Ayelet Gundar-Goshen
Una noche, Markovich
Traducción
Margalit Mendelson
Colección dirigida por Sergio Tisminetzky
Gundar-Goshen, AyeletUna noche, Markovich / Ayelet Gundar-Goshen. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2016.Libro digital, EPUBArchivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Margalit Mendelson.ISBN 978-987-599-484-31. Literatura. 2. Novela. I. Mendelson, Margalit, trad. II. Título.CDD 892.4 |
Título original: Laila echad, Markovich
© Ayelet Gundar-Goshen
Published by arrangement with The Institute for The Translation of Hebrew Literature
Traducción: Margalit Mendelson
Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere
© Libros del Zorzal, 2016
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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para Yoav
También el puño fue alguna vez una mano abierta y dedos
Yehudá Amijai
Índice
Antes
1 | 9
3 | 34
4 | 48
5 | 55
6 | 68
7 | 75
8 | 89
9 | 96
10 | 102
11 | 112
12 | 123
13 | 135
Durante
2 | 158
3 | 163
4 | 177
5 | 182
6 | 192
7 | 197
8 | 205
9 | 213
10 | 225
11 | 234
12 | 244
13 | 255
14 | 266
15 | 272
16 | 279
17 | 286
Después
1 | 298
2 | 305
3 | 315
4 | 320
5 | 331
6 | 338
7 | 345
8 | 353
Después de después
Agradecimientos | 369
Antes
1
Jacob Markovich no era feo. Eso no significa que fuera apuesto. Las niñitas no estallaban en lágrimas al verlo, pero tampoco se reían de él. Se puede decir que era un digno promedio. Es más, el rostro de Jacob Markovich carecía de toda particularidad. Hasta tal punto que la mirada no lograba detenerse en él y resbalaba hacia otros objetos. Un árbol en la esquina. Un gato en un rincón. Se requería un arduo esfuerzo para seguir vagando por el yermo paraje de su rostro. La gente no está dispuesta a invertir grandes esfuerzos, de modo que raramente lo observaba. Tenía sus ventajas. El oficial de división supo apreciarlas. Recorrió el semblante de Jacob Markovich el tiempo exacto que necesitaba para luego desviar la mirada y decir: “Tú contrabandearás armas. Con esa cara, nadie notará tu presencia”. Y tuvo razón. Jacob Markovich contrabandeó armas, quizás más que cualquier otro miembro de la Organización, y jamás estuvo ni cerca de que lo atraparan. La mirada de los soldados británicos resbalaba sobre su cara como aceite sobre un revólver. Si los camaradas valoraban su valentía, no se enteró. Pocos le dirigían la palabra.
Cuando no contrabandeaba armas, trabajaba la tierra. Al atardecer se sentaba en el patio de la casa y alimentaba las palomas con restos de pan. Rápidamente empezó a reunirse allí una clientela fija que comía de su mano y descansaba en su hombro. Si lo hubieran visto los niños de la colonia habrían estallado en carcajadas, pero nadie cruzaba el cerco de piedras. Por las noches leía a Jabotinsky. Una vez al mes viajaba a Haifa y se acostaba por dinero con alguna mujer. A veces era la misma, a veces una distinta. Él no se detenía en su rostro, y ella tampoco en el de él.
Jacob Markovich tenía un amigo. Zeev Feinberg era, ante todo, un bigote. Antes que sus ojos azules, pobladas cejas y afilados dientes. El bigote de Zeev Feinberg era famoso en toda la región; algunos decían, en todo el país. Cuando uno de los miembros de la Organización volvió de una campaña al sur, contó que “una muchacha rubicunda preguntó si el sultán del bigote todavía estaba con nosotros”. Todos rieron, pero Zeev Feinberg rio más que todos. Y cuando reía, el bigote le temblaba sobre el labio haciendo olas estrepitosas, agitado y dichoso, tal como su portador entre los muslos de alguna muchacha. Obviamente, Zeev Feinberg no era el indicado para contrabandear armas, su bigote lo delataba cual desfile de negros signos de admiración. Había que ser ciego y tonto para no notarlo. Y si bien los británicos eran tontos, habría sido muy optimista suponer que también eran ciegos. Pero, aunque no era lo suficientemente sigiloso para el contrabando de armas, sí lo era para cazar árabes y pasaba muchas noches rondando el poblado.
Contadas fueron las noches que Zeev Feinberg pasó en soledad. Cuando se enteraban de que esa noche le tocaba a él la guardia nocturna, enseguida se reunían algunos amigos. Había quienes querían escuchar las aventuras de su bigote entre muslos femeninos, quienes querían hablar sobre la situación y los malditos alemanes, y otros que sólo querían que los aconsejara sobre la cría del ganado, cómo desmalezar o cómo deshacerse de las muelas de juicio, algunas de las áreas en que se consideraba experto. También venían muchachas. Si bien Zeev Feinberg era un fiel guardián, el dedo siempre en el gatillo, no debemos olvidar que Dios nos ha dado diez dedos, y no en vano. El aroma de los campos después de la lluvia, cierta dosis de peligro –un ruido sordo por allí, un árabe o un jabalí–, a veces los gemidos y jadeos llegaban hasta los muros de las viviendas. Otras veces se le unía Jacob Markovich, llevando bajo el brazo la copia gastada del Jabotinsky ya impregnado de olor a transpiración. Zeev Feinberg lo recibía contento como recibía a todos. Estaba tan acostumbrado a estar entre gente, que no sabría ser asocial ni siquiera si quisiera. Ni a los británicos los odiaba realmente, y cuando mataba a alguna persona, lo hacía sin entusiasmo aunque con suma eficiencia.
La primera vez que conversaron fue cuando Markovich volvía de Haifa, bien avanzada la noche. “Deténgase”, tronó la voz de Feinberg en la oscuridad. “Quién eres y adónde vas”. Jacob Markovich sintió que le temblaban las piernas, pero respondió con voz decidida: “Soy Jacob Markovich. Estuve con una mujer”. La risa de Zeev Feinberg despertó a las gallinas de los gallineros. Cuando se sentaron juntos siguió preguntando, y Jacob Markovich le respondió de buena gana. Le contó lo lindos que eran los pezones de la mujer y consintió en describirle detalladamente su culo y sus piernas sin exigirle a Zeev Feinberg ni una lira a cambio de la información que le había costado la mitad de su ingreso semanal. Finalmente, Zeev Feinberg se inclinó hacia Jacob Markovich y le preguntó: “Dime, ¿cuánta humedad había allí?”. El bigote de Zeev Feinberg hizo cosquillas en la mejilla de Jacob Markovich, pero él no se atrevió a moverse. Jamás nadie lo había mirado durante tanto tiempo. Por fin entendió que no podría demorar más su respuesta y dijo: “¿A qué te refieres?”.
“¿Que a qué me refiero?”, el bigote de Zeev Feinberg le asestó un latigazo a Jacob Markovich y lo hizo retroceder. Sus ojos azules se abrieron de estupor hasta casi tragarse a Jacob Markovich junto con Jabotinsky. “Me refiero a la vagina, compañero. Cuán lubricada estaba la vagina”. Lo explícito de la expresión mareó a Jacob Markovich, y se sentó sobre una de las rocas. Zeev Feinberg se sentó a su lado. “Supongo que no hay discusión acerca de que puede haber distintos niveles de humedad, ¿no es cierto? Hay algunas humeditas y otras mojadas y hay de las otras –ay, ay, ay– donde puedes hundirte como en el Mar Negro. Obviamente, depende de la alimentación de la muchacha y del clima, pero sobre todo del deseo que haya entre el hombre y la mujer”. Después volvió a inquirir cuánta humedad había allí, y Jacob Markovich tuvo que reconocer que no notó nada de humedad.
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