Jacob Markovich se dijo: no me quiere a su lado. Y lo sorprendió constatar cómo una información tan trivial podía causarle tanto dolor. Jacob Markovich pensó: esto no puede ser, no debe suceder. Y por un instante sintió cómo su corazón se ablandaba, así como también ese calor entre sus rodillas tras la decisión; ahora vuelve a tu casa en silencio, vete a tu tierra y a tu soledad. Volvería a su casa y a la mujer en Haifa, que si bien era muchas mujeres, siempre era una mujer abierta de piernas y, aun si sabía diferente, el gusto a bochorno que le dejaba en la boca era el mismo amargo sabor. Volvería a su casa y viviría su vida: de mañana desmalezaría el campo, al mediodía alimentaría a las palomas, de noche hojearía los escritos de Jabotinsky. La imagen de Bella Zeigerman se desteñiría por partes: primero las cejas, después el pecho y por último los ojos y el lóbulo de la oreja. La olvidaría progresivamente, pero su derrota sería inolvidable: habiendo estado tan cerca de vivir junto a una mujer como Bella Zeigerman, no se atrevió. Frente a esa idea, el corazón de Jacob Markovich volvió a endurecer; de nuevo latía con tal reproche, que por un instante asustó a su dueño. “No”, anunció el corazón de Jacob Markovich. “No, no y otra vez no”. Y ese hombre que hasta ayer había sido todo tartamudez, una sola línea prolongada de “quizás”, sintió que el “no” redondeaba en su interior y lo llenaba. Supo que no la dejaría ir. Él viviría junto a ella y su vida sería un infierno. Pero prefería la certeza del infierno a la eternidad de la duda.
Cuando Zeev Feinberg y Sonia subieron las escaleras con una botella de vino en mano, encontraron en la habitación sólo a Bella Markovich, pálida, y tres rabinos envueltos en togas negras girando en derredor suyo. Debido a la palidez de Bella, les pareció que se trataba de un cadáver que los rabinos estaban purificando antes de enterrar. Inconscientemente, tanto Zeev Feinberg como Sonia dieron un paso atrás, tal como una persona sana ante un enfermo, tal como retrocede el que está contento de quien está triste. Fue un pequeño paso, y sin embargo Bella lo notó, porque toda la vida la gente había querido acercarse a ella y esta vez intentaban alejarse. Ante ese paso atrás, hizo lo que no había hecho antes –no lo hizo al irse Markovich desoyendo sus ruegos ni cuando los rabinos la asaltaron a preguntas incómodas–: al ver el rechazo en los rostros de Zeev Feinberg y de Sonia, Bella Markovich estalló en llanto.
Cuando Sonia vio su quebranto, se apresuró a abrazarla. Viendo lágrimas en sus ojos, empezó a llorar junto a ella. Porque tenían ojos idénticos, de allí en más no podría llorar una de ellas sin que la otra también lo hiciera. Ellas seguían abrazadas llorando cuando la voz de Zeev Feinberg hizo temblar la habitación, dado que, con la botella de vino que de pronto le sobraba en una mano, con la otra se aferró a las barbas del rabino: “¡Por todos los diablos! ¿Qué está pasando aquí?”. Al oírlo, los sollozos de Bella se hicieron más fuertes y el rabino enmudeció. No todos los días te agarra de la barba un gigante iracundo como Zeev Feinberg, con los ojos echando chispas y el bigote encendido. Los otros dos rabinos la emprendieron a chillidos contra Feinberg para que soltara a su colega, y sus chillidos se unieron a los sollozos de Bella en un dúo de arpa y violín. Entonces habló Sonia con voz clara y serena que acalló los chillidos y obtuvo la liberación de las barbas del rabino. “Es Markovich, Zevik, no está dispuesto a darle el divorcio”. Bella dejó de llorar y miró a Sonia… ¿Cómo supo el significado de sus lágrimas? Pero Sonia no había descifrado el llanto de Bella, sino la expresión del rostro de Markovich. A diferencia de Bella, Sonia se había tomado la molestia de mirar a Jacob Markovich cuando hizo su entrada a la habitación y, a pesar de que a ella la embargaban la ansiedad y la alegría a rabiar, notó que la cara de Jacob Markovich se había endurecido. Quizás porque ella misma era toda “sí”, pudo sentir el “no” que se iba fijando en él. Pero justo en aquel momento la llamó Zeev Feinberg para casarse, de modo que Sonia abandonó sus funciones de sismógrafo de sentimientos ajenos para entregarse por completo a los propios. Ahora se culpaba por las audaces demostraciones de cariño hacia Zeev Feinberg en la cara de Jacob Markovich. En su arrogancia, creían que su amor a todas luces era como una lluvia de bendiciones, pero de hecho era un ácido que corroía el corazón del solitario.
A Zeev Feinberg, en cambio, otras ideas le pasaron por la cabeza. No se culpaba a sí mismo, y seguramente tampoco culpaba a Sonia, sino al mal de mar que había atacado a su amigo y lo había confundido. A pesar de que conocía todos los placeres de la carne y todas las artes de la seducción, Zeev Feinberg era una persona ingenua. Todavía no había entendido que ese no había sido el motivo por el cual se había encerrado en el camarote, sino por el dolor que le había producido ver a su esposa conversando con su buen amigo. Aunque Jacob Markovich le hubiera dicho “los vi esa noche”, Zeev Feinberg no se habría turbado para nada, porque sabía que no había pasado nada entre él y Bella Zeigerman ni esa ni ninguna otra noche. Efectivamente, Zeev Feinberg era ingenuo y no sabía que lo que sucede en la mente de las personas es mucho más importante que lo que sucede ante sus ojos.
Los rabinos se movían incómodos en su lugar. Había otras bodas que celebrar en el día, y entierros, y seguramente algún jovencito celebraría sus trece años con una ceremonia de Bar Mitzvá. Cuánto tiempo más habrán de pasar con esos tres: una hermosa para seducir justos, otra hábil para adivinar lo que siente la gente, y el tercero, Dios nos proteja. Empezaron a caminar hacia la puerta. Zeev Feinberg los vio y saltó de inmediato. “El marido está enfermo, señores, se le dio vuelta la cabeza. Pero seguramente pueden darle el divorcio a la mujer de todos modos, no quedará casada sólo porque el mar lo mareó”. Los rabinos tuvieron que recurrir a toda su valentía para responder que la gente permanece casada por mucho menos que náuseas, y que el divorcio no se da si no con el consentimiento del marido. Si Zeev Feinberg quiere arrancarles la barba, que lo disfrute. Pero divorcio no obtendrá.
Los rabinos salieron de la habitación, y el llanto de Bella se renovó con más vigor. Parecía increíble que un cuerpo tan pequeño pudiera derramar tantas lágrimas. Zeev Feinberg ya era hombre casado, pero aún no podía mantenerse incólume ante la visión de una mujer llorando. Le sirvió vino y le acarició el cabello, como si fuera una niña, y volvió a prometerle que, apenas se despejaran las secuelas del mareo, Jacob Markovich se apresuraría a deshacer el matrimonio. Bella Markovich escuchó y le creyó, no tanto por la fuerza de los argumentos de Zeev Feinberg como por la fuerza de sus esperanzas.
Esa noche, Mijael Katz fue a la casa del vicepresidente de la Organización con el corazón acongojado. Un rato antes se habían presentado en su casa Zeev Feinberg y la muchacha sosa con que se había casado, y con ellos una débil criatura que se parecía en todo a Bella Zeigerman, pero el color había desaparecido de su cara como si se lo hubieran borrado con un trapo. Zeev Feinberg, serio, le había dicho que Jacob Markovich había abandonado Tel Aviv sin darle el divorcio a Bella Zeigerman, su esposa totalmente ficticia, pero absolutamente legal. “Supongo que el mareo lo obnubiló –le dijo Feinberg–, seguramente vendrá mañana o pasado para completar el trámite. Con todo, conviene que le informes a Froike”. Mijael Katz miró a Zeev Feinberg con rencor. No sólo le había robado el liderazgo durante el operativo, sino que ahora también se vanagloriaba frente a él de la cercanía que tenía con el vicepresidente de la Organización, llamándolo por su apodo, mientras Mijael Katz ni se atrevía a nombrarlo.
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