Ayelet Gundar-Goshen - Una noche, Markovich

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Una noche, Markovich: краткое содержание, описание и аннотация

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En vísperas de la segunda Guerra Mundial partía de Israel rumbo a Europa un barco con veinte hombres jóvenes a bordo. Del otro lado del mar los esperaban veinte mujeres desconocidas. El objetivo: un matrimonio ficticio que permitiría a las mujeres huir de Europa y arribar a Eretz Israel. Pero cuando Jacob Markovich, un hombre gris a todas luces, se encuentra casado con Bella Zeigerman, la más hermosa de las mujeres que había visto en su vida, el trámite se complica.
Una noche, Markovich sorprende por la sagacidad de su estructura y la madurez de su estilo. Es una novela carnavalesca, rica y colorida que pinta novedosamente uno de los capítulos más emocionantes del devenir de este país. Hechos históricos y atrevidas fantasías se mezclan aquí hasta volverse irreconocibles: altos dirigentes del Movimiento Sionista mantienen relaciones amorosas con mujeres con olor a naranjas, valientes comandantes conquistan fortalezas ayudados por rengos y borrachos, y el sol detiene la alborada para beneficiar a hombres de ardientes rogativas. Algunos de ellos se harán merecedores de que una calle bulliciosa lleve sus nombres, y otros dormirán plácidamente entre las páginas de la historia. Entre ellos deambula Jacob Markovich, aferrado a la hermosa Bella, sin claudicar.
Una noche, Marcovich establece un vínculo de seducción y engaño con el lector. A veces despierta empatía y compasión, y otras se revela pletórico de un humor, agudo e irónico.

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Un día después, alrededor de las siete y media de la tarde, se oyeron fuertes golpes a la puerta de Jacob Markovich. Era Zeev Feinberg. “Empaca rápido. Lo descubrió”. Camino a Tel Aviv, cuando el traqueteo del tren ensordecía los ruidos del estómago de Jacob Markovich (desayunar en su casa no pareció verosímil), Zeev Feinberg le contó lo sucedido. “Esta mañana, llegó Abraham Mandelbaum a su casa decidido a acostarse con su mujer. Levantó la sábana y descubrió un horrible sarpullido en su pecho. Era una reacción alérgica al roce del bigote en su fina piel. Ay, ay, ay, qué hermosa piel. Leche pura. Salvo el lunar. ¿Viste el lunar?”. Jacob Markovich dijo que no se había percatado del lunar, pero que estaba contento de saber cómo se había salvado Zeev Feinberg del cuchillo del matarife. “Justamente de eso se trata, no decidió qué cuchillo tomar. Cinco minutos le llevó elegir la herramienta adecuada, tiempo suficiente para que Rajel corriera a lo de mi Sonia y le dijera que nos previniera. Sólo que Sonia, a diferencia de Abraham Mandelbaum, es mucho menos selectiva”. Zeev Feinberg se levantó la camisa y le mostró a Jacob Markovich cinco largos rasguños sangrantes. “Por mi vida, esa mujer tiene la fuerza de diez hombres”. Jacob Markovich asintió admirado. Zeev Feinberg empezó a comparar a Sonia con una serie de mamíferos, desde un lobo hasta una hiena, pero Jacob Markovich no podía quitar la vista de las cinco grietas sangrantes abiertas en el pecho de Zeev Feinberg. Y dijo con evidente envidia: “Que una mujer sienta tanto por ti, no pensé que era posible”. En ese momento, Zeev Feinberg dejó de hablar de la perra salvaje que parió a Sonia y asintió. “Tiene un corazón del tamaño de una paloma, y una vagina de aguas dulces”. Entonces empezó a describir detalladamente la vagina de Sonia, su dulzura, su color rosado, la cálida y alegre humedad con que lo recibe. “Y para que lo sepas, quizás no tiene tetas como las de Rajel, pero te hará reír hasta que los huevos se te enrosquen uno con el otro”. Y se puso a reír tan fuerte que el tren aceleró su marcha, y finalmente suspiró: “Cuando volvamos me caso con ella. De verdad”.

La mirada de Zeev Feinberg estaba llena de buenas intenciones, y Jacob Markovich casi le creyó. Entonces bajó la mirada de sus ojos al bigote y recordó cómo se le encrespaba al ver con el rabillo del ojo una mujer sonriente, vibrando como el sensitivo bigote de un gato cuando se acerca un ratón. Y recordó también al gato que esperaba las dádivas de Rajel Mandelbaum a la entrada de la carnicería, cebado y regordete, que al ver un pájaro herido se ensañó con él, no para cazarlo, sino por costumbre. Zeev Feinberg era un auténtico revolucionario. Un comunista hecho y derecho. Repartía su amor en partes iguales sin preferir una a la otra. “Me casaré con ella”, repitió palmeándose el muslo como anunciando que el negocio estaba cerrado, “esta vez me caso con ella”.

Cuando el tren entraba a Tel Aviv, Zeev Feinberg describía el menú de la boda. Ya habían servido el pescado, arenque con pan trenzado dulce y fetas de carne asada. Jacob Markovich comía con las orejas, pero al parecer la comida se iba al estómago de otro. El suyo estaba vacío hacía muchas horas. Finalmente se atrevió a preguntarle a Zeev Feinberg adónde iban y si habría comida allí. “Vamos a encontrarnos con Froike –dijo Zeev Feinberg–, y hasta donde yo sé, no saldrás de allí con hambre”. Jacob Markovich quedó de una pieza.

“¿Te refieres al vicepresidente de la Organización?”.

“El mismo que viste y calza”.

“¿De dónde lo conoces?”.

El oficial de división de Jacob Markovich hablaba del vicepresidente con sagrada devoción. Jacob Markovich ni soñaba con estar en presencia de ese hombre, que hasta donde él sabía estaría dispuesto a tragarse una granada y sacarla por el ano si con eso contribuía a salvar a la patria. “Somos hermanos de barco”, espetó Zeev Feinberg y siguió caminando.

Pero obviamente había algo más. Otras cuatrocientas personas llegaron en ese barco, pero nadie estableció un vínculo como el de Zeev Feinberg y el que más tarde sería el vicepresidente de la Organización. Compartían el amor por las mujeres, chistes y partidas de ajedrez, que si bien es algo que muchos otros comparten, nunca con tanta pasión. Dado que el barco era pequeño, unas cincuenta mujeres solteras, alrededor de una treintena de buenos chistes y un tablero de ajedrez, optaron por dejar de lado la tradición europea de propiedad y compartir todo equitativamente. Sólo en un aspecto se mantuvieron celosos como antes: la victoria. Cuando el barco ancló, estaban los dos sumidos en un tormentoso partido de ajedrez. Cuando Zeev Feinberg oyó el llamado del capitán, dejó el peón en la mesa y se levantó. El futuro vicepresidente le clavó una mirada punzante. Desde que había salido de Europa, ninguna navaja había tocado su mentón y ahora se parecía al estudioso observante de otrora, pero su mirada decía que ya había probado el pecado y no se había saciado. “Quien empieza a cumplir un precepto debe concluirlo”, retó a Zeev Feinberg. “Hemos esperado dos mil años, esperaremos quince minutos más”. Mientras a su alrededor se oía la algarabía de los botes echados al agua, los hombres seguían jugando. Ninguno miraba su reloj. Tantas bocas dulces habían probado ambos, que ninguno tenía apuro por lamer con su lengua el polvo de la Tierra Prometida. Al cabo de veinte minutos, irrumpió el capitán en el camarote. “¡Si los agarran los británicos podrán jugar ajedrez toda la travesía de regreso a Europa!”. El futuro vicepresidente de la Organización pareció evaluar la posibilidad. Finalmente cedió. “Espero que seas capaz de nadar con una mano, Feinberg, porque con la otra llevarás tus piezas”. Con mochilas llenas a reventar en sus espaldas y las piezas de juego en sus manos, apuraron el paso para llegar a cubierta. Cada uno tenía las suyas memorizando su ubicación en el tablero. Entonces se dirigió a ellos el capitán y les ordenó que ayudaran a una mujer embarazada con sus dos pequeñas hijas. Casi se niegan. Por fin se decidió: entre la mochila, las inmigrantes ilegales y el ajedrez pendiente, sacrificarían la mochila. Zeev Feinberg tomó a la mujer embarazada y las piezas negras. El futuro vicepresidente de la Organización se manejó valientemente con las niñitas sollozantes y las piezas blancas para que ninguna se le perdiera entre las olas. Cuando llegaron a la orilla, se despidieron de la agradecida mujer, soplaron un beso formal sobre la ajada mejilla de la Tierra Santa y se espantaron al reconocer que habían olvidado la posición en el tablero. Pasaron toda la noche sentados en calzoncillos mojados y a pecho descubierto discutiendo la ubicación correcta. Cuando llegaron los británicos por la mañana, les pareció que esos dos estaban ahí desde siempre. Por fin, se fueron a recorrer el país, cada uno en sus calzoncillos. Zeev Feinberg se dirigió hacia el norte; el futuro vicepresidente a Tel Aviv, donde se convirtió en el actual vicepresidente de la Organización. En uno de sus encuentros, cuando Zeev Feinberg preguntara cómo puede alguien, que casi abandona a su suerte a una inmigrante embarazada por un alfil, coordinar el operativo de inmigración ilegal sionista, su amigo respondió que todo lo que había hecho era cambiar una obsesión por otra. “Acá también hay peones negros y blancos. Y acá tampoco me gusta perder”.

Jacob Markovich y Zeev Feinberg estaban sentados ante el escritorio del vicepresidente de la Organización. El primero, compungido y avergonzado, como si su cuerpo se hubiera reabsorbido. El segundo, despreocupado, con las piernas estiradas, los miembros laxos. A pesar de que su mirada volvía una y otra vez a estar pendiente del vicepresidente de la Organización, no pudo dejar de notar la diferencia abismal entre su postura y la de Zeev Feinberg. Jacob Markovich pensó: hay gente que anda por el mundo como si hubiera llegado a él por error, como si a cada instante pudiera alguien ponerles una mano en el hombro y gritar a sus oídos: “¿Qué es esto? ¿Quién le ha dado permiso para entrar? Por favor, rápido, afuera”. Y hay quienes ni siquiera caminan por este mundo. Al contrario, flotan en él, parten las aguas a su paso, como barco seguro de su rumbo. No era envidia lo que sentía Jacob Markovich en ese momento. Era algo más complejo. Jacob Markovich estaba sentado en la habitación del vicepresidente de la Organización, mirando las piernas extendidas de Zeev Feinberg; turbado por las suyas recogidas, se preguntaba en cuántas otras habitaciones había estado sentado así y si alguna vez lograría extenderlas libremente sin estar solo. Ese pensamiento lo llevó a erguirse de improviso, tenderle la mano al vicepresidente de la Organización, que hasta ese momento no le había dirigido la palabra, y decir: “Jacob Markovich, para servirle”.

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