Ahora, habiendo completado ciento treinta volteretas en su camastro, comprendió que no podría esperar más. Quedaban muy pocos días hasta el fin de la travesía, y si quería conquistar su corazón, lo primero que debía hacer era salir de la cama y buscarla. Mientras vagaba por la cubierta pensando cuál sería el segundo paso, entrevió Jacob Markovich el perfil de Bella Zeigerman. Estaba sentada sobre un cajón conversando con un hombre al que le veía sólo las espaldas. La luz de la luna iluminaba su cabello y pintaba en él rayos plateados. En ese momento, el hombre dijo algo y Bella Zeigerman estalló en una carcajada. A Jacob Markovich se le encogió el corazón, pero no se quebró. En su interior, sabía que sólo un milagro del cielo pudo depararle el encuentro con Bella Zeigerman, ¿cómo podía pedir que además se le entregara? Pero entonces el hombre giró la cabeza y le rompió el corazón, porque a pesar de que estaba completamente sumido en la oscuridad, aun así se reconocían perfectamente los rasgos y el espeso bigote, rizado y majestuoso.
6
Cuando por las noches Jacob Markovich trataba de detener el barco con la fuerza de su pensamiento, no se le ocurrió que tenía un socio. Durante el día, el vicepresidente de la Organización cumplía con sus deberes como corresponde. Dispuso envíos de armas, resolvió cuestiones en la cúpula de la comandancia y fue objeto de admiración para todo combatiente. Pero por las noches, acostado en su cama, rezaba a las corrientes marinas para que detuvieran un poco el regreso de Zeev Feinberg. Dado que era un hombre racional, sabía que la salvación no vendría de parte de las corrientes marinas, motivo por el cual sus esperanzas estaban puestas en el factor humano. Veinte mujeres europeas en un barco; imposible que no hubiera una que conquistara el corazón de Zeev Feinberg. Entonces, cuando volviera con otra en los brazos, quizás por fin Sonia dejaría de maldecir a Zeev Feinberg, dado que lo opuesto al amor no es el odio y las maldiciones sino la serena indiferencia. Pero en verdad el vicepresidente de la Organización sabía íntimamente que no era así: Feinberg no encontraría otra mujer. ¿Cómo es posible? Tampoco él, a pesar de que había buscado mucho, día tras día, alguien que suplantara un enamoramiento tan tozudo, volvía a golpear a la puerta de Sonia.
Tres días antes de la fecha programada para el regreso del barco, mientras el cabello de Sonia estaba extendido sobre su vientre a modo de abanico, le preguntó qué haría cuando Feinberg regresara.
“Creo que lo abofetearé como se merece”.
“Quizás no lo amerite, Sonia. Quizás no hay, como quien dice, no hay mal que por bien no venga. Estamos juntos”.
Sonia levantó la cabeza. El sitio calentado por el terciopelo de su cabello recibió un golpe de aire frío. Ella miró asombrada al vicepresidente de la Organización. Un hombre apuesto, de buen corazón y valiente, exactamente como Zeev Feinberg. Llegará el día en que ambos se conviertan en calles que desemboquen a un mismo bullicioso y transitado cruce. ¿Por qué quedarse con uno y no con el otro? Pero precisamente por eso debía perseverar en su decisión. De lo contrario, pasaría toda su vida yendo de un hombre apuesto de buen corazón y valiente a otro hombre apuesto de buen corazón y valiente, como quien visita muchos paisajes sin quedarse en ninguno el tiempo suficiente como para dar flor. Sonia volvió a recostarse sobre el colchón. Su cuerpo tan común despertaba en el vicepresidente sentimientos muy poco comunes. Quiso engarzar rimas a su vientre y orlar palabras a sus mejillas, pero debido a que era más soldado que poeta, se encontró declarando que mataría a quien osara levantar la mano contra ella. Se revolcó en su carne hasta que salió el sol y Sonia, después de darle comida para el camino, abrió la puerta y dijo: “Ahora vete. No vuelvas. Y no le digas una sola palabra”. Entonces lo besó por última vez y susurró “Efraim”, y el vicepresidente de la Organización cesó por un instante de ser el vicepresidente de la Organización para volver a ser Efraim, por última vez en su vida.
Tres días después, el barco hacía su ingreso al puerto de Jaffa. La gente aplaudía y las mujeres en la cubierta enjugaban el sudor de su frente. Hacía calor ahí. Mucho calor. Los cremosos senos de Fruma Grinberg caían bajo su propio peso en grandes gotas de sudor. El bigote de Yafa Feinberg brillaba a la luz del sol. El único consuelo de las mujeres fue descubrir que una diosa del Olimpo como Zeigerman también tenía glándulas sudoríparas en sus axilas. Su alegría fue prematura: las dos manchas redondas bajo las mangas de su vestido sólo dejaron en claro a los hombres que efectivamente era humana, no un espejismo, de modo que ahora se esforzaban por trabar relaciones con ella que se prolongaran después de finalizado el viaje. Así fue que Bella Zeigerman bajó del barco con unos diez hombres peleando por cargar sus maletas, mientras sus esposas legales se doblaban bajo el peso de las propias. El vicepresidente de la Organización, pálido y encorvado, estaba parado en la plataforma saludando a cada uno. Su mano se sentía fuerte como siempre pero el aspecto de su cara asustó a los guerreros y se corrió la voz de que había sido herido en una misteriosa acción varias noches antes. El cuento de la bala, por menos lógico que pareciera, lo era mucho más que toda duda que pretendiera relacionarlo con penas de amor. De modo que el rumor de la valentía del comandante herido que fue a recibir a su gente se convirtió en hecho indiscutible, prestigiando consecuentemente su posición de vicepresidente de la Organización y clavando el último clavo en el ataúd de quien alguna vez fuera Efraim Hendel.
El último en bajar del barco fue Jacob Markovich. Los últimos días de la travesía no había abandonado su camarote y todos decían que sufría una versión aguda del mal de mar. Pero cuando el vicepresidente de la Organización estrechó su mano, supo que no se trataba de mal de mar, así como Jacob Markovich supo que no hubo tal bala ni refriega en que interviniera el vicepresidente de la Organización. Se miraron recíprocamente y fue como si cada uno de ellos viera su reflejo en el espejo, y sin haber intercambiado una sola palabra, cada uno supo lo que debía saber.
Cuando Mijael Katz empezó su discurso florido, el vicepresidente de la Organización se dio cuenta de que no había visto a Feinberg. Lo buscó con la mirada entre los muchachos. Ahí estaban Grinberg y Moskowicz, Gotlieb intercambiaba guiños cargados de significado con Braverman, y Markovich estaba parado al borde de la plataforma con cara acongojada. Pero de Feinberg, ni la sombra. A pesar de que no quería interrumpir el discurso de Katz, que se notaba había sido pulido y mejorado cada día de la travesía, no pudo aguantar. Katz hablaba de la patria que tiende sus manos abiertas a los recién llegados, cuando el vicepresidente de la Organización lo interrumpió y preguntó: “¿Y dónde está Feinberg?”.
Katz se vio realmente contrariado por la interrupción, pero logró recomponerse cuando comprendió quién hablaba. “Saltó del barco cuando estábamos llegando. Nos obligó a dirigirnos al sitio que le quedaba cómodo y se tiró al agua para llegar nadando a la orilla”.
En realidad no había sido tan sencillo. Si bien Zeev Feinberg era un hombre robusto, los días de la travesía habían minado sus fuerzas y ya hacía mucho que había nadado entre las olas, con una inmigrante en una mano y piezas de ajedrez en la otra. Cuando saltó al agua, hubo hurras por parte de los hombres y asombro en las mujeres inclinadas sobre la baranda de cubierta que insuflaron aliento a su cuerpo. Pero una vez que el barco desapareció de su vista, quedó solo frente al mar a una distancia de cinco kilómetros antes de llegar a Sonia. Él no sabía que ella lo esperaba en la orilla, y sin embargo una fuerza ignota lo obligó a abandonar el barco antes de llegar al puerto, en el punto justo –abrigaba la esperanza– frente al sendero que llevaba a la colonia. La idea se le había ocurrido varios días antes, cuando estaba sentado con Bella Zeigerman en la cubierta muy entrada la noche. Precisamente acababa de mentar las virtudes de Jacob Markovich, en un frustrado intento por encender en su corazón algo de interés por él. Bella escuchaba con cortesía, pero muy pronto se aburrió de hablar de su primer marido, ese hombre querible pero tan poco recordable, y le preguntó a Feinberg qué haría cuando se encontrara con Sonia. Al cabo de largos días en el mar, Bella Zeigerman sentía la cercanía que siente un niño hacia los personajes de las leyendas que les leían antes de dormir. Porque efectivamente noche a noche escuchaba las hazañas de Sonia entonadas por Zeev Feinberg y ya sabía cómo había ayudado al nacimiento de un bebé con sus propias manos, y cómo había ahuyentado solita a ladrones de caballos escondida entre los arbustos y aullando como un lobo.
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