Ayelet Gundar-Goshen - Una noche, Markovich

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En vísperas de la segunda Guerra Mundial partía de Israel rumbo a Europa un barco con veinte hombres jóvenes a bordo. Del otro lado del mar los esperaban veinte mujeres desconocidas. El objetivo: un matrimonio ficticio que permitiría a las mujeres huir de Europa y arribar a Eretz Israel. Pero cuando Jacob Markovich, un hombre gris a todas luces, se encuentra casado con Bella Zeigerman, la más hermosa de las mujeres que había visto en su vida, el trámite se complica.
Una noche, Markovich sorprende por la sagacidad de su estructura y la madurez de su estilo. Es una novela carnavalesca, rica y colorida que pinta novedosamente uno de los capítulos más emocionantes del devenir de este país. Hechos históricos y atrevidas fantasías se mezclan aquí hasta volverse irreconocibles: altos dirigentes del Movimiento Sionista mantienen relaciones amorosas con mujeres con olor a naranjas, valientes comandantes conquistan fortalezas ayudados por rengos y borrachos, y el sol detiene la alborada para beneficiar a hombres de ardientes rogativas. Algunos de ellos se harán merecedores de que una calle bulliciosa lleve sus nombres, y otros dormirán plácidamente entre las páginas de la historia. Entre ellos deambula Jacob Markovich, aferrado a la hermosa Bella, sin claudicar.
Una noche, Marcovich establece un vínculo de seducción y engaño con el lector. A veces despierta empatía y compasión, y otras se revela pletórico de un humor, agudo e irónico.

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Al amanecer, siempre se encontraban en la cubierta. Jacob Markovich subía a ver si realmente salía el sol, Zeev Feinberg iba camino a su cama después de trasnochar bebiendo y contando historias. Se sentaban uno junto al otro en silencio, Jacob Markovich reunía fuerzas para el nuevo día, Zeev Feinberg reunía valor para medirse con las pesadillas de la noche. En esos momentos, se establecía entre ellos una especie de beatitud de la que jamás se atrevieron a hablar.

Los días parecían idénticos, y sin embargo pasaban. Cuanto más se acercaban a Europa, se percibía una cierta intranquilidad en los pasajeros, que se intensificaba más y más hasta que esa vibración interna por el ardor expectante parecía hacer bailar el barco sobre las aguas. Hablaban de ello en el desayuno y en la cena, parados en la cubierta o acostados en sus camastros. Tanto hablaron de Europa, que cuando por fin la vieron quedaron todos paralizados, como si no creyeran que detrás de las palabras hubiera un continente real. Jacob Markovich estaba parado en la cubierta mirando a tierra firme. Le parecía que el barco avanzaba más rápido que nunca, atraído por una fuerza magnética hacia la orilla. El tercer polo, el polo europeo alrededor del cual bailoteaban todos los pasajeros, se iba materializando frente a él. Zeev Feinberg estaba parado a su lado con los ojos cerrados, resistiéndose a mirar siquiera esa cuna de placer que de sólo pensarlo le ablandaba el corazón y le erguía el miembro viril. Pronunciaba una y otra vez el nombre de Sonia, aferrándose a él para conjurar brujas y tentaciones. Pero era como si su lengua presintiera la manteca y el cacao, la carne de ciervo derritiéndose y los pezones de las mujeres endureciendo, y Zeev Feinberg suspiró por última vez “Sonia”.

A esa hora, Sonia estaba parada en la costa palestina mirando el mar. Zeev Feinberg abrió finalmente sus ojos y vio la costa europea acercarse cada vez más. Sonia de pie con los ojos abiertos no veía nada más que mar. Once días antes, exactamente la mañana en que el barco dejara el puerto de Haifa, tuvo un presentimiento que la llevó a mirar el mar. Pudo haber sido una casualidad del destino, el testimonio de un vínculo mágico entre dos enamorados, si no hubiera sido porque esa sensación la había empujado a la orilla también los tres días previos. La conducta de Sonia no respondía a nada de lo que se suele llamar intuición femenina, esa que despierta a madres en la mitad de la noche sabiendo que su hijo ha sido herido en batalla, o se apresura a hornear una torta con la certeza de que hoy habrá de volver. No fue intuición sino entrega. Cuando Zeev Feinberg se rascaba la nariz, a ella no le daba escozor en la suya propia. Cuando él sufría de diarrea por indigestión masiva en el barco, Sonia dormía como los dioses. Ella no sintió que el barco estaba llegando a Europa ni profetizó el instante en que levaría anclas en el puerto de Haifa, sólo sabía que debía esperar que regresara, y sabía que cuando lo hiciera sería por mar.

Las amigas de Sonia se burlaban de ella por esperar. Zeev Feinberg es una persona valiosa, nadie le gana para pasarlo bien, pero ningún bigote merece que alguien esté todo el día en la orilla con cara de Ana Karenina. Sonia se encogía de hombros y seguía allí, maldiciendo a Zeev Feinberg en lenguaje soez. Porque por más que estaba condenada a esperar, por más que tenía la maldita y bochornosa tendencia femenina a encontrar un cuadradito de arena desde donde mirar al mar esperando el regreso de su hombre, por lo menos tenía la valentía de rebelarse contra ello. Por eso maldecía a Zeev Feinberg con toda su alma y todo su ser, a voces y con todas las ganas. Su emblemático bigote era para ella “una colección de gusanos negros”, y su miembro –famoso en todo el valle–, humillado hasta lo más bajo. A veces lo llamaba “cebolla de verdeo”, y otras, “zapallo que no prosperó”, o “criadero de piojos”, y un día anunció que esa carne podrida no era apta para alimentación humana. Muy pronto empezó a reunirse público alrededor de Sonia para oírla maldecir a Zeev Feinberg. Lo hacía con la misma unción con la que nutría su esperanza de que volviera.

Los muchachos que estudiaban en la Yeshivá la adoraban. Y no por su hermosura. Sus ojos estaban alejados uno de otro un milímetro más de lo considerado bello. El sol había distribuido en su rostro muchas pecas, y su nariz aguileña hubiera servido para corroborar la descripción de cualquier propagandista germano. De estatura mediana, pechos dignos, un culo sin particularidad alguna más allá de su existencia. Y sin embargo venían día a día a verla. Los vergonzosos, con mirada anhelante; los valientes, con avezadas frases alentándola a renunciar a Feinberg y entregarse a alguno de ellos. Si bien no tenían bigote y sus risas no provocaban la caída de las hojas de los árboles frutales, por lo menos estaban ahí, hecho que no era cuestión de desmerecer. Sonia les agradecía de todo corazón y seguía maldiciendo a Feinberg. Las mujeres, por su parte, empezaron a maldecir a Sonia. Preguntas como “pero qué tiene esa” atiborraban el espacio a modo de panal de avispas. Hubo quien dijo que su abnegación embrujaba. En la profundidad de su corazón, todo hombre, aun el que no zarpa hacia alta mar, quiere una mujer que lo espere en la orilla. Nada más que romanticismo barato. No es que la abnegación en sí resulte un embrujo, su encanto depende de la identidad del abnegado. Un zapallo insulso parado en la orilla terminará cubierto de moho o convertido en faro. Otros mentaban el aroma a azahares. Ciertamente, la piel de Sonia olía a naranjas, un dulce, pesado e inconfundible aroma. Cuando alguien se paraba al lado de Sonia en las horas de trabajo y aspiraba profundamente, de inmediato sentía como si estuviera en el puerto de Jaffa y, a su alrededor, cajones y cajones de naranjas. Si bien el perfume de las naranjas es embriagador, también lo son los del jazmín y la higuera. A lo largo y a lo ancho del país hay muchas mujeres cuya piel tiene un perfume particular: todos conocían a aquella de Degania que se vio obligada a ponerse guantes para que los insectos no se sintieran atraídos a la miel de sus manos; y había una muchacha en Rishon Letzion que, dicen, olía de tal modo a mirto, que todos los alérgicos estornudaban a su paso. El aroma a azahares es bello y grato, pero de ahí al frenesí del amor hay un largo camino.

Lo que no justifican ni la abnegación ni las naranjas lo explicará quizás el ardor. El fuego que ardía en Sonia derritió pies congelados, abrigó entrañas, cosquilleó puntas de dedos. En los lluviosos días de invierno, cuando el agua te corre por la cara y te llena los zapatos de barro y de desesperanza, la gente miraba a Sonia y se sentía calentita. Y en verano, cuando toda la colonia se cubría con un velo de polvo y las casas quedaban espolvoreadas con azúcar de arena y asfixia, Sonia era la única que no se desteñía. No era hermosa, lo sabían, y sin embargo elevaban hacia ella sus miradas como girasoles al sol.

Cierto día, estando ella parada en la playa, vino a visitarla Abraham Mandelbaum. Al principio no se dio cuenta. Tan concentrada estaba en la detallada descripción de cómo le arrancaría todas las uñas a Zeev Feinberg en cuanto volviera. Cuando identificó al matarife, se asustó pensando que hubiera escuchado sus palabras y decidido adoptar para sí alguna de sus ocurrencias. De inmediato se apaciguó diciéndose que un matarife hábil como Abraham Mandelbaum no necesitaba sus consejos en todo lo concerniente al tratamiento de carnes y uñas, y le preguntó por qué había venido. Desde el día de la huida de Jacob Markovich y Zeev Feinberg, ambos se evitaban en la vía pública. Abraham Mandelbaum, turbado, hizo sonar sus gruesos dedos, y Sonia consideró que con sus dos metros de altura y más de ciento sesenta kilos de peso parecía un niño. Bajando los ojos y con voz dubitativa le dijo que había venido a contagiarse de su ira.

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