Verónica Pazos - Noche en Tintagel

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Era una noche de lluvia cuando Uther Pendragon se enamoró de la esposa del conde Gorlois. También lo era cuando suplicó a Merlín que le diera el rostro de su enemigo por tan solo el espacio de una larga noche, aunque entonces no fuese consciente de cómo de larga sería. La lluvia siempre es más espesa en Tintagel, la noche siempre es más aterradora en la guerra, Igraine siempre es más bella cerca del mar. La batalla ya ha sido librada cien veces en los sueños del destino.

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Primera edición Noche en Tintagel 2020 Verónica Pazos Onyx Editorial - фото 1

Primera edición.

Noche en Tintagel.

©2020, Verónica Pazos.

©Onyx Editorial

www.onyxeditorial.com

©Corrección: Arantxa Comes.

©Diseño de portada: Nune Martínez.

©Ilustración personajes: Diego García Martínez.

©Maquetación: Munyx Design.

©Maquetación contraportada: Munyx Design.

ISBN: 978-84-121953-6-1

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor

Could she tell, or did she care,

by the length of his hair

or the heat of his flesh,

that that night her companion

was Uther, the dragon

and Gorlois lay dead?

That Night, at Tintagel , Michael Burg

PRÓLOGO

PRIMERA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

SEGUNDA PARTE

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

PRÓLOGO

Desde que descubrió los colores, el merlín había sentido una fascinación enfermiza por el dorado. Fascinación que achaca, en las noches de extrema tristeza, a la insistente falta de luz en los reinos de la muerte —en las tardes de especial nostalgia se atreve a recordar que el dorado era el color de los cabellos de su reina—. Todavía no se ha acostumbrado del todo a las sinceras risas de la corte humana, a sus caballeros andantes y a las alegres damas que siempre habían de cuchichear cuando pasaban a su lado. El día en que había llegado a Camelot el rey Custennin de Logres se encontraba ocupado en una partida de caza, como le había informado amablemente el senescal.

—Si así lo desea —había añadido, inspeccionando con curiosidad su atuendo extranjero—, puede esperarlo en el patio.

El merlín asintió y, tan bien educado que muchos de los allí presentes creyeron que había de ser un noble occitano, se acercó al maestro de armas y observó con atención cómo este templaba el acero en la fragua mayor. El calor solo podía verse avivado por la charla animada del resto de herreros.

—No parecéis un caballero, si se me permite la osadía. —El maestro se dirigió a él mientras se secaba el sudor de la frente. Todos sus aprendices callaron al instante.

—¿Por qué habría de serlo?

—Solo los caballeros y las reinas se interesan tanto por las cuchillas.

—Lo dudo de veras.

—¿Sois acaso un hombre de armas?

El maestro dejó las tenazas apoyadas sobre el yunque para poder mirarlo sin temor a quemarse o estropear su trabajo. El merlín negó, calmadamente.

—Desde luego que no.

—Y en vuestro acento no he notado rastro extranjero, a pesar de que vuestro atuendo así lo advierte.

—Desde luego que no.

—Hay un gran número de contradicciones en vuestra persona.

—Yo no lo habría dicho mejor.

—Entonces… —Los aprendices habían vuelto a cuchichear, pero todos contuvieron el aliento cuando su maestro se acercó al oído del merlín, convencidos de que así podrían oír algo—, ¿cuál es la traición que preparáis?

El propio merlín contuvo su aliento. El herrero alzó una ceja mientras lo observaba, se apartó de nuevo y se echó a reír con unas carcajadas tan secas que evidenciaban que sus pulmones no llevaban muy bien los gases de la fragua.

—Calmaos, desconocido, o cualquiera podría pensar mal de vos.

—No he venido a hacer ningún mal.

—No habría de dudarlo, aunque tampoco conozco qué es lo que venís a hacer. No me corresponde a mí saberlo, a no ser que necesitéis un orinal de latón. Nos estamos quedando sin latón.

Uno de los aprendices, el más bajito y delgado, con una gran verruga en su nariz curva, rio entre dientes y sus compañeros más cercanos le dirigieron miradas divertidas y codazos como amigable advertencia.

—No, gracias, no creo que…

El sonido de los cascos de los caballos era inconfundible. El trote era rápido, animado, sin ruedas de carros que pudiesen anunciar mercaderes; solo alegres voces, el cabalgar ligero de una victoria, algún relincho entre risas. El rey había vuelto. El senescal con el que antes había hablado levantó brevemente la vista de los inventarios que cubría, mientras que el herrero señaló hacia la entrada con su martillo.

—Quizá a nuestro señor sí le importe lo que venís a hacer.

El merlín dio las gracias con una inclinación de cabeza.

El rey Custennin era alto y ancho de hombros, con una firme mandíbula y poblada barba que recordaba a los monarcas de las leyendas. Junto a él, cabalgaban tres jóvenes que supo identificar como los príncipes, cada uno de ellos con el blasón de la casa cosido en su sobrevesta: tres coronas de oro sobre un campo de gules, rojo oscuro.

El que iba en último lugar, tan joven que todavía sería un paje, observaba cabizbajo cómo sus hermanos discutían con alegría el éxito de la caza.

«Él», había pensado el merlín, «habrá de engendrar al rey de toda Bretaña».

Desde que su padre había matado al último gigante, Uther había removido cada piedra de las islas en busca de un dragón.

Podía permitirse aquel tipo de aventuras, el trono había pasado limpiamente a su hermano mayor, Constans, y él ya era lo bastante mayor como para ser armado caballero. Solo necesitaba una gesta que lo acompañase.

El merlín lo había visto pasar de niño tímido a joven arrogante con tal rapidez que enseguida sospechó que el buen y honorable Uther jamás lograría hacer nada bueno, ni honorable.

—¡Vamos, Gorlois! ¡Quizá hoy te deje a Tesón!

—Seguro que es porque lo has hecho rabiar y temes que te muerda.

Uther se había reído ante la acertada respuesta de su amigo sobre su azor preferido. Sus ojos buscaron al merlín entre el tumulto del patio. Gorlois lo siguió, reticente en cuanto vio a quién se dirigía. Nunca había estado a favor de la magia, aunque fuese tan educado de disimularlo.

—Merlín —había llamado su atención, inclinando la cabeza para poder ver qué estaba escribiendo en sus notas—, ¿podemos aplazar las lecciones de hoy?

—Si las aplazamos, nunca sabréis qué pone aquí —respondió agitando el pergamino.

—Me lo puedes decir mañana. ¡Mira qué tiempo hace! ¡Qué día más espléndido y soleado! Ya oigo a los pájaros cantar, ni una sola nube, un milagro primaveral, los conejos habrán salido de las madrigueras, quizá sigan todavía adormilados, quizá encontremos un jabalí. Sería un desperdicio quedarse en el castillo después de tantos días de lluvia. ¡Mírate! Tú mismo estás escribiendo aquí, disfrutando del aire libre, ¿no sería una crueldad privarnos a nosotros, más jóvenes todavía, de ello?

El merlín no pudo evitar una sonrisa ladina al observar el rostro confuso de Gorlois. A diferencia de Uther, su amigo veía al mago casi tan joven como ellos, tan joven como el día en que había llegado al castillo.

El merlín se tomó unos instantes para observar la brillante corte de Camelot antes de responder. El alboroto constante y animado se había convertido en una tranquilidad a la que podría acostumbrarse: cuando cerraba los ojos la cortina de pestañas transformaba el patio de armas en un mar calmado, el olor de la brisa marina y una pegajosa capa de sal adherida a su piel. Odiaba tener que marcharse siempre. Sabía que no había otra opción. Todos tenían un destino y había dedicado demasiados años a buscar el suyo, errando de un lugar a otro, hasta comprender que lo había estado cumpliendo todo aquel tiempo. Marcharse. Jamás podría volver a nadar en una soleada tarde primaveral, los pájaros cantando, ni una sola nube. Su destino era marcharse.

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