Ayelet Gundar-Goshen - Una noche, Markovich

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Una noche, Markovich: краткое содержание, описание и аннотация

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En vísperas de la segunda Guerra Mundial partía de Israel rumbo a Europa un barco con veinte hombres jóvenes a bordo. Del otro lado del mar los esperaban veinte mujeres desconocidas. El objetivo: un matrimonio ficticio que permitiría a las mujeres huir de Europa y arribar a Eretz Israel. Pero cuando Jacob Markovich, un hombre gris a todas luces, se encuentra casado con Bella Zeigerman, la más hermosa de las mujeres que había visto en su vida, el trámite se complica.
Una noche, Markovich sorprende por la sagacidad de su estructura y la madurez de su estilo. Es una novela carnavalesca, rica y colorida que pinta novedosamente uno de los capítulos más emocionantes del devenir de este país. Hechos históricos y atrevidas fantasías se mezclan aquí hasta volverse irreconocibles: altos dirigentes del Movimiento Sionista mantienen relaciones amorosas con mujeres con olor a naranjas, valientes comandantes conquistan fortalezas ayudados por rengos y borrachos, y el sol detiene la alborada para beneficiar a hombres de ardientes rogativas. Algunos de ellos se harán merecedores de que una calle bulliciosa lleve sus nombres, y otros dormirán plácidamente entre las páginas de la historia. Entre ellos deambula Jacob Markovich, aferrado a la hermosa Bella, sin claudicar.
Una noche, Marcovich establece un vínculo de seducción y engaño con el lector. A veces despierta empatía y compasión, y otras se revela pletórico de un humor, agudo e irónico.

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Por el silencio que se hizo, comprendió su error. Quizás estaban ambos comprometidos en una conversación crucial: un atrevido programa de defensa de la Tierra Santa, una complicada postura de relación sexual, una movida de ajedrez digna de repetir; la declaración de Jacob Markovich nada tenía que ver. El vicepresidente de la Organización midió a Jacob Markovich con su mirada, como el médico de la colonia al observar un análisis de materia fecal, y volvió a su conversación con Zeev Feinberg. “Entonces ¿de qué tamaño es el lunar?”. El vicepresidente era famoso por su afición a los lunares. Sus rivales sostenían que los prefería antes que al cuerpo entero de la mujer. Cuando Zeev Feinberg le contó el affaire que empezaba con las tetas de Rajel Mandelbaum y terminaba con el cuchillo de Abraham Mandelbaum, el vicepresidente le restó importancia al cuchillo –como si de eso tuviera suficiente– y se centró en las tetas. A Zeev Feinberg no le importó. Al contrario, valoraba a su amigo por saber separar la paja del heno, y volvió alegremente a las tetas de Rajel Mandelbaum. Pero sucedió algo raro: cuanto más ensalzaba los redondos pechos de Rajel, más se le aparecían los de Sonia en su lugar. Y a pesar de que los de Rajel eran más bellos –redondos y dulces y tan tan firmes–, los de Sonia lo llenaban de júbilo y no quería desecharlos. Así resultó que le describía al vicepresidente las tetas de Rajel mientras él se deleitaba con las de Sonia, hasta que de pronto se asustó al pensar que podía llegar a confundirse y describirle las de Sonia en vez de las de Rajel, y no quería.

Zeev Feinberg dejó de hablar. Por primera vez desde que conociera al vicepresidente de la Organización en la cubierta del barco, sintió que poseía algo que no tenía intenciones de compartir. También Jacob Markovich callaba. Todavía se maldecía por su inoportuna intervención. A pesar de lo atormentado que estaba, percibió el cambio en Zeev Feinberg: hasta entonces, reproducía conquistas como quien rumia pasto, degustando otra vez la cena del día anterior. Pero esta vez, cuando hablaba, había en su mirada verdadera nostalgia: no era un hombre satisfecho alabando su comida, sino un hombre hambriento, enloquecido por las añoranzas. Zeev Feinberg se veía más radiante rememorando supuestamente las tetas de Rajel Mandelbaum que la alegría que le producían estando con ella. Considerando la desventura de sus palabras previas, Jacob Markovich tuvo que hacer acopio de toda su valentía para abrir la boca y decir: “Todavía volverás a Sonia”. Zeev Feinberg lo miró atónito. Después sonrió. Aun si se asombró primero de la claridad con que Jacob Markovich leyó sus pensamientos más recónditos, enseguida se alivió al comprobar que su amigo podía leer los misterios de su corazón, los jeroglíficos que hacía tiempo había perdido la esperanza de que alguien que no fuera él pudiera descifrar.

En un primer momento, el vicepresidente se equivocó al pensar que se trataba de un súbito malestar estomacal. Sólo más tarde entendió que el agudo pinchazo que había sentido en el estómago no era sino celos. Porque había algo allí, entre los dos hombres sentados frente a él, algo de lo que él quedaba afuera. Y a pesar de que Jacob Markovich no era más que un gusano –seguramente Zeev Feinberg lo sabía, ¿cómo es posible que no?–, ese gusano había tejido una filigrana de seda y envuelto en ella a su amigo, dejándolo a él afuera.

A pesar de que no era amante de los dolores, y menos de estómago, el vicepresidente de la Organización se alegró con el dolor que le ocasionara la envidia, como quien encuentra algo perdido. Hacía ya muchos años no lo sentía. Ciertamente, por la función que cumplía, era experto en todos los dolores que alguien puede ocasionarle a su prójimo: un certero golpe al diafragma, un puñetazo que parte la nariz, una uña arrancada y un corte decididamente desagradable al lado del miembro viril, pero casi había olvidado todos los demás dolores. Los dolores de la plenitud. Sólo quien se llena de algo que no es él mismo puede doler su falta. Cuando abandonó la Casa de Estudios en Polonia y se fue a la gran ciudad, casi lo mataron los dolores de la plenitud. Caminaba en la calle principal y todo estaba libre de Dios. Limpio de Dios. Infestado de profano. Un pedazo de pan no era más que un pedazo de pan. En un vaso de vino no había ni una gota de Providencia Divina. El mundo se le presentaba tal cual era, desnudo de ángeles, temblando de frío sin promesa alguna de un mundo por venir con que protegerse. La primera noche en la gran ciudad, el vicepresidente de la Organización extrañó a Dios con toda su alma; en la cabeza aporreaban tambores de fiestas paganas. En su habitación del hospedaje, se afeitó la barba en la oscuridad de la noche. No veía nada. La sangre de los tajos que se hizo se le pegaba al pelo que caía al suelo en guedejas. Debía esperar a la mañana, pero sabía que si esperaba, las añoranzas empujarían a sus pies de regreso, directamente a la plegaria matinal. Por eso, una vez afeitada la barba, pasó a la cabeza con mano temblorosa, manos de Dalila, y después las cejas y el vello del cuerpo. Al alba, se vio desnudo frente al vacío.

Pasaron los años. El cabello le había vuelto a crecer, y su corazón se había fortalecido. Sentado en su habitación frente a dos hombres, inconscientemente jugaba con un mechón de pelo hirsuto. Cuando lo notó, dejó de hacerlo. Un movimiento tan suave, tan sentimental, no es lo adecuado para el vicepresidente de la Organización. Para corregir ese gesto involuntario, eligió un movimiento eminentemente varonil, característico de vicepresidentes de cualquier organización, y golpeó con fuerza sobre su escritorio. Zeev Feinberg y Jacob Markovich lo miraron, el primero con curiosidad, el segundo con sagrada devoción. Dado que había golpeado sobre su escritorio sin razón, se vio obligado a pensar rápidamente qué decir. “Ajá, parece ser que están ustedes en un verdadero problema”. Jacob Markovich y Zeev Feinberg asintieron. El vicepresidente de la Organización tenía la inusual habilidad de decir cosas obvias como si fueran recién elaboradas.

“El tal Mandelbaum, ¿llegaría hasta Tel Aviv?”.

“¿Hasta Tel Aviv?”, tronó la voz de Zeev Feinberg. “¡Nos perseguirá hasta el Mar Rojo si es necesario!”. El vicepresidente de la Organización y Zeev Feinberg echaron a reír. Jacob Markovich suspiró levemente.

“Sácame de esta, Froike, aprecio demasiado lo que tengo entre las piernas como para exponerlo al cuchillo del matarife”, dijo Zeev Feinberg.

“Claro que te saco de esta, Feinberg. Para qué están los amigos si no para salvarse los huevos uno a otro. Sin embargo, con respecto a este amigo tuyo aquí no estoy tan seguro, no me parece que los use mucho”. El vicepresidente de la Organización estalló en una carcajada. Zeev Feinberg se le unió en lo que el vicepresidente estimó como un acuerdo entusiasta y Jacob Markovich definió como un gesto de buenos modales. Cuando terminaron de tratar el uso limitado que Jacob Markovich hacía de sus testículos, el vicepresidente de la Organización se puso serio y se les acercó por sobre el escritorio:

“Feinberg, te mando a Europa”.

La cara de Zeev Feinberg adoptó una expresión que, de haber aparecido en la de otro, se llamaría confusión. Pero Zeev Feinberg, ciento veinte kilos de musculatura y valor, sin incluir el bigote, no era hombre de confundirse. La confusión le resbaló de la cara rápidamente, sin encontrar de dónde asirse. Se deslizó de los ojos azules, de la boca que sonreía como antes y de las cejas espesas. Sólo en el bigote encontró una grieta donde establecerse para quedar colgada de la punta derecha, que al oír la palabra “Europa” se le erizó de forma muy particular.

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