“Por qué no se lo cuentas tú, Feinberg, ya que Markovich nos llegó como peludo de regalo junto contigo”.
Feinberg dijo las últimas palabras de espaldas a Katz, encaminándose hacia la puerta: “Estuvimos tres horas en la entrada de la Comandancia esperando que volviera. Ha llegado la hora de viajar a la colonia. Esta noche ve a su casa, quizás entonces haya regresado del operativo al que seguramente salió. Sonia, Bella y yo esperaremos en mi casa que nos llamen”. Cuando bajaba el picaporte, se dio vuelta: “Y recuerda: Jacob Markovich es mi amigo. Si llegas a hablar mal de él, yo me ocupo de que no vuelvas a hablar”. Y salió. Sonia salió tras él. Y Bella Zeigerman también.
Cuando se cerró la puerta, Mijael Katz hundió su cabeza entre las manos. Aunque Markovich era el apéndice de Feinberg, de todos modos era su responsabilidad. Sus primeros pasos como Comandante quedarían truncos si no era capaz de hacer que un tipo como Markovich cumpliera sus instrucciones.
Compungido, salió hacia la casa del vicepresidente de la Organización. Veinte metros antes de llegar, Mijael Katz olió aroma a naranjas. ¿Era acaso un ardid de los británicos? ¿Un truco camuflado de los legionarios? Avanzó con prudencia. Cuando golpeó discretamente a la puerta, miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo seguía. De las ventanas vecinas lo miraban con expresión de asombro, fosas nasales abiertas y narices aspirando el olor a cítrico. Toda la calle elevaba la mirada siguiendo el aroma que conducía directamente a la casa del vicepresidente de la Organización. Cuando se abrió la puerta, la visión se le apareció con toda crudeza: cientos, quizás miles de naranjas rodaban por el piso. Las había grandes y chicas, anaranjadas y verdes, algunas con una hoja verde en el tallo y otras sin rastro alguno del árbol del que habían sido cortadas. El vicepresidente de la Organización entró a la casa y Mijael Katz tras él, intentando mantener el equilibrio entre los redondos obstáculos. En vano. Justo cuando el vicepresidente de la Organización terminaba de quitar las naranjas de un sillón para ofrecérselo, Mijael Katz tropezó con una de esas malditas frutas y quedó sentado en el piso. Cuando levantó la cabeza, cohibido, el vicepresidente lo miró con rostro anaranjado y dijo: “Supongo que te debo una explicación”.
“¡No! –gritó Mijael Katz tratando de levantarse de un montículo de naranjas–, ¡para nada! Entiendo perfectamente, mi comandante, una estratagema genial, camuflar el olor a pólvora con olor a naranjas, ¡una idea brillante! ¡Por fin lograremos engañar a los perros británicos!”.
El vicepresidente de la Organización fijó su mirada en Mijael Katz con cara de póquer. Después sonrió amargamente. Incluso la locura de amor de Efraim Hendel, una locura que no pasaba desapercibida, al relacionarla con el vicepresidente de la Organización se trocaba en un capítulo heroico de sus andanzas. Por un momento pensó que, aun si se suicidaba por añoranzas a Sonia, seguramente dirían que los británicos fraguaron todo.
Mijael Katz logró finalmente incorporarse y buscó un lugar libre para sentarse. El vicepresidente de la Organización le hizo lugar a su lado en el sofá, y el corazón de Mijael Katz se agitó de admiración y temor. Admiración por estar sentado junto a un personaje tan prestigioso, y temor por lo que venía a decirle. Entonces le contó acerca de la visita de Zeev Feinberg y lo que le dijo, sin respetar la advertencia de Zeev Feinberg y ensuciando generosamente a Markovich. Era de suponer que cuanto más culpable se viera Markovich, menos culpable se consideraría a Mijael Katz, que si bien dirigía el operativo, indudablemente no podía estimarse responsable por una conducta tan atípica. “Y lo peor es que yo creo que Feinberg está equivocado. No fue por las náuseas. Simplemente no tiene intenciones de dejarla ir”.
El vicepresidente de la Organización prestó suma atención al relato. Los temores de Mijael Katz empezaron a evaporarse. Lo que tanto temía ya no había sucedido. El comandante no golpeó con su puño el respaldo del sofá, no levantó la voz para reprenderlo, no lo investigó acusadoramente. Más que nada lo miraba con expresión divertida y con algo de admiración.
“De modo que piensas que persistirá en su negativa”.
“¡Exactamente! Si uno lo piensa, un gusano como Markovich, al que milagrosamente le cae en las manos un fruto maduro como Bella Zeigerman… Sin ningún compromiso con la causa nacional, la grandeza del momento, la mancha con que tiñe la gloria de nuestro operativo ante el juicio de la historia…”.
Mijael Katz hablaba del juicio de la historia, y el vicepresidente de la Organización pensaba en aquellos a quienes la historia no afecta. Los que se cuelan entre sus páginas no para inscribirse con tinta indeleble de alguna hazaña heroica, sino para rasgar subrepticiamente la punta de una hoja. El vicepresidente de la Organización, a quien la eternidad había quitado el brillo de sus acciones para someterlas al único objetivo de redención de la tierra, no podía sino envidiar un poco a Jacob Markovich, que si bien era un gusano, los gusanos tienen la virtud de liberarse del peso de la historia.
Finalmente Mijael Katz se dio cuenta de que su comandante no lo escuchaba. El vicepresidente de la Organización miraba las naranjas diseminadas por la habitación con nostalgia y, por un momento, se le pasó por la cabeza que la locura, y no la picardía, había traído allí los centenares de naranjas. Pero de inmediato dejó el hilo de esos pensamientos herejes, saludó a su comandante y se dispuso a irse.
“Dale una semana –dijo el vicepresidente de la Organi-zación–. Si no le da el divorcio en el curso de la semana, iré yo mismo a la colonia”.
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