, y los más impresionantes paisajes, en los que ningún hombre se ha internado todavía. He disfrutado mucho sacando fotografías de las ciudades que he visitado y de los paisajes que se deslizaban delante de mí, porque los paisajes siempre se deslizan y nunca te pertenecen. Las ciudades son más acogedoras, mientras encuentres un viejo hotel agradable, un restaurante discreto y un café donde pasar las horas muertas de la tarde. Ésa ha sido mi vida durante mucho tiempo, pero ya no tengo conmigo ni el álbum donde he ido pegando mis fotografías. He llevado una vida ambulante y eso me ha permitido estar atenta a los detalles más superficiales y más indicativos de las vidas humanas. La gente, incluso la gente más desgraciada, quiere consolarse de cualquier forma y muchas veces a cualquier precio. Es el instinto de la supervivencia lo que empuja a este mundo tan insatisfactorio que a veces soñamos con hacer mejor. Como cualquier otra persona, he tenido ideales y ambiciones y también fe. No sabría decirle si la sigo teniendo. Perseguimos la bondad inútilmente, sólo porque alguna vez nos deslumbró su destello. El único camino por el que avanza el tiempo es el del envilecimiento, la crueldad, el egoísmo. Darle a todo esto el nombre de arrepentimiento sería falso, porque estoy convencida de que, de vuelta al mundo, del que ya estoy apartada y del que cada día me alejaré más, volvería a enredarme en esa hermosa cadena de idas y venidas que seguramente acabaré por olvidar. Le escribo antes de olvidarme por completo, antes de que la memoria se paralice o me traiga recuerdos que nunca he vivido, que borre todo impulso de amor.
Querida amiga, interprete estas líneas como un desahogo de una mujer mayor a la que ya no le queda esperanza ni ilusión, una leve protesta a desaparecer sin dejar tras de mí la más mínima huella. Si algo me queda por decirle, si es que he conseguido expresar este conjunto de emociones que todavía desean formularse y perdurar, si algo, en fin, me queda por explicarle, es por qué me dirijo a usted en estos momentos de desolación. Usted despertó en mí un viejo, eterno sentimiento, la única emoción por la que merece la pena vivir y sin la cual morimos lentamente. Le estoy hablando de amor, sí. Ya no me avergüenza decirlo. No tendría sentido avergonzarse de un sentimiento tan hermoso. Me permití darle el brazalete, expresión de mi amor, y no del de aquel muchacho, y mentirle al respecto, pero no quiero dejar esta mentira detrás de mí, sobre todo, cuando mi regalo se ha vuelto contra mí y tengo la necesidad de declarar que de eso sólo yo tengo la culpa, por haberle mentido. Soy yo quien la ama, quien la tiene siempre en mis pensamientos y en mi corazón. Mi gratitud es inmensa si todavía está usted allí, sosteniendo este papel donde escribiré mi nombre por última vez sabiendo, de todos modos, que usted lo está leyendo, dedicándome un recuerdo. Su hermosa mirada en la piscina del hotel Imperial, esa mirada que traté de cristalizar en una simple y humilde fotografía, es lo que me sostiene todavía. Y lo terrible es saber que también eso desaparecerá de mi memoria.
Adiós, amiga Aurora. Su hermoso nombre es, también, un motivo de alegría. Que el destino le reserve felicidad y amor.
Gudrun Holdein
Gudrun Holdein, espía rusa, como una vieja película en blanco y negro. Sentí de nuevo una intensa sequedad en la garganta. Fui a la cocina a llenar mi vaso de agua. Cambié de parecer y me serví whisky. Tal y como había vaticinado James, las noticias de la señora Holdein habían llegado hasta mí. Ignoraba, de momento, si él había previsto la forma que esas noticias tendrían: un mensaje sentimental y desesperado, una declaración de amor. El adjetivo que mi madre aplicaba a Raquel acudió a mi cabeza: pobre señora Holdein, me dije. Y en cierto modo me alegré de haberle ocultado a James la temblorosa proposición que ella me hizo en casa de mis padres.
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