Los hombres se alegraron de ver a Feinberg, y las mujeres observaron a Sonia atónitas. “¿Por una así vivir como un monje franciscano?”. Yafa Feinberg fue más allá y estalló en llanto, y Sonia se las compró a todas cuando se apresuró a ofrecerle un pañuelo a la esposa ficticia de su amado. Todavía estaba consolando a la sollozante Yafa cuando vino Zeev Feinberg y la tomó de la mano: “Ven. Hay alguien que quiero que conozcas”.
Zeev Feinberg tuvo que abrirse paso entre el círculo de muchachos que rodeaban a Bella Zeigerman. Cuando por fin estuvieron frente a frente, él y Sonia por un lado y Bella enfrente, se le iluminaron los ojos.
“Entonces finalmente los tiburones no te tragaron”.
Sonia inspiró aire con desprecio: “Qué tiburón querría morder a un cerdo calloso como este”. Mientras los tres reían, Bella y Sonia se midieron recíprocamente. Fuera de los ojos idénticos, no tenían nada en común y, sin embargo, simpatizaron de inmediato. Zeev Feinberg hizo las presentaciones del caso:
“Bella Markovich; mi prometida, Sonia”.
“¿Markovich? –preguntó Sonia con interés–. ¿Tú eres la que se ha casado con nuestro Jacob?”.
“No por mucho tiempo –respondió Bella–, los rabinos llegarán en cualquier momento. Dentro de poco habrá aquí veinte parejas divorciadas”. Evidentemente, las cosas se dijeron en voz demasiado alta, porque Yafa Feinberg volvió a estallar en llanto y contagió también a Java Bluwstein. Mijael Katz lo notó y suspiró, anhelando que llegara el momento en que se viera liberado del tormento de bellezas como Bella Zeigerman y pudiera volver a asuntos más sencillos, como el contrabando de armas. Entonces se corrió a un costado para averiguar dónde diablos estaban los rabinos y, de paso, revisar el borrador de su discurso.
Después de consolar a las lloronas, Sonia le preguntó a Bella Zeigerman dónde estaba Jacob Markovich, y ella le respondió que no tenía la más remota idea. “Me parece que estuvo enfermo los últimos días del viaje. Ayer lo vi en el puerto y le di saludos de nuestro nadador. Enseguida después nos llevaron a la hostería”.
El rostro de Zeev Feinberg se contrajo preocupado. “Pobre. Lo atacó fuerte el mal de mar. ¿Cómo lo viste ayer?”. Bella Zeigerman respondió que se lo veía perfectamente bien, pero habría respondido con más sinceridad de haber dicho que no recordaba. Desde que lo conoció, nunca se detuvo a observarlo, y por supuesto no hizo lo contrario justo en un día tan lleno de acontecimientos cambiantes como el anterior. Una vez que bajó del barco, se vio rodeada de decenas de jóvenes hebreos, cada uno de los cuales se le antojaba un poeta.
La llevaron a la hostería junto con las demás mujeres. El sol la encandilaba y difícilmente consiguió ver los paisajes callejeros. Le corría el sudor por todo el cuerpo. A diferencia de las demás mujeres que se quejaban fastidiadas por el calor, Bella Zeigerman disfrutaba transpirar como si de ese modo se quitara de encima todas las lágrimas de Europa, capas y capas de escarcha y putrefacción que fluían de ella hacia las veredas y desagotaban en el mar. Cuando llegó a la hostería, se durmió enseguida, acunada por voces de mujeres que la miraban y murmuraban: “Princesa”. Durmió toda la tarde y toda la noche y se despertó sólo con la llegada de Fruma Grinberg, que la sacudió para decirle: “Ven, Bella, a divorciarse”.
Cuando llegaron los rabinos, todos los recibieron con aplausos. Mijael Katz esperó que se apagara el fragor de los aplausos para empezar su discurso. “Hoy es un día de gran emoción para nosotros, un día de fiesta…”, pero ya en ese punto lo interrumpió airado un rabino de rostro severo y barba larga. “Por favor, día de fiesta no es. Veinte parejas que se divorcian no es motivo de festejo alguno. Entendemos que se han salvado vidas, y por eso no sumaremos dificultades, pero por favor, nada de celebraciones”. Mijael Katz no salía de su asombro y calculaba cómo protestar cuando el rabino sacó una lista de su bolsillo y llamó a Fruma y Yehudá Grinberg. El cremoso pecho de Fruma tembló expectante, Yehudá miró sus senos con añoranzas y ambos se dirigieron a una habitación contigua acompañados por rabinos.
Durante los siguientes treinta minutos todo se desarrolló sin inconvenientes. Las parejas casadas entraban a la pequeña habitación y salían de allí con un papel. Otros salían de la mano. Avishai Gotlieb y Tamar Aizenman, por ejemplo, habían acordado festejar su divorcio con un almuerzo. Cada vez iban quedando menos. Cuando entraron Zeev Feinberg y Yafa, quedaban afuera sólo Bella y Sonia. “¿Dónde está Markovich?”, preguntó Bella con una arruga en su frente impecable. “Quizás todavía duerme –intentó Sonia–. ¿Estás segura de que se veía bien ayer?”. Bella Zeigerman conservaba aún el semblante de preocupación cuando entró Jacob Markovich. Estaba pálido, incluso había perdido algunos kilos, pero caminaba erguido como un soldado. Sonia corrió a abrazarlo, pero en ese momento se abrió la puerta lateral y salió como eyectada la sollozante Yafa, mientras se oía la voz de Zeev Feinberg atronando desde adentro: “¡Sonia, ven! ¡Nos casamos!”. Sonia besó a Markovich en la mejilla y corrió radiante a la habitación de la que la llamaban. Jacob Markovich y Bella Zeigerman quedaron solos. La luz del mediodía entraba por la ventana y se quebraba sobre los azulejos pintados. Bella Zeigerman estaba dolorosamente hermosa todos aquellos minutos hasta que volvió a abrirse la puerta de la habitación contigua. Zeev Feinberg salió llevando a Sonia en brazos, que ahora no insultaba ni maldecía, sino que reía a voz en cuello. La risa de Sonia retumbaba entre las paredes de la vivienda y los rabinos se movían incómodos en sus asientos.
Cuando Zeev Feinberg vio a Jacob Markovich, se le amplió la sonrisa. “¡Estás sano! Te abrazaría, amigo, pero tal como ves, tengo las manos llenas”, dijo, y levantó a Sonia ostensiblemente. “Vamos a buscar vino para festejar el acontecimiento, ¡sólo prométeme que no desaparecerás antes de que volvamos!”. Zeev Feinberg no esperó la respuesta. ¿Por qué lo haría? Llevaba en sus brazos la única respuesta, la más básica, a todo interrogante y a todo evento por acontecer. Y la respuesta fue afirmativa.
Jacob Markovich y Bella Zeigerman volvieron a quedar solos en la habitación. Él no la miraba y ella no lo miraba. Jacob Markovich hizo acopio de todas sus fuerzas para alzar la vista y mirarla. Bella Zeigerman no necesitaba fuerza ninguna para mirar a Jacob Markovich. Habían cometido un grave error al evitar mirarse. Se equivocaba Jacob Markovich al no aprovechar esa última oportunidad de mirar a Bella Zeigerman ahora que estaba calma y de buen talante. Se equivocaba mucho Bella Zeigerman al no mirar a Jacob Markovich para apreciar el cambio operado en él. Porque a pesar de que también ese día, como siempre, seguía llamándose Jacob Markovich, era otro. El error de Bella Zeigerman fue más grave que el de Jacob Markovich. Ella se comportaba como quien se dispone a cruzar un río conocido, se dice “conozco su corriente suave” y no se cuida, se mete al agua y se ahoga porque es invierno y el río ha aumentado su cauce. Bella Zeigerman no prestó atención a Jacob Markovich, cuyas turbias aguas amenazaban con desbordar.
“Jacob Markovich”, tronó la voz del rabino desde la habitación contigua. Bella Zeigerman se dirigió a la puerta. Jacob Markovich no se movió. Bella Zeigerman se dio vuelta y lo miró sorprendida. Jacob Markovich miró a Bella Zeigerman y dijo: “No”.
“¿Qué quiere decir no?”.
“No nos divorciaremos”.
Por primera vez desde que se habían presentado, Bella Zeigerman observó largamente el rostro de Jacob Markovich. Muy largamente. Estudió su cara, deteniéndose en la decidida línea de su frente, en su mirada dura, en su espalda erguida. ¿Acaso habían estado ahí todo el tiempo sin que ella lo notara, sin que se molestara en identificar esas señales de advertencia mirando a su marido? ¿Y quizás –se sobrecogió–… quizás todo era consecuencia de la travesía en el barco, fruto maduro de largos días de vacua espera? En ese momento, Bella Zeigerman trató de recuperar la primera impresión que tuvo de él, en el departamento de las afueras de la ciudad. A pesar de que no lo logró por completo, recordó que quedó ridículamente boquiabierto al verla, pero sin embargo estaba segura de que entonces su mirada no era una roca empedernida. El hombre había cambiado. Ella no supo en qué momento había sucedido ni por qué, pero interrogantes de ese tipo de todos modos no preocupan a una bestia acorralada. Bella Zeigerman miró a Jacob Markovich con ojos de gacela y dijo: “Si eres hombre de honor, me dejarás ir”.
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