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Soledad Puértolas: La Rosa De Plata

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Soledad Puértolas La Rosa De Plata

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El hada Morgana mantiene secuestrados en las mazmorras de su castillo a siete doncellas que deberán ser rescatadas por los siete caballeros más valientes del reino. Las justas del rey Arturo, el desdichado amor entre la reina Ginebra y Lanzarote configuran el telón de fondo de estas aventuras. Una novela de aventuras para todos los publicos que se adentra en el maravilloso mundo de lo legendario y lo mítico.

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Soledad Puértolas La Rosa De Plata Soledad Puértolas 1999 Agradecimientos - фото 1

Soledad Puértolas

La Rosa De Plata

© Soledad Puértolas, 1999

Agradecimientos

A los hermosos relatos de los hermanos Grimm, que alimentaron mi infancia, es decir, mi vida.

A los maravillosos textos de Sir Thomas Malory y de Chrétien de Troyes, porque sin ellos no habría podido tejer mis invenciones. Estas y otras leyendas han sido el telón de fondo sobre el que se me han ido acercando los personajes que, para mi propio asombro, han invadido estas páginas. Las agradezco todas.

A Ana María Matute y a Cristina Andreu, que me han devuelto la fe en la existencia de las hadas.

A mis primeros y atentos lectores que, como de costumbre, me han hecho muy buenas sugerencias y me han dado los ánimos suficientes para atreverme a dejar esta historia en manos del desconocido lector.

Y, por encima de todo a Ana María Villanueva Guerendiain, mi madre, que una vez se compró en un mercadillo callejero un anillo con una rosa de plata.

I

EL TORNEO DE LAS DONCELLAS DESDICHADAS

Concluidas las guerras contra los sajones y otros pueblos limítrofes, establecida la paz en su vasto territorio, el rey Arturo pasaba mucho tiempo entretenido con los asuntos de gobierno. Y si Merlín había sido su consejero durante las guerras, su utilidad aún resultaba mayor en tiempos de paz, de manera que se pasaban los dos muchas horas estudiando, discutiendo y divagando sobre las grandes y pequeñas cuestiones de estado.

Un día le dijo Merlín al rey:

– Ha llegado el momento, Arturo, de que nos tomemos en serio el comportamiento del hada Morgana, tu hermana. A duras penas te lo digo, pero circulan por la corte todo tipo de habladurías y rumores y ya empieza a criticarse tu tolerancia, que es interpretada como debilidad, quizá impotencia ante los poderes de Morgana.

El rey, después de escuchar las palabras del sabio, se miró las manos adornadas con grandes y brillantes anillos y permaneció unos instantes en silencio. Clavó luego los ojos en Merlín y preguntó:

– ¿Y qué es lo último que se dice de ella? Dime, amigo, todo lo que sepas y no me ocultes nada. Si te voy a decir la verdad, estaba esperando que tú me hablaras de ello, porque sé que tu afecto por Morgana es aún mayor que el mío, ya que fuiste su maestro, y había declinado esta responsabilidad en ti. Pero no te demores más, y cuéntame con todo detalle los últimos rumores.

– No son simples rumores, Arturo -dijo Merlín, el sabio-, sino que yo mismo lo he visto con mis propios ojos. Cansado ya de oír tantas atrocidades de Morgana, fui, disfrazado, al castillo de La Beale Regard, donde ella vive ahora, una vez que echó de él a la legítima dueña y a todos sus guerreros y sirvientes, y me hice pasar por un mendigo joven y bien parecido, porque Morgana, como sabes, siente predilección por los jóvenes apuestos, sean éstos de la condición que sean, y así comprobé que era cierto lo que se decía de ella. Con sus malas artes, ha atraído al castillo a las doncellas más ricas y hermosas de los contornos y las tiene encerradas en las mazmorras, a pan y agua, a oscuras, envueltas en harapos y ateridas de frío. Yo mismo las vi y me llené de compasión y le supliqué luego a Morgana, aún en mi apariencia de mendigo, que las liberara, ya que todas le habían prometido que se mantendrían alejadas de Accalon de Gaula, por quien Morgana bebe los vientos, pero tu hermana, Arturo, es mujer empecinada y vengativa, y sólo porque todas ellas hablaron con él y le prestaron un poco de atención ya no quiere perdonarlas. Es partidaria de los castigos ejemplares y quiere que la suerte de estas desdichadas doncellas sirva de público escarmiento a todas las demás y que ninguna otra dama rica y hermosa ose mirar ni de lejos a su amado. Esto es lo que sé, Arturo, y creo que tu deber es liberar cuanto antes a estas desgraciadas, porque corren el riesgo de morir enfermas y desahuciadas.

El rey se cubrió el rostro con una de sus inmensas manos. Luego apartó la mano y abrió los ojos. Dijo a Merlín:

– No sé, sabio amigo, cómo puedes soportar los desmanes de quien fue tan buena alumna tuya. Pero créeme si te digo que a mí no me cuesta nada ir contra el hada Morgana, de quien desde hace años no he recibido una sola muestra de afecto, sino todo lo contrario, y a quien desde luego prefiero mantener alejada de mi reino, y si he sido reticente en presentarle batalla ha sido por el dolor que me causa ver cómo tantos hombres valerosos pierden sus vidas en tratar de vencerla, más aún conociendo sus poderes y aficiones y habiendo visto cómo en tantos casos estos nobles caballeros o son muertos o son encantados por ella y pierden por completo su voluntad, que queda en manos del hada. Dime entonces, Merlín, cuáles han sido tus conclusiones después de haber visto por ti mismo los desmanes de Morgana, porque estoy dispuesto a actuar con la mayor firmeza y haré lo que sea para liberar a las bellas y tristes doncellas que languidecen en las mazmorras de La Beale Regard.

– Falta poco para Pentecostés -dijo Merlín-, y hace tiempo que no se celebra un gran torneo, por lo que su convocatoria será recibida con entusiasmo. Anuncia el Domingo Blanco un torneo para el día correspondiente a la primera luna llena, y que los mensajeros lo pregonen por todos los rincones del reino. Los caballeros victoriosos serán los encargados de liberar a las desdichadas doncellas que Morgana tiene en prisión, porque sé que andan ahora por ahí muchos nuevos caballeros sedientos de aventuras. Siete son las damas y siete serán los caballeros, Arturo, y me parece que más de uno se quedará con las gaitas de no ser vencedor, pues, por lo que he venido observando, la nueva generación de caballeros no tiene nada que envidiar a quienes hoy disfrutan con toda justicia de honores y fama, y estoy seguro de que estas justas van a ser sonadas.

– Muy bien, Merlín -aprobó el rey-, haremos como dices. Dejaremos la suerte de estas desdichadas doncellas en manos de los nuevos caballeros. Cuando lleguen a oídos del hada Morgana las noticias de las justas se sentirá, al menos, amenazada, y no creo que se atreva ahora, con todos los ojos de los habitantes del reino dirigidos hacia el triste botín que se guarda en las mazmorras de su castillo, a infligir mayores torturas a las cautivas. El Domingo Blanco empezarán los pregones, y voy a dar instrucciones muy precisas para que todo se lleve a cabo con la mayor pompa y solemnidad, a fin de que se comprenda bien el alcance de esta singular empresa.

Caía la tarde y Merlín se dispuso a regresar a su casa. Entonces dijo el rey Arturo:

– La reina está preocupada por ti, Merlín, y no sé si fiarme de sus presentimientos. Pasa mucho tiempo con sus damas y entre bordado y bordado se dejan caer muchas palabras. Se dice que cierta joven a quien has tomado como discípula se está aprovechando de ti, y que toda la docilidad y sumisión que te muestra ahora no están sino encaminadas a que vuelques en ella tu saber para luego, conseguida su meta, abandonarte e incluso matarte, Merlín. Y ya ves que no me ando por las ramas.

Merlín, que había avanzado hacia la silla del rey, ya detenido, se apoyó sobre su bastón, inclinando un poco el cuerpo hacia adelante.

– Hace algunos años -dijo lentamente-, te aconsejé, Arturo, que antes de unir tu destino al de Ginebra, te lo pensaras un poco, porque la carga que como rey tienes que soportar es tremenda y yo no tenía ningún indicio de que existiera en el mundo una criatura capaz de compartir contigo ese peso. Por el contrario, todas las señales apuntaban a lo mismo: si renunciabas a la soledad y te asegurabas amor y compañía, el dolor anidaría en tus entrañas, complicando más aún tu vida. Te lo advertí, y luego hiciste tu santa voluntad, y yo no pude decir ni hacer nada, sólo permanecer a tu lado, si es que aún te soy de utilidad.

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