Ayelet Gundar-Goshen - Una noche, Markovich

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Una noche, Markovich: краткое содержание, описание и аннотация

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En vísperas de la segunda Guerra Mundial partía de Israel rumbo a Europa un barco con veinte hombres jóvenes a bordo. Del otro lado del mar los esperaban veinte mujeres desconocidas. El objetivo: un matrimonio ficticio que permitiría a las mujeres huir de Europa y arribar a Eretz Israel. Pero cuando Jacob Markovich, un hombre gris a todas luces, se encuentra casado con Bella Zeigerman, la más hermosa de las mujeres que había visto en su vida, el trámite se complica.
Una noche, Markovich sorprende por la sagacidad de su estructura y la madurez de su estilo. Es una novela carnavalesca, rica y colorida que pinta novedosamente uno de los capítulos más emocionantes del devenir de este país. Hechos históricos y atrevidas fantasías se mezclan aquí hasta volverse irreconocibles: altos dirigentes del Movimiento Sionista mantienen relaciones amorosas con mujeres con olor a naranjas, valientes comandantes conquistan fortalezas ayudados por rengos y borrachos, y el sol detiene la alborada para beneficiar a hombres de ardientes rogativas. Algunos de ellos se harán merecedores de que una calle bulliciosa lleve sus nombres, y otros dormirán plácidamente entre las páginas de la historia. Entre ellos deambula Jacob Markovich, aferrado a la hermosa Bella, sin claudicar.
Una noche, Marcovich establece un vínculo de seducción y engaño con el lector. A veces despierta empatía y compasión, y otras se revela pletórico de un humor, agudo e irónico.

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Finalmente, Mijael Katz se vio obligado a intervenir. Esperó unos instantes que Jacob Markovich cerrara la boca y avanzara hacia Bella Zeigerman, pero no hubo señales de tal cosa. Y Bella Zeigerman, tras haber tenido la gentileza de darse vuelta, no parecía tener intención alguna de hacer más. Era necesario intervenir, un operativo puntual y certero que cortara el extraño embrujo instalado en medio de la habitación. Mijael Katz así lo entendió y se dirigió a Jacob Markovich con una voz amistosa que encerraba un dejo amenazador: “¿Y? Markovich, ¿no estrechas la mano de la dama?”. Jacob Markovich lo miró estremecido, como si la sola idea fuera a profanar lo sagrado. Bella Zeigerman sonrió con cortesía, y Mijael Katz se preguntó cómo fue que justo ella se casaría con Jacob Markovich mientras que a él lo esperaba la esmirriada Miryam Hochman al fondo de la habitación. Con gran esfuerzo, Jacob Markovich logró controlarse y extender la mano a Bella Zeigerman, tomando sus dedos como quien levanta un pichón caído del nido. La mirada de Bella Zeigerman se posó en él un instante. Era la mujer más bella que había visto en su vida. La mirada de Bella Zeigerman siguió su curso.

Ahora estaban ambos de pie y en silencio. Mijael Katz comprendió que se había equivocado. Sin decir una palabra más, se dirigió a Miryam Hochman, maldiciendo para sí a todos los hombres miserables y a todas las mujeres bellas. Mientras Mijael Katz se disponía a iniciar el diálogo obligado con su futura esposa, Zeev Feinberg se alejó de su deber dejando a Yafa en el sofá, ruborizada de algo que le había susurrado al oído. Ahora Feinberg quería ver qué le había deparado la diosa Fortuna a su amigo, y se dijo que una vez más la maldita insistía en dar nueces a quien no tiene dientes. Porque Bella Zeigerman era, sin lugar a dudas, la mujer más bella de la casa. Y a pesar de que, a diferencia de Jacob Markovich, no pensaba que fuera la más bella que había visto en su vida, a todas luces pertenecía a ese olimpo de semidiosas al que Jacob Markovich no entraría ni como lacayo.

Zeev Feinberg se entristeció por su amigo al detectar que Jacob Markovich estaba pendiente de todo lo que se le ocurriera a Bella, y Bella buscaba todo lo que no fuera Jacob Markovich. Casi sin que se lo propusiera acontecieron en esa habitación todas las cosas que acontecen entre cuatro paredes donde se encuentra una mujer hermosa. Los hombres, que por fin veían el rostro de aquella espalda, empezaron a levantar la voz de su conversación con sus respectivas parejas para que ella oyera sus felices ocurrencias. Los que acertaron a encontrar una buena excusa: “Te traigo un vaso de agua”…; “Quizás quieras tomar un poco de aire”, volvieron de su exilio en los confines de la habitación y se aglomeraron alrededor de Bella Zeigerman. Las mujeres se situaron junto a ellos mirando a Bella Zeigerman con la consabida frialdad, tal como ella se había acostumbrado al rigor del frío europeo.

Contra su voluntad, también Zeev Feinberg se ubicó entre quienes intentaban atraer a Bella Zeigerman. La fuerza de la costumbre. Eligió contar su intrépida huida del cuchillo del matarife, que ya había tenido éxito entre los muchachos, y en esta oportunidad, contada por trigésima vez, volvió a cosechar las esperadas interjecciones de admiración. Los hombres aplaudieron en los momentos adecuados, y las mujeres, que oían la historia por primera vez, se inclinaron interesadas hacia él, de modo que Zeev Feinberg supo quién de ellas se afeitaba el bigote y quién no necesitaba hacerlo. Durante los largos días en el barco, Zeev Feinberg llegó a perfeccionar el relato abreviando detalles intrascendentes y alargando la cuchilla de Abraham Mandelbaum. Se detenía cuando despertaba risas cómplices y asentía a las exclamaciones de sorpresa tratando de alejar la visión del mimo silencioso en la plaza de la ciudad. Finalmente, fue la misma Bella Zeigerman la que borró la imagen intrusa al tocarle el brazo diciendo: “Pero, dime, ¿de verdad sucedió?”. Zeev Feinberg la miró, buscando en su mente una frase que la conquistara de manera definitiva. Pero de pronto vio que los ojos de Bella no eran sino los de Sonia, y comprendió que jamás se acostaría con ella. Entonces decidió ayudar a su amigo. “Absolutamente cierto, señorita. Tengo testigos. Aquí mi amigo Jacob Markovich no me dejará mentir, fue él quien me salvó del afilado cuchillo del matarife”. Al hacerlo, giró en busca de Jacob Markovich, pero este, presintiendo que lo haría, había desaparecido de su vista. El rostro de Bella Zeigerman se contrajo tratando de recordar:

“Jacob Markovich, me suena conocido”.

“Cómo no le va a sonar conocido, señorita, si se trata de su marido”.

Desde niña, Bella Zeigerman tenía una especie de rechazo a aceptar el mundo tal cual es. Algo así como una sorda desconfianza que, de ponerla en palabras, sería algo así como “¿qué? ¿Eso es todo?”. Bella Zeigerman miraba las palomas en la plaza y las luces de la calle, observaba cómo se iban apagando los colores del cielo y decidió que era imposible que terminara de ese modo. Una carpetita de algodón almidonada. Una botella de leche agria. Eso no es todo. No puede ser todo. De haber sido otra, quizás se habría dejado seducir por alguna secta religiosa. Bella Zeigerman eligió la poesía. El buen Dios no podía ofrecer sino lo que había creado: palomas y faroles en la plaza, carpetitas y botellas de leche. Pero, a diferencia del buen Dios, el poeta no se limitaba a los seis días de la Creación, sino que despertaba todas las mañanas dispuesto a destruir mundos y volver a crearlos.

Por eso Bella Zeigerman amaba la poesía y a los poetas. Cuando perdió su virginidad en la cama de un poeta, lo oyó asociar la sangre en la sábana con el florecer de una rosa y el dolor en su entrepierna se le suavizó por arte de magia. Así como los hacedores de milagros convierten un palo en serpiente, agua en vino, helo ahí a ese mortal convirtiendo la secreción de su cuerpo en una flor. Después estalló la guerra. El poeta trató de crear con sus palabras un mundo justo y desapareció de su casa en medio de la noche. Los otros poetas también fueron apresados o huyeron, o se sometieron a las exigencias del gobierno y crearon con sus palabras mundos que Bella Zeigerman no quería visitar. Después de haber leído en un periódico sionista la traducción de la poesía de un poeta hebreo, decidió emigrar a Palestina. Sus padres respiraron aliviados. Una jovencita tan hermosa en tiempos tan difíciles es fuente de desgracias.

Cuando Bella Zeigerman se convirtió en Bella Markovich y zarpó en el barco, sus padres dejaron de preocuparse. Las preocupaciones de Mijael Katz, en cambio, recién empezaban. Cuando se imaginó a sí mismo comandante del operativo en el cuarto mohoso de la calle Bar Koiba en Tel Aviv, planificó cómo evitar el acoso de los alemanes o cómo superar a los soldados británicos. Jamás pensó que la peor amenaza que encerraba el éxito del plan vestiría la forma de una jovencita judía de unos cincuenta kilogramos de peso. Mientras estaban en la ciudad, la belleza de Bella Zeigerman no tuvo influencia catastrófica porque la ciudad era lo suficientemente grande para que el veneno se dispersara por sus calles y evaneciera sin ocasionar daños. Pero ahora ejercía el efecto de una herida en el corazón del barco, que atraía a los muchachos como moscas y donde las mujeres anidaban como gusanos. Casi dos días navegó el barco en la dirección opuesta porque el capitán pensaba en Bella en vez de controlar las máquinas. A diario se suscitaban por lo menos dos trifulcas en que los rivales pronunciaban su nombre. Los sollozos de Java Bluwstein, después de que Janán le aclarara que ella era su mujer en los papeles pero su corazón era de Bella, no dejaron dormir a nadie en el barco. Pero aun cuando por fin Java Bluwstein se durmió, y con ella el resto de los pasajeros, los ojos de Jacob Markovich seguían abiertos. De hecho, casi no los había cerrado desde que Bella Zeigerman giró hacia él en la vivienda al este de la ciudad dos semanas antes, como si temiera que mientras dormía ella desapareciera y él no pudiera volver a encontrarla. Estaba acostado de espaldas meditando en el barco que seguía su curso a Israel, donde Bella Zeigerman seguiría su camino, y él el suyo. Ella al Olimpo y él a la colonia. Casi saltó a la sala de máquinas a dar orden de que el barco se detuviera. En pocos días más la aventura de su vida llegaría a su fin, y él volvería tal como se fue, ya que, si bien su corazón estaba exultante, sus manos seguirían vacías.

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