A Mila y Luna, por ayudarme a escribir esto.
... en el curso de la vida nos convertimos en muchas personas diferentes, y es precisamente eso lo que hace que los recuerdos parezcan extraños. Una persona, la última, se esfuerza por unificar todos los personajes anteriores.
Dedicatoria
Frases
Seguir la noche
Ella ha vuelto. Después de tantos años y desencuentros, ella aparece. Se pregunta si en realidad fue hasta su mesa a mostrar sus libros, en esa imagen borrosa e incierta de un bar que le dejó la noche anterior. ¿Y quién habrá sido aquel hombre sentado a su lado? No recuerda con certeza lo que ocurrió, solo guarda la sorpresa del encuentro, el alcohol bebido hace que su memoria se asemeje a las imágenes de un sueño. Algo le dice que, de algún modo, es cierto. No cree que ella lo haya reconocido —tan cambiado está—, con el pelo y la barba largas, muy distinto al corte romano y las patillas recortadas que usaba antes. Como en tantas otras veladas, la noche pasada anduvo de un lugar a otro vendiendo sus libros, entró a muchos locales para ofrecerlos y bebió a costa de las pocas ganancias que le dieron sus versos. Los ejemplares, que aún carga hoy consigo, llevan como autor un seudónimo que no sabe si ella recuerda.
La tarde cae en Valparaíso. Al Poeta, quien ha pasado todo el día al borde del abismo, no se le ocurre nada mejor que entrar al Cinzano, un antiguo bar de la plaza Aníbal Pinto, y pedir una cerveza. Sentado en la barra, mirando su rostro en el largo espejo que cuelga detrás de las botellas, se dice que ha llegado el momento de enfrentar de una vez por todas la situación que lo mantiene colgando de un hilo.
De algo está seguro: no andará tras ella. El reencuentro (un deambular incesante por la noche, por todas las noches que lo trajeron hasta este momento, como si su peregrinaje hubiera sido un largo camino de vuelta), más que la posibilidad de un nuevo comienzo, debe ser algo así como el fin de un tiempo, un epílogo que cierre y de sentido a los días que, de otro modo, se habrían perdido en la memoria. “Todo reencuentro debe ser la metáfora de una realidad que sucedió de otra forma”, y tantas otras excusas que se da a sí mismo a falta de las certidumbres que habrían dejado las cosas como estaban, es decir, como una relación lejana que terminó mal y no había manera de recuperar. Además que Mila, por quien debe en verdad preocuparse —tras su repentina y misteriosa desaparición—, no puede quedar relegada al fondo de la imagen.
El Cinzano está casi vacío, solo un par de oficinistas ocupan las mesas. Es temprano y aún no suben al escenario los viejos cantantes de tango y bolero, a entonar sin mayor variación las canciones de todas las noches para los turistas que llegan a comer o tomarse un trago, a empaparse con algo del pasado esplendoroso de la ciudad que ahora se cae a pedazos lenta pero sostenidamente.
Refugiado en el bar, con la cerveza a medio beber, como tomando aire antes de sumergirse en lo que traerán las próximas horas, se dice que está bueno de todo esto, tiene que extirpar lo que queda de ella, y de ese patético personaje que fue en otras latitudes del tiempo, presa de pasiones tristes y días sin objeto, víctima de las pruebas que se interpusieron en su camino. Para ello pretende seguir las señales de alguien que lo guía de forma misteriosa, a través de los parajes sinuosos y llenos de peligros de los abismos de la noche.
Como un rehabilitado que de golpe recuperaba largos años de abstinencia, recordé tu número. Esperé a que mis amigos salieran del baño, cerré la puerta de la cabina y marqué. Entre sorprendido y decepcionado, escuché una voz diciendo que el número que acababa de marcar no existía y que consultara la guía. La grabación volvió a empezar, mientras le daba un puñetazo a la puerta. “Todo está perdido —pensé—, nunca más sabré de ella”. Escupí en el water y paseé de un rincón a otro de la cabina para hacer memoria. “¡Claro! ¿Cómo pude ser tan tonto? Si desde entonces agregaron otro dígito a todos los teléfonos de Santiago”. Hundí los botones de mi celular otra vez.
Esperé a que alguien contestara, estaba inquieto y movía los pies de un lado a otro, como si bailara. Hacía varios meses que te había vuelto a ver, de casualidad y a lo lejos, en una de las mesas del bar Liguria; tan extraña a mí, riéndote con gente desconocida. Mientras aún esperaba, la música del bar trajo de vuelta una vieja melodía, nombrando tantas cosas que ya no estaban. Me puse a tararear la canción hasta que salió tu voz.
Después de tu sorpresa y los saludos de rigor, hubo un silencio en que debí explicar el motivo de mi llamada.
—Sé que ha pasado mucho tiempo, pero mira —traté de demorar las palabras para que no se notara lo nervioso que estaba—, mañana me voy de viaje y… algo me dijo que debía llamarte. Ojalá no te moleste.
—No seas tonto, para nada —dijiste, Alejandra—. Qué coincidencia, el otro día estuve leyendo unos poemas que me regalaste… hace ya tanto tiempo.
—¿Y cómo eran?
—Superbonitos… Y cuéntame, ¿te casaste?
No, no me había casado. Me dieron ganas de terminar la llamada cuanto antes, parecía un gesto inútil solo porque me iba del país unos días, aunque siempre me rondara el fantasma de los hijos de exiliados, el temor a salir del país y no poder volver.
—En la empresa me han hecho ofertas para que me quede afuera, pero me gusta vivir acá —dije.
—Sabía que te iba a ir bien.
—Ahora me voy por una semana y quise despedirme.
¿Despedirme de qué, de quién? ¿Acaso eras la misma de antes?, me pregunté, mientras pasaba mi mano por el pelo. Temí que mis palabras sonaran demasiado comprometedoras, después de no saber de ti en tantos años.
—¡Qué bueno que llamaste! Avísame cuando vuelvas, sería rico que nos juntáramos.
Después de colgar con un “Seguro que sí, claro. Estamos en contacto”, salí del baño con una gran sonrisa y me adentré por uno de los salones del bar Liguria. Las mesas ocupadas, la gente parada afuera esperando poder sentarse, la música tan fuerte que obligaba a gritar para escucharse, las paredes llenas de afiches de cantantes, futbolistas o los clásicos pósteres del Moulin Rouge pintados por ToulouseLautrec, nada de ese ambiente sobrecargado de estímulos podía molestarme después de hablar contigo.
Encontré a mis amigos en la barra, amigos que solo podía llamar así cuando, borracho, me sentaba en cualquier lado e invitaba a todos a un trago. Podía pasar la vida entera allí, aunque nadie se quedara tan tarde como yo y emigrara a otras mesas, estando con todo el mundo sin estarlo de veras, hablando estupideces un rato: fútbol, rock, mujeres, trabajo. Además que Paula (o alguna otra como ella, les decía a mis amigos de esa noche) siempre estaría esperando en el departamento, con sus platos naturistas según la última moda, y los discos que creía cultos porque eran de música correctamente clásica como Vivaldi o Albinoni. Esa mina llamada Paula, tan mimadora y servil, dejaba la cama preparada cosa de llegar y acostarme, además de una nota llena de cariño debajo de la almohada cuando no podía esperarme. Era tan estúpidamente buena y acogedora, abnegada hasta ser odiosa y sonriente cuanto más la rechazaba.
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