“¿Nada?”.
“Nada. Seca como los campos a fines de agosto”.
Entonces calló Zeev Feinberg un largo rato antes de decir: “En ese caso, amigo, te recomiendo averiguar si no se acuesta con otros. Seguramente conoces la ley de la preservación del material. El cuerpo humano produce una cantidad limitada de líquidos y me temo, amigo mío, que esa mujer que tienes en Haifa se los gasta con algún otro”. Jacob Markovich suspiró aliviado y declaró que entonces todo estaba claro: la mujer en Haifa le había dicho que era el cuarto de esa noche y, teniendo en cuenta esa regla, es lógico que no encontrara agua allí. Zeev Feinberg estalló en una sonora carcajada, y Jacob Markovich no pudo menos que unírsele. No sabía de qué se reía ni quería saber. Le resultaba tan grato reír junto a ese hombre cuyo bigote llenaba el valle y su risa retumbaba en todo el país. Si había algo de burla en la risa de Zeev Feinberg, se disolvió enseguida, pero la risa persistió un largo rato. Rio y rio hasta que apareció una pequeña mancha en su entrepierna, y cuando se dio cuenta, rio aún más. Desde esa noche, Jacob Markovich y Zeev Feinberg se hicieron amigos.
Dos veces Jacob Markovich le salvó la vida a Zeev Feinberg, las dos en una noche. En una oportunidad, volvía de Haifa apurando el paso hacia el puesto de guardia porque por primera vez había visto dos tetas de diferente tamaño. Todavía le daba vueltas a la frase que le diría a Zeev Feinberg, cuando vio a un joven árabe agachado entre los arbustos encañonando con su rifle a un bulto en movimiento, que, al parecer, no era sino Zeev Feinberg montado sobre alguna mujer. Tienta decir que no dudó. Y sin embargo, hasta esa noche sólo había contrabandeado armas y, sin contar las ratas de campo a las que había desnucado, jamás había matado a ningún ser vivo. Con todo, dominó el temblor de sus piernas, levantó una piedra blanca y lisa y de un solo golpe le partió la cabeza al joven. Un disparo silbó en medio de la oscuridad de la noche violentando el tímpano de Jacob Markovich. Se palpó el cuerpo para cerciorarse de que no estaba herido y comprobó que esta vez había esquivado el revólver de Zeev Feinberg. “Soy yo –gritó–, ¡no dispares!”.
Los balbuceos de agradecimiento de Zeev Feinberg se ahogaron en el chorro de vómito. Jacob Markovich miró al joven echado en el suelo y su estómago desbordó. La sangre del joven brillaba a la luz de la luna y su cerebro al descubierto le provocó náuseas. Los grillos, en cambio, siguieron cantando. En su desesperación, Jacob Markovich cerró los ojos, trancando las puertas de su cerebro ante la visión del joven con los sesos desparramados aferrándose con todas sus fuerzas a las tetas de la mujer de Haifa. Cuando los abrió, tenía frente a él otros pechos, maravillosamente simétricos. Rajel Mandelbaum, medio desnuda, estaba parada temblando junto a Zeev Feinberg. En medio del alboroto olvidó cubrirse y ahí estaba frente a él, con toda su majestuosa humanidad, gimiendo ante el cadáver del árabe. Al mirar los pechos de Rajel Mandelbaum, el miembro de Jacob Markovich se iba irguiendo y endureciendo. Cuanto más se endurecía su miembro, mayor era la debilidad de su cabeza, hasta abandonar por completo la imagen del árabe descerebrado. Lentamente penetró a su mente la conciencia de estar observando las tetas de Rajel Mandelbaum, a pesar de no ser, de ninguna manera, Abraham Mandelbaum. Ante esa certidumbre, Jacob Markovich dejó de mirar a Rajel Mandelbaum y dirigiéndose a Zeev Feinberg dijo: “Abraham te mata”.
Los que sabían, y los que no, disentían en cuanto a la cantidad de muertos a manos de Abraham Mandelbaum. Algunos decían diez, otros, quince. Hubo quienes dijeron que no eran más que exageraciones porque fehacientemente no eran más de cuatro. Por fin acordaron un número tipo, siete. A pesar de que todos suponían que se trataba de árabes, cuando mucho algún británico, nadie estaba en condiciones de asegurarlo. Las moscas lo pensaban dos veces antes de acercarse a Abraham Mandelbaum. Los gatos no se estregaban en sus piernas. Si en el poblado hubiera habido guillotina, habría sido Abraham Mandelbaum el elegido para encargarse de ella. Dado que no había, se vio obligado a conformarse con ser el matarife. Pocos sabían que por las noches, mientras dormía, lloraba en polaco por nostalgia, musitaba frases incomprensibles acerca de un cabrito blanco, una manzana azucarada, la maldad de los niños. Rajel Mandelbaum lo oía, entendía y en silencio abandonaba la cama. También se había bajado del barco en silencio cinco años atrás. Parada en el puerto de Haifa, esperaba que algo pasara. Había usado todo su valor para sobrevivir el viaje a Palestina, y una vez que había arribado, no le restaban fuerzas más que para quedarse parada y esperar. No esperó mucho tiempo. Al cabo de media hora se le acercó Abraham Mandelbaum y se presentó. Le compró una gaseosa en el quiosco y la llevó a su casa. Rajel Mandelbaum fue tras él como un patito recién salido del cascarón, que sigue al primero que ve.
Al cabo de cierto tiempo se preguntaría qué había ido a hacer al puerto el día que ella llegó en el barco. No lo vio cargar ni comprar nada cuando la acompañó todo aquel día. No tenía parientes, razón por la cual Rajel Mandelbaum supuso que no había ido a recibir a nadie. En eso se equivocaba. Desde hacía varias semanas iba al puerto a recibir a los barcos que llegaban. Cuando el hambre es muy grande, basta con la ansiedad de la espera para llenar el vacío del estómago. Abraham Mandelbaum observaba a los que bajaban del barco, caras verdosas, extremidades pálidas, tratando de identificar algún rasgo conocido. Luego se dispersaban, y Abraham Mandelbaum volvía a su casa. El día que vio a Rajel, lo supo de inmediato, pero esperó treinta desesperantes minutos para asegurarse. Nadie vino. Ella no dio un solo paso. Con su vestido verde, le pareció una botella echada al mar que había recalado en la orilla, y él, el náufrago solitario, la recogería y leería su contenido. La llevó a su casa y la hizo su mujer, pero jamás logró descifrar el escrito de la botella.
Rajel Mandelbaum, Cancelfold de origen, se quitó el vestido verde e hizo cortinas. Del vestido de fiesta rojo hizo dos manteles y una funda de almohadón. Cinco meses después de su desembarco casi no quedaban señales de la muchacha de la ciudad. Toda la casa estaba llena de recuerdos de su vida anterior, que se iban destiñendo, descosiendo, hasta parecer que habían estado allí, en Palestina, desde siempre. Las otras mujeres la miraban con una mezcla de admiración y asombro. Por un lado, era bueno ver lo bien que se adaptaba, no como esas mimadas que llegan y piensan que están en una aldea de vacaciones vecina a Zürich. Por otro, con qué indiferencia convertía los modelos más exclusivos en cortinas, salve Dios, la crème de la crème de Viena trocada en paño para limpiarse las manos en la carnicería de su marido. Incluso abandonó el idioma alemán. Desde el instante que pisó el suelo del puerto de Haifa juró hablar sólo en hebreo. Cuando le faltaba alguna palabra, prefería callar, aun si su interlocutor sabía alemán. Cuando los empleados de la Dirigencia vinieron a visitar la colonia, uno de ellos oyó decir que la bella mujer a la entrada de la carnicería también había nacido en Austria. De inmediato se dirigió a ella con un discurso emocionado que obtuvo como respuesta una mirada muda. Rajel se parapetó tras su silencio y el grupo turbado se apresuró a dejar el lugar. Las mujeres, que se habían encariñado con la joven seria, no dudaron en alabar su abnegada entrega al idioma hebreo. El relato de la audaz inmigrante que le dio su merecido al empleado que había flaqueado en el cumplimiento del principio “hebreo, ¡habla hebreo!” cobró alas, y muchos saludaban a Rajel al verla en la calle. Ella respondía con leve acento. Sus verdaderos móviles quedaron ocultos, quizás incluso para ella misma. Con una aguda percepción interna, sabía que si dejaba la más mínima grieta, el duelo por su vida anterior desbordaría y lo inundaría todo. Los vestidos, las veladas, la luz que se quiebra sobre las pulidas baldosas de la vereda, los copos de nieve; todo ello había quedado encerrado bajo llave y cerrojo. Una sola mirada atrás y, a la manera de Eurídice, tropezaría y caería hacia el dulce, tan dulce, infierno europeo.
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